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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (54 page)

La daga cortó el cuero de los pantalones de Rega, dejando a la vista la carne. La muchacha soltó un jadeo y se estremeció. El enano apretó el filo de la daga contra la piel desnuda.

—¡Vuelve atrás, viejo! —gritó Paithan con la voz quebrada por el pánico. Zifnab miró a Drugar con tristeza.

—Quizá tengas razón. Voy a colocarme con los demás, allí, junto al árbol...

El hechicero retrocedió rápidamente. Roland lo agarró, casi levantándolo del suelo.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Paithan.

—Ahora, todos vais a morir —respondió Drugar con una calma que sonó horrible a sus oídos.

—Pero ¿por qué? ¿Qué hemos hecho?.

—Vosotros matasteis a mi pueblo.

—¡No puedes acusarnos así! —Exclamó Rega, desesperada—. ¡No fue culpa nuestra!.

—Está loco —murmuró Roland al oído del elfo—. Saltemos sobre él. ¡No puede enfrentarte a todos a la vez!.

—No —replicó Paithan en tono terminante—. ¡Antes de llegar hasta él, mataría a Rega!.

—Con las armas podríamos haberlos detenido —continuó Drugar, soltando espumarajos y con los ojos desorbitados bajo sus negras cejas—. ¡Podríamos haber luchado! ¡Pero nos dejasteis sin ellas! ¡Queríais que muriéramos!.

Drugar hizo una pausa y prestó atención. Dentro de él, algo se agitó, susurrándole:

Ellos cumplieron su palabra. Trajeron las armas. Llegaron demasiado tarde, pero no fue culpa suya. Ignoraban la urgente necesidad que teníamos de ellas.

El enano tragó la saliva que parecía a punto de ahogarlo.

—¡No! ¡Es falso! —gritó, enfurecido—. ¡Lo hicisteis a propósito! ¡Tenéis que pagar!.

No habría importado. No habría servido de nada. Nuestro pueblo estaba condenado y nada podría haberlo salvado.

—¡Drakar! —exclamó el enano, volviendo la cabeza hacia lo alto. El puñal temblaba en su mano—. ¿No lo ves? ¡Sin esto, no me queda nada!.

—¡Ahora!.

Roland se lanzó hacia adelante y Paithan lo siguió rápidamente. El humano agarró a su hermana y la liberó de la mano de Drugar, empujándola al instante hacia el otro extremo del claro. Aleatha sostuvo en sus brazos a una Rega temblorosa y tambaleante.

Paithan sujetó la mano con la que el enano empuñaba el puñal y le retorció la muñeca. Roland arrancó el arma de sus dedos crispados, la empuñó y apoyó su cortante filo sobre la vena que corría bajo la oreja de Drugar.

—Nos veremos en el inf...

El suelo bajo sus pies se elevó y dio sacudidas, arrojándolos a todos por el suelo como muñecos de un niño enfadado. Una cabeza gigantesca asomó entre el musgo, arrancando árboles y lianas a su paso. Unos ojos encarnados, flameantes, los observaron desde lo alto y una lengua negra se agitó como un látigo ante unas fauces entreabiertas de colmillos blanquísimos.

—¡Me lo temía! —Exclamó Zifnab sin alzar la voz—. ¡Se ha roto el hechizo! ¡Corred! ¡Huid para salvar la vida!.

—¡Podemos... luchar! —Paithan alargó la mano para alcanzar su espada, pero no pudo hacer más sin perder el equilibrio sobre el musgo ondulante.

—¡No puedes luchar con un dragón! Además, yo soy el único que le interesa, en realidad. ¿No es así? —El hechicero se volvió lentamente hasta quedar cara a cara con el dragón.

—¡Sí! —declaró la criatura con un siseo. Su lengua y sus colmillos rezumaban odio como si fuera veneno—. ¡Sí! ¡Tú, viejo! Me tenías prisionero, amarrado con artes mágicas. Pero ya no. Eso ha quedado atrás. Estás débil, viejo. No deberías haber invocado el espíritu de esa elfa. Total, ¿para qué? ¿Para engañar a un moribundo?.

Desesperado, apartando los ojos del terror del dragón, Zifnab alzó la voz en una canción:

Siempre que a un sitio llegaba,

con gusto rumores escuchaba

sobre el hombre que no derrochaba

la buena cerveza y la buena comida.

Dice el Señor, que no es gran pensador

pero en sapiencia no hay nadie superior:

«No hay nada en el mundo mejor

que una cerveza de víbora?
{31}
bien servida».

El dragón acercó ligeramente la cabeza. El viejo hechicero lo miró sin querer, vio sus ojos llenos de ferocidad y titubeó.

He vagado por tierras y..., hum...

Veamos: He visto guerras y reyes y..., hum...

Dabada... ba

...que todavía era... no sé qué de una chica...

Tan cerca de ti, sentí el calor...

—¡Los versos! ¡No son ésos, hechiceros! —Gritó Roland—. ¡Mira al dragón! ¡El hechizo no da resultado! ¡Es preciso huir antes de que sea demasiado tarde!.

—Pero no podemos dejarlo aquí, luchando solo —replicó Paithan.

—¡Os he traído a este mundo por una razón! ¡No desperdiciéis vuestras vidas o desbarataréis todo lo que he forjado! ¡Buscad la ciudad! —Gritó Zifnab, agitando los brazos—. ¡Buscad la ciudad!.

El hechicero echó a correr. El dragón bajó la cabeza como una centella, y sus dientes atraparon la falda de su túnica, enviándolo al suelo. Las manos de Zifnab escarbaron en el musgo en un esfuerzo desesperado por liberarse.

—¡Escapad, estúpidos! —gritó una vez más, y las mandíbulas del dragón se cerraron sobre él.

CAPÍTULO 37

EN ALGÚN LUGAR DE PRYAN

Haplo exploró a placer la ciudad desierta, tomándose tiempo y estudiándola con detenimiento para llevar un informe claro y preciso a su señor. En varios momentos se preguntó qué andarían haciendo los mensch, pero borró la pregunta de su mente por falta de interés. Lo que encontrara —o dejara de encontrar— dentro de las murallas de la ciudad era mucho más importante.

En el interior del recinto amurallado, la ciudad era distinta a su hermana del Nexo. Las diferencias explicaban muchas cosas, aunque dejaban sin respuesta algunas cuestiones.

Al otro lado de la puerta hexagonal se abría una amplia plaza circular pavimentada. Con una mano, Haplo trazó en el aire una serie de runas azules, brillantes, y retrocedió unos pasos para contemplar el efecto. Unas imágenes, recuerdos del pasado conservados en el interior de la piedra, cobraron vida poblando de fantasmas la plaza. De pronto, ésta quedó llena de leves reflejos de personas comprando, negociando o comentando las noticias del día. Caminando entre ellos, Haplo distinguió en algún momento la figura virtuosa, vestida con túnica blanca, de un sartán.

Era día de mercado en la plaza...
Días
de mercado, más bien, pues Haplo era testigo del paso del tiempo, que fluía como un rápido torrente ante sus ojos. No todo era paz y tranquilidad dentro de las blancas murallas. Elfos y humanos se enfrentaban; había derramamientos de sangre en el bazar. Los enanos organizaban tumultos, arrasando tenderetes y destrozando comercios. Los sartán eran demasiado pocos y ni siquiera su magia era suficiente para encontrar un antídoto para el veneno del odio y de los prejuicios raciales.

Y luego aparecieron, caminando entre los mensch, aquellas otras criaturas gigantescas, más altas que muchos edificios, carentes de ojos, mudas, recias y poderosas. Estas criaturas restauraron el orden y protegieron las calles. Con su presencia, los mensch vivían en paz, pero era una paz forzada, débil, infeliz.

Conforme pasaba el tiempo, las imágenes se hacían menos claras. Haplo forzó la vista, pero le fue imposible distinguir lo que sucedía y se dio cuenta de que no era su magia la que fallaba, sino la de los sartán que había mantenido cohesionada la ciudad. La visión menguó, difuminándose y corriéndose como los colores de una acuarela mojada por la lluvia. Finalmente, Haplo no pudo ver nada en la plaza. La explanada estaba vacía; todas las imágenes habían desaparecido.

—Así pues —comentó el patryn al perro, despertándolo; el aburrido animal se había dedicado a dormitar durante la fantasmagórica representación—, los sartán destruyeron nuestro mundo, dividiéndolo en sus cuatro elementos. Trajeron a los mensch a este mundo a través de la Puerta de la Muerte, igual que los llevaron a Ariano. Pero aquí, como en ese otro mundo, los sartán tropezaron con problemas. En Ariano, el mundo del Aire, los continentes flotantes tenían todo lo necesario para la supervivencia de los mensch, menos agua. Los sartán construyeron la gran Tumpa-chumpa con la intención de alinear las islas y bombear hasta ellas el agua obtenida de la tormenta que ruge en la zona inferior.

»Pero algo sucedió. Por alguna razón misteriosa, los sartán renunciaron al proyecto y, al mismo tiempo, abandonaron a los mensch. Cuando llegaron a este mundo, a Pryan, lo consideraron prácticamente inhabitable, desde su punto de vista. Estaba invadido por una jungla lujuriante, carecía de rocas y de metales fáciles de forjar y tenía un sol que brillaba constantemente. Entonces, construyeron estas ciudades y llevaron a los mensch a vivir entre sus murallas protectoras, proporcionándoles incluso, mediante la magia, unos ciclos artificiales de días y noches que les recordaran su lugar de origen.

El perro se lamió las patas, cubiertas del suave polvillo blanco que llenaba la ciudad, y dejó que su amo continuara divagando. De vez en cuando, ladeaba la cabeza para indicar que estaba atento.

—Sin embargo, los mensch no mostraron la debida gratitud.

Haplo lanzó un silbido al perro y se internó en las calles de la ciudad, dejando atrás la plaza y sus espectros.

—Mira, rótulos en la lengua de los elfos. Edificios construidos al estilo élfico: minaretes, arcos, delicadas filigranas. Y, aquí, viviendas humanas: sólidas, robustas, macizas. Construidas para dar una falsa sensación de permanencia a sus breves vidas. Y en alguna parte, probablemente bajo nuestros pies, supongo que encontraríamos las moradas de los enanos, todo pensado para que convivieran en perfecta armonía.

»Por desgracia, los miembros de ese trío no tenían las mismas partituras. Y cada cual cantaba su propia melodía sin prestar oídos a los demás.

Haplo hizo una pausa y miró atentamente a su alrededor.

—Este lugar es muy distinto a la ciudad del Nexo. La ciudad que nos dejaron los sartán (sólo ellos saben por qué) no está dividida. Y los rótulos están en el idioma de nuestros ancestrales enemigos. Es evidente que tenían la intención de volver a ocupar la ciudad del Nexo. Pero ¿por qué? ¿Y por qué construir otra casi idéntica en Pryan? ¿Por qué se fueron los sartán? ¿Y adonde? ¿Qué hizo huir de las ciudades a los mensch? ¿Y qué tienen que ver los titanes con todo esto?.

La cristalina torre central de la ciudad, destellante y tachonada de mil y un reflejos, se alzaba sobre Haplo desde cualquier sitio que mirara. De su interior surgía aquella luz blanca y cegadora, la luz de una estrella. Su fulgor se incrementó cuando el extraño crepúsculo mágico empezó a extenderse lentamente sobre la ciudad.

—Las respuestas tienen que estar aquí —dijo Haplo al perro.

El animal levantó las orejas, emitió un gañido y volvió la cabeza, mirando hacia la puerta. El perro y su amo oyeron el leve murmullo de unas voces —voces de mensch— y el rugido de un dragón.

—Vamos —dijo el patryn, sin apartar un solo instante la mirada de la torre luminosa. El perro titubeó, meneando el rabo. Haplo chasqueó los dedos—. He dicho que vengas.

Con las orejas gachas y la cabeza hundida, el animal obedeció. Los dos continuaron andando por la calle desierta, internándose en el corazón de la ciudad.

Atenazando al hechicero entre los dientes, el dragón volvió a sumergirse bajo el musgo. Arriba, los cuatro testigos aguardaron, paralizados de sorpresa y espanto e incapaces de moverse. Instantes después, les llegó de abajo un grito terrible, como el de alguien a quien estuvieran descuartizando.

Luego, sólo un silencio terrible, siniestro. Paithan se estremeció, como si despertara de alguna pesadilla espantosa.

—¡Corred! ¡Escapad o nosotros seremos los siguientes!.

—¿Hacia dónde? —preguntó Roland.

—¡Por ahí! ¡Hacia donde nos ha dicho el viejo!.

—Puede ser un truco...

—¡Está bien! —Exclamó el elfo—. ¡Espera aquí y pregúntale la dirección al dragón, si lo prefieres!.

Paithan agarró a su hermana, pero Aleatha se resistió a irse.

—¡Padre! —gritó, acuclillándose junto al cadáver que descansaba pacíficamente en el suelo.

—¡Aleatha! ¡Ahora es preciso pensar en los vivos, no en los muertos! —Insistió Paithan—. ¡Mirad! ¡Ahí hay un camino! El viejo tenía razón...

Arrastrando prácticamente a su hermana, Paithan se adentró en la jungla. Roland empezó a seguirlo cuando Rega preguntó de pronto:

—¿Y el enano?.

Roland volvió la vista hacia Drugar. El enano estaba agachado en posición defensiva en el centro del claro. Sus ojos, en sombras bajo las prominentes cejas, no ofrecían el menor indicio de lo que pudiera estar pensando o sintiendo.

—Lo llevamos con nosotros —decidió Roland—. No quiero que siga acechándonos como hasta ahora y no tengo tiempo de matarlo, en este momento. ¡Recoge nuestras armas!.

El sendero, aunque invadido de enredaderas y matas, era ancho y despejado y fácil de seguir. Mientras lo recorrían, pudieron distinguir todavía los tocones de árboles gigantescos que habían sido nivelados para abrir el paso, y las cicatrices, ya recubiertas de corteza, de las enormes ramas taladas para dejar el camino expedito. Cada uno de los caminantes se admiró interiormente de la inmensa fuerza necesaria para derribar árboles tan poderosos, y todos pensaron en los enormes titanes. Ninguno de ellos expresó en voz alta sus temores, pero todos se preguntaron si no estarían huyendo de las fauces de una muerte horrible para caer en brazos de otra peor.

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