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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (44 page)

BOOK: La Estrella de los Elfos
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—¿Los dracos, tal vez? —apuntó Paithan.

—Sí, los dracos.

¿Qué diablos era un draco? Haplo entreabrió los párpados y echó un vistazo. Debía de ser lo que el guerrero elfo sostenía en sus manos. Su dueño y Paithan lo estudiaban detenidamente. Lo mismo hizo Haplo.

El draco tenía un aspecto similar al de la ballesta, pero era considerablemente mayor. Los proyectiles que disparaba eran de madera, tallados con el aspecto de pequeños dragones.

—Su efectividad no parece estar en las heridas que inflige a los titanes. La mayoría de los proyectiles llegó a alcanzarlos —añadió el guerrero a regañadientes—. Es la mera visión del draco lo que los aterra. Cuando disparábamos, los monstruos renunciaban a luchar, daban media vuelta y, simplemente, salían huyendo. —El elfo contempló su arma con frustración, sacudiéndola ligeramente—. ¡Ojalá supiera qué tiene esta arma en concreto que los espanta! ¡Tal vez así podríamos derrotarlos!.

Haplo observó el drago con los ojos entreabiertos. ¡Él sabía por qué! Imaginó que, cuando era disparado contra el enemigo, el proyectil cobraba vida. A veces, las armas élficas funcionaban de aquel modo. Los titanes debían de percibir que eran atacados por pequeños dragones, y recordó la sensación de terror abrumador que había emanado del gigante al aparecer el dragón en el claro.

Así pues, cabía la posibilidad de emplear los dragones para controlar a aquellos monstruos. A su señor, todo aquello le resultaría muy interesante, pensó Haplo. Se acarició el hombro y sonrió en silencio.

Un tirón del cinto atrajo su atención. Al bajar la vista, descubrió al enano, Barbanegra, Drugar o comoquiera que se llamara. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Haplo no había advertido su presencia y se recriminó por ello. Uno tendía a olvidarse del enano y, por la mirada de sus ojos oscuros, tal olvido podía resultar fatal.

—Tú hablas mi idioma. —No era una pregunta. Drugar ya sabía la respuesta. Haplo se preguntó por un instante cómo era posible.

—Sí. —El patryn consideró innecesario disimular.

—¿Qué dicen? —Preguntó Drugar, moviendo su cabeza desgreñada hacia Paithan y el guerrero—. Entiendo el humano, pero no el elfo.

—Hablan del arma que sostiene ese individuo. Al parecer, produce cierto efecto en los titanes. Los hace huir.

El enano frunció el entrecejo y los ojos parecieron hundírsele en el rostro, prácticamente invisibles salvo por la chispa de odio que brillaba en sus negras profundidades. El patryn conocía y apreciaba el odio. Era el sentimiento que mantenía vivos a los atrapados en el Laberinto. Haplo se había estado preguntando por qué viajaba Drugar con una gente a la que despreciaba abiertamente. De repente, creyó entenderlo.

—¡Las armas élficas los detienen! —Masculló Drugar bajo su tupida barba—. ¡Podrían haber salvado a mi pueblo!.

La voz de Paithan se alzó con aspereza, como si le respondiera.

—Pero no los hizo huir muy lejos, Durndrun.

El barón movió la cabeza.

—No, no muy lejos. Volvieron y nos atacaron por detrás, utilizando esa mortífera magia de los elementos que dominan. Nos arrojaron fuego y unas rocas traídas de la Madre sabe dónde. Pero se cuidaron de no aparecer a la vista y, cuando escapamos, no nos siguieron.

—¿Qué dicen? —preguntó Drugar, llevándose la mano bajo la barba.

Haplo advirtió que movía los dedos, acariciando algo.

—Las armas los detuvieron, pero no mucho tiempo. Los titanes les respondieron con magia elemental.

—¡Pero están aquí, están vivos!.

—Sí. Los elfos se retiraron y, al parecer, los titanes no los persiguieron.

Haplo advirtió que el guerrero elfo dirigía una mirada al grupo reunido entre los matorrales y llevaba aparte a Paithan con la visible intención de continuar la conversación.

—Perro —dijo el patryn. El animal levantó la cabeza. Con un gesto, su amo lo conminó a incorporarse y trotar en silencio tras los elfos.

—¡Bah! —El enano escupió en el suelo, a sus pies.

—¿No los crees? —Inquirió Haplo, interesado—. ¿Sabes qué es la magia elemental?.

—Lo sé —gruñó Drugar—, aunque nosotros no la usamos. Los enanos empleamos ésa.

Drugar señaló con su índice rechoncho las manos del patryn, cubiertas de runas. Haplo, confundido momentáneamente, miró con perplejidad al enano.

Éste no pareció notar el desconcierto de su interlocutor. Sacando la mano de debajo de la barba, le mostró un disco de obsidiana colgando de una correa de cuero y lo sostuvo en alto para que el patryn lo inspeccionara. Haplo se inclinó y observó una única runa tallada en la piedra preciosa. Estaba grabada toscamente y, por sí sola, tenía poco poder. Sin embargo, sólo tenía que mirarse las manos para ver su duplicado tatuado en su propia piel.

—Pero no podemos utilizarla como tú. —El enano siguió mirando las manos de Haplo con ojos codiciosos y nostálgicos—. No sabemos juntar las runas. Somos como niños pequeños: podemos decir palabras sueltas, pero no sabemos encadenarlas en frases.

—¿Quién os enseñó la..., la magia de las runas? —preguntó Haplo cuando se hubo recobrado lo suficiente de la sorpresa.

Drugar alzó la cabeza y su mirada se perdió en la jungla.

—Las leyendas dicen... que fueron ellos.

Haplo, desconcertado, creyó al principio que se refería a los elfos. Pero los negros ojos del enano estaban fijos más arriba, casi en las copas de los árboles, y el patryn comprendió.

—Los titanes...

—Algunos de nosotros creíamos que volverían, que nos ayudarían a desarrollarnos, que nos enseñarían. En lugar de ello... —La voz de Drugar se apagó hasta enmudecer, como un trueno que se desvaneciera en la distancia.

Otro misterio que meditar, que desvelar, pensó Haplo. Pero no allí. No en aquel momento. Lo haría más tarde, a solas... y lejos. Haplo vio que Paithan y el guerrero elfo volvían, con el perro trotando tras sus talones sin llamar la atención. El rostro de Paithan reflejaba una lucha interior. Una lucha desagradable, a juzgar por su expresión. El guerrero se encaminó directamente hacia Aleatha quien, después de ayudar a Roland con Haplo, se había quedado aparte, callada, en un rincón del soto.

—Me has estado evitando —afirmó ella.

—Lo siento, querida mía —respondió el barón Durndrun con una leve sonrisa—. La gravedad de la situación...

—Pero la situación ha terminado —dijo Aleatha con voz ligera—. Y aquí me tienes, con mi ropa de «doncella guerrera», vestida para matar, por así decirlo. Pero, al parecer, me he perdido la batalla. —Alzando los brazos, se ofreció a la admiración de su prometido—. ¿Te gusta? Lo llevaré después de la boda, cada vez que nos peleemos. Aunque supongo que tu madre no aprobaría...

Durndrun vaciló y ocultó su pesar apartando el rostro.

—Tienes un aspecto encantador, querida. Y ahora he pedido a tu hermano que te lleve a casa.

—Sí, claro. Casi es hora de cenar. Te esperaremos. Cuando te hayas adecentado...

—No habrá tiempo, me temo, querida mía. —El barón tomó la mano de la muchacha y se la llevó a los labios—. Adiós, Aleatha.

Parecía dispuesto a soltarla, pero Aleatha se asió a sus dedos, reteniéndolo.

—¿A qué viene este «adiós» tan solemne? —La muchacha trató de dar un tono irónico a su voz, pero ésta reflejó la tensión que le producía el miedo.

El barón Durndrun retiró suavemente su mano.

—Quindiniar...

Paithan se acercó a ellos y tomó por el brazo a su hermana.

—Tenemos que irnos...

Aleatha se desasió.

—Adiós, mi señor —murmuró fríamente. A continuación, volviéndoles la espalda, se internó en la jungla.

—¡Thea! —la llamó Paithan, preocupado. Ella no le hizo caso y siguió su marcha—. ¡Maldita sea, mi hermana no debería ir sola! —añadió Paithan, mirando a Roland.

—¡Oh, está bien! —murmuró el humano, y desapareció entre los árboles.

—No entiendo, Paithan. ¿Qué sucede? —preguntó Rega.

—Te lo explicaré más tarde. Que alguien despierte al viejo. —Paithan señaló con gesto irritado a Zifnab, que estaba cómodamente tumbado bajo un árbol, roncando a pierna suelta. El elfo volvió a mirar a Durndrun—. Lo siento, barón. Hablaré con ella y le explicaré...

—No, Quindiniar —respondió el guerrero moviendo la cabeza—. Es mejor que no lo hagas. Prefiero que Aleatha no sepa...

—Durndrun, creo que debería acompañarte...

—Adiós, Quindiniar —replicó el barón con firmeza, impidiendo que el joven elfo terminara la frase—. Cuento contigo.

Reuniendo a sus cansadas tropas en torno a él con un gesto, Durndrun dio media vuelta y se adentró de nuevo en la jungla con su reducida fuerza. Zifnab, ayudado por el empujón que le dio Rega con la puntera de la bota, despertó con un resoplido.

—¿Qué...? ¡Oh! ¡Lo he oído todo! Sólo estaba descansando la vista. Los párpados pesan, ya sabéis. —Todas sus articulaciones crujieron y chasquearon cuando se incorporó, olisqueando el aire—. Hora de cenar. Oí hablar a la cocinera de preparar unos tangos. Estupendo. Podemos secar algunas de esas frutas y llevárnoslas para el viaje.

Paithan dirigió una mirada preocupada al viejo y volvió la vista hacia Haplo.

—¿Vienes?.

—Id delante. Yo tengo que tomármelo con calma y no haré sino retrasaros.

—Pero los titanes...

—Id delante —insistió Haplo, luchando contra el dolor y empezando a perder la paciencia.

El elfo tomó de la mano a Rega y emprendió la marcha tras Roland y Aleatha, que ya llevaba una buena delantera.

—¡Tengo que ir con ellos! —declaró Drugar, saliendo a toda prisa tras Paithan y su compañera humana. Sin embargo, cuando los alcanzó, se quedó unos pasos atrás, aunque sin perderlos de vista en ningún momento.

—¡Supongo que me veré obligado a hacer todo el camino a pie! —Murmuró Zifnab, malhumorado, al tiempo que se ponía en movimiento—. ¿Dónde estará ese condenado dragón? Nunca aparece cuando lo busco y en cambio, cuando no lo quiero cerca, enseguida se presenta de improviso, amenazando con comerse a la gente o haciendo comentarios maleducados sobre el estado de mi digestión. ¿Necesitas ayuda? —preguntó por último, volviéndose hacia Haplo.

«¡Que el Laberinto me lleve si te vuelvo a ver!», pensó Haplo mientras el anciano se alejaba. «¡Viejo hechicero estúpido!».

El patryn llamó a su perro, le hizo un gesto para que se acercara y apoyó la mano en su cabeza. La conversación privada que habían sostenido Paithan y el guerrero elfo, captada por los oídos del perro, llegó a Haplo con toda claridad.

No descubrió gran cosa y se sintió decepcionado. El guerrero había declarado, sencillamente, que los elfos no tenían la menor oportunidad. Que todos ellos iban a morir.

—Eres un auténtico bicho, ¿verdad? —dijo Roland.

Le había costado mucho alcanzar a la elfa y no le gustaba nada tener que cruzar los estrechos y oscilantes puentes de soga tendidos de copa a copa de los árboles. El piso de la jungla quedaba muy lejos bajo sus pies y los puentes se balanceaban alarmantemente cuando se movía. Aleatha, acostumbrada a recorrerlos, se movía por ellos con facilidad.

De hecho, podría haber escapado por completo a la persecución de Roland, pero eso habría significado internarse a solas en la jungla.

Al oír al humano justo a su espalda, la muchacha se detuvo y le hizo frente.


Kitkninit
{30}
. Pierdes el tiempo hablando conmigo. —Aleatha iba completamente despeinada. Los cabellos flotaban en torno a su cabeza, echados hacia atrás por el viento mientras atravesaba velozmente los puentes. Un marcado rubor, provocado por el ejercicio, bañaba sus mejillas.

—Al diablo con tu
kitkninit.
Hace un rato, cuando te he dicho que sujetaras a nuestro paciente, has seguido mis instrucciones sin ningún problema.

Aleatha no le hizo caso. La elfa era alta, casi tanto como Roland. Su paso, con los pantalones de cuero, era amplio y firme.

Abandonaron los puentes y tomaron un sendero a través del musgo. La ruta era estrecha y difícil de atravesar; para Roland, las dificultades aumentaban, ya que Aleatha hacía todo lo posible por complicarle la marcha: apartaba las ramas y las soltaba para que le dieran en el rostro a su perseguidor o, tras un brusco cambio de dirección, lo dejaba forcejeando con una zarza espinosa, pero el humano parecía tomarse con un perverso placer los problemas que Aleatha le causaba. Cuando salieron al extenso jardín de la mansión de los Quindiniar, la muchacha descubrió a Roland caminando tranquilamente a su lado.

—Mira, muchacha —dijo él, retomando la conversación donde la había dejado—, has tratado muy mal a ese elfo, cuando es evidente que el tipo daría su vida por ti. De hecho, eso es lo que va a hacer; dar su vida, me refiero. Y tú, portarte así con él...

Aleatha se volvió en redondo y se lanzó sobre el humano. Roland logró agarrarle las manos por las muñecas cuando las uñas de la elfa ya estaban a punto de clavarse en su rostro.

—¡Atiende! Ya sé que te gustaría arrancarme la lengua para no tener que oír la verdad, pero ¿no viste, acaso, la sangre de su uniforme? ¡Era sangre de los elfos muertos! ¡De tu pueblo! ¡Muerto! ¡Igual que el mío! ¡Todos muertos!.

—Me haces daño. —Aleatha habló con voz fría, calmando la fiebre de Roland. El humano enrojeció, soltó lentamente sus muñecas y advirtió las marcas lechosas de sus dedos, las marcas del miedo, impresas sobre la piel pálida de la elfa.

—Lo siento. Perdona. Es que...

—Discúlpame, por favor —replicó Aleatha—. Es tarde y debo vestirme para la cena.

La muchacha se alejó por la llana extensión de musgo verde en dirección a la casa. Se escuchó de nuevo la llamada de los cuernos de caza, mortecina y apagada en el aire húmedo y sofocante. Roland aún seguía inmóvil, contemplando a la mujer, cuando los demás lo alcanzaron.

—Ésa es la señal para que acuda la guardia de la ciudad —informó Paithan—. Y yo formo parte de ella. Tengo que ir a luchar con los demás.

Pero no se movió. Se quedó mirando hacia la casa, hacia el
Ala de Dragón
posada tras el edificio.

—¿Qué te contó el elfo del uniforme? —preguntó Roland.

—Ahora mismo, mi gente cree que el ejército ha rechazado a los titanes, que los ha derrotado. Pero Durndrun sabe que no es así. Ese grupo de titanes era una fuerza reducida. Según los exploradores, después de atacar a los enanos, esos monstruos se dividieron: la mitad se dirigió a vars para arrasar Thillia, y el resto vino al est, a las Tierras Ulteriores. Ahora, los dos ejércitos se vuelven a unir para un asalto frontal a Equilan. —Paithan pasó el brazo en torno a Rega y la atrajo hacia sí. Luego añadió—: No podremos resistir. El barón me ha ordenado que coja a Aleatha y a mi familia y huyamos. Que escapemos antes de que sea demasiado tarde. Por supuesto, Durndrun se refería a viajar a pie. Él desconoce la existencia de la nave.

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