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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (53 page)

Rega y Paithan avanzaban tras ellos.

—¿Qué ha sido eso? —jadeó ella, volviendo la cabeza.

—Un pez, creo —respondió Paithan, acercándose a ella rápidamente. La tomó del brazo y Rega alzó la cara con una sonrisa esperanzada.

El elfo tenía una expresión grave, solemne. Le ofrecía protección, nada más. La sonrisa de Rega se desvaneció y los dos continuaron la travesía en silencio, con la mirada fija en las aguas. Por fortuna, la charca no era profunda y apenas cubría por la rodilla en su punto central. Cuando llegaron a la orilla opuesta, Roland salió del agua y depositó a Aleatha en el suelo.

Ya se disponía a continuar la marcha cuando notó un tímido contacto en el brazo.

—Gracias —murmuró Aleatha.

Le había costado decirlo. No porque la palabra fuera difícil de pronunciar en humano, sino porque a la elfa le suponía un esfuerzo encontrar palabras para dirigirse a aquel hombre, que despertaba en ella emociones tan agradables y desconcertantes. Sus ojos estudiaron los labios de dulces líneas de Roland y recordó el beso y el fuego que había encendido en su cuerpo. Se preguntó si sucedería una segunda vez. El humano estaba ahora tan cerca de ella que sólo tenía que moverse un poco más, ni siquiera medio paso, y...

Entonces, la elfa se acordó. Roland la odiaba, la despreciaba. Volvió a oír sus palabras:
Espero que te pudras aquí..., golfa estúpida..., pequeña idiota...
Su beso había sido un insulto, una burla.

El hombre contempló el rostro lechoso vuelto hacia él y lo vio petrificarse en una mueca de desdén. Toda su pasión se convirtió en hielo en sus entrañas. —No me las des, elfa. Al fin y al cabo, ¿qué somos los humanos, sino vuestros esclavos?.

Roland se alejó, adentrándose en la jungla. Aleatha lo siguió. Su hermano y Rega caminaban tras ella, separados y solitarios. Todos ellos se sentían desdichados y decepcionados. Todos ellos, irritados y resentidos, daban vueltas a una misma idea: con sólo que el otro dijera algo, cualquier cosa, el malentendido quedaría aclarado. Y, sin embargo, todos ellos avanzaban decididos a no ser los primeros en hablar.

El silencio entre los cuatro creció hasta convertirse casi en un ser vivo que los acompañaba. Su presencia era tan intensa que, cuando Paithan creyó oír un sonido tras ellos —un sonido como el de unas botas pesadas chapoteando en el agua—, continuó callado, negándose a comentarlo con los demás.

CAPÍTULO 36

EN ALGÚN LUGAR DE PRYAN

Haplo y el perro avanzaron por el camino. El patryn vigiló atentamente las murallas de la ciudad, pero no vio a nadie. Aguzó el oído, pero no captó más sonido que el suspiro del viento entre las peñas, como un cuchicheo. Estaba solo en la ladera requemada por el sol.

El camino lo condujo directamente a una gran puerta metálica en forma de hexágono con inscripciones rúnicas. Era la entrada a la ciudad. Sobre la cabeza de Haplo se alzaban unas altísimas murallas de liso mármol blanco. Diez patryn de su tamaño, subidos uno encima de otro, no habrían bastado para que el último de ellos pudiera asomarse sobre el borde del muro. Tocó éste con una mano. El mármol era finísimo, pulido con gran cuidado. Una araña habría tenido dificultades para subir por él. La puerta de la ciudad estaba sellada. La magia que la protegía, y que resguardaba también la muralla, hizo que a Haplo le escocieran las runas tatuadas en su piel. Los sartán habían tenido el control absoluto. Nadie podría haber entrado en la ciudad sin su permiso y conocimiento.

—¡Ah, de la guardia! —gritó, torciendo el cuello para distinguir algo en lo alto de la muralla.

Le llegó el eco de su propia llamada.

El perro, alarmado por el sonido fantasmal del eco de su amo, echó atrás la cabeza y emitió un aullido. El quejumbroso ladrido resonó en el mármol, desconcertando al propio Haplo, que posó una mano tranquilizadora en la testuz del animal. Cuando los ecos se apagaron, prestó atención, pero no oyó nada más.

Tras esto, le quedaron pocas dudas. La ciudad estaba vacía, abandonada.

Haplo pensó en aquel mundo donde el sol brillaba constantemente y en el impacto que un lugar así tendría en una gente acostumbrada a unos períodos regulares de noches y días. Pensó en los elfos y los humanos, colgados de los árboles como pájaros, y en los enanos, que se enterraban en madrigueras bajo el musgo, como desesperada evocación de sus hogares subterráneos. Y pensó en los titanes y su búsqueda, patética y horrible.

Volvió a contemplar las murallas lisas y relucientes y apoyó la mano en el mármol. Bajo el fulgor del sol, la piedra resultaba extrañamente fría. Fría, dura e impenetrable como el pasado para quienes habían sido expulsados del paraíso. El patryn no terminaba de entenderlo todo. La luz, por ejemplo. Era algo parecido a la Tumpa-chumpa de Ariano. ¿Cuál era su objetivo? ¿Por qué estaba allí? En el mundo del Aire había podido resolver el misterio... o, más bien, se lo habían resuelto. Ahora, se sintió capaz de desentrañar el misterio de las estrellas de Pryan. Al fin y al cabo, se disponía a entrar en una de ellas.

Estudió de nuevo la puerta hexagonal y reconoció la estructura de runas grabada en su reluciente superficie de plata. Faltaba una runa. Si se invocaba aquel signo mágico, la puerta se abriría. Era una muestra de magia sartán bastante elemental, de elaboración sencilla. No se habían roto la cabeza diseñándola, pero ¿por qué iban a hacer otra cosa? Al fin y al cabo, nadie salvo los sartán conocía la magia de las runas.

Bien, casi nadie.

Haplo pasó la mano arriba y abajo por la lisa superficie de la muralla. El conocía la magia de los sartán y podría haberla utilizado para abrir la puerta, pero prefirió no hacerlo. Utilizar las estructuras rúnicas de sus enemigos lo haría sentir torpe e inepto, como un niño trazando signos mágicos en el polvo del suelo. Además, le causaría una gran satisfacción abrirse paso en aquel muro supuestamente impenetrable empleando su propia magia. La de los patryn, enemigos acérrimos de los sartán.

Haplo levantó las manos, puso los dedos sobre el mármol y empezó a recorrer los signos grabados en la piedra. —¡Silencio!.

—¡Pero si no estaba diciendo nada!.

—No, no. Quiero decir que no hagáis ruido. Me parece que he oído algo.

Los cuatro expedicionarios se quedaron inmóviles, absolutamente quietos, conteniendo incluso la respiración. También la jungla parecía paralizada. No corría la menor brisa que moviera las hojas, no se oía a ningún animal escabullándose y no llegaba hasta ellos ningún trino de pájaro. Al principio, no distinguieron nada. El silencio era tan pesado y opresivo como el calor. Las sombras de los gruesos árboles se cerraban en torno a ellos y más de uno en el grupo se estremeció, secándose un sudor frío de la frente.

Y entonces oyeron una voz.

—Así que le dije a George: «George, la tercera película era una birria. Cositas peludas inteligentes... Quienes aún conservamos un poco de sentido común hemos sentido un deseo irrefrenable de cogerlas y disecarlas...»

—Aguarda —respondió otra voz, débil y tímida—. ¿No has oído algo? —Añadió, con creciente excitación—. Sí, creo que lo oigo. ¡Es ella! ¡Por fin viene a mí!.

—¡Padre! —exclamó Aleatha, y se lanzó a la carrera por el sendero. Los demás, con las armas desenvainadas y prestas, siguieron a la elfa hasta salir a un claro. Una vez en él, se detuvieron desconcertados y se sintieron bastante estúpidos al descubrir que el viejo hechicero humano y el desquiciado elfo eran lo más peligroso que podían encontrar allí.

—¡Padre! —repitió Aleatha mientras corría hacia Lenthan. Sin embargo, para su sorpresa, el hechicero se interpuso en su camino.

Zifnab se había levantado de su asiento en el árbol y se había plantado ante el grupo con expresión grave y solemne. Detrás del hechicero, Lenthan Quindiniar estaba de pie con los brazos abiertos y el rostro iluminado por un fulgor que no pro- cedía del cuerpo sino del alma.

—¡Mi querida Elithenia! —Exclamó, avanzando un paso—. Qué encantadora estás. ¡Justo como te recordaba!.

Los cuatro siguieron la dirección de su mirada sin ver otra cosa que sombras densas y cambiantes.

—¿Con quién habla? —preguntó Roland en un murmullo asombrado. Paithan movió la cabeza con los ojos llenos de lágrimas. Rega se acercó furtivamente al elfo, tomó la mano de éste entre las suyas y la estrechó con fuerza.

—¡Déjame pasar! —gritó Aleatha, colérica—. ¡Padre me necesita!.

Zifnab alargó el brazo y sujetó a la muchacha con una firmeza impensada en un hombrecillo de aspecto tan viejo y frágil.

—No, querida. Ya no.

Aleatha lo miró sin decir palabra; luego, observó a su padre. Lenthan seguía con los brazos abiertos, extendidos al frente, como si tratara de asir las manos de algún ser querido que se acercara.

—Han sido los cohetes, Elithenia —declaró el elfo con tímido orgullo—. Hemos viajado hasta aquí gracias a mis cohetes. Sabía que te encontraría aquí, estaba seguro de ello. Allí abajo, levantaba los ojos hacia el cielo y te veía brillando sobre mí, inmutable, pura y radiante.

—Padre... —susurró Aleatha.

Lenthan no la oía, no se daba cuenta de su presencia. Sus manos se cerraron, asiendo el aire convulsivamente. Una expresión de alegría bañó su rostro y unas lágrimas de placer corrieron por sus mejillas. Por último, cerró los brazos estrechando contra su pecho una figura invisible y se derrumbó sobre el musgo.

Aleatha apartó a Zifnab, corrió hasta su padre, se arrodilló junto a él y le incorporó el pecho.

—Lo siento, padre —murmuró entre sollozos—. ¡Lo siento! ¡Debería haberme ocupado de ti!.

Lenthan le dirigió una sonrisa.

—Mis cohetes...

Se le cerraron los ojos, suspiró y se relajó en brazos de su hija. Al resto de los presentes les dio la impresión de que el elfo se había sumido en un sueño reparador.

—¡Padre! ¡Por favor! Yo también me sentía sola. Yo no sabía... ¡No lo sabía, padre! ¡Pero ahora estaremos juntos, nos tendremos el uno al otro!.

Con suavidad, Paithan se apartó de Rega, hincó la rodilla, alzó la cabeza fláccida de Lenthan y colocó sus dedos en la cara interna de la muñeca de éste. Después, dejó caer la mano. Pasando el brazo en torno a los hombros de su hermana, la apretó contra sí.

—Es demasiado tarde. Ya no puede oírte, Thea. —El elfo forzó a la muchacha a retirar los brazos del cuerpo de su padre y depositó con suavidad el cadáver sobre el musgo—. Pobre hombre. Loco hasta el final.

—¿Loco? —Zifnab lanzó una mirada furiosa al elfo—. ¿Qué quiere decir loco? Ha conseguido encontrar a su esposa en la estrellas, tal como le había prometido. ¡Por eso lo traje aquí!.

—No sé quién está más chiflado... —murmuró Paithan.

Aleatha no apartó la mirada de su padre. Había dejado de llorar de repente, bruscamente, con un profundo y tembloroso jadeo. Después de pasarse las manos por los ojos y la nariz para enjugarse las lágrimas, se puso en pie.

—No importa. Míralo. Ahora es feliz. Padre nunca fue feliz, hasta ahora. Ninguno de nosotros lo ha sido. —Su voz se hizo amarga—. Deberíamos habernos quedado y morir...

—Me alegro de que os sintáis así —la interrumpió una voz ronca—. Eso os hará más fácil morir ahora.

Drugar apareció al final del sendero, sujetando enérgicamente a Rega por el brazo con su mano izquierda. En la diestra, el enano empuñaba su daga, cuya punta amenazaba hundir en el vientre de la humana.

—¡Maldito! Suéltala o... —Roland dio un paso al frente.

El enano hundió un poco más de la punta de la daga, dejando una siniestra marca en las ropas de cuero blando de Rega.

—¿Habéis visto alguna vez a alguien con una herida en el vientre? —Drugar miró al grupo con una mueca de odio—. Es una muerte lenta y dolorosa. Sobre todo aquí, en la jungla, con tantos insectos y animales...

Rega soltó un gemido, temblando bajo la mano de su captor.

—Está bien. —Paithan levantó las manos—. ¿Qué quieres?.

—Dejad las armas en el suelo.

Roland y el elfo obedecieron la orden, arrojando el raztar y la afilada espada de madera a los pies de Drugar. El enano las arrastró hacia sí con una de sus gruesas botas y, de un puntapié, las envió detrás de la posición que ocupaba en el camino.

—Y tú, viejo, nada de magia —gruñó a continuación.

—¿Yo? ¡Ni soñarlo! —respondió Zifnab con tono sumiso.

El suelo vibró ligeramente bajo sus pies y una mueca de preocupación cruzó el rostro del anciano hechicero—. ¡Oh, vaya! Yo... supongo que ninguno de vosotros ha... ha visto a mi dragón, ¿verdad?.

—¡Cállate! —masculló Drugar, y penetró en el claro arrastrando a Rega a su lado. El enano mantuvo la daga apretada contra ella y la mirada pendiente de cualquier movimiento—. Poneos allí —señaló un árbol con un gesto—. Todos. ¡Hacedlo enseguida!.

Roland, con las manos en alto, retrocedió hasta topar con el tronco. Aleatha se encontró apretada contra el vigoroso cuerpo del humano. Roland se adelantó un paso, interponiendo su cuerpo entre la elfa y Drugar. Paithan se unió a él, protegiendo también a su hermana.

Zifnab bajó la vista al suelo y movió la cabeza mientras seguía murmurando:

—¡Oh, vaya! ¡Señor, señor!.

—¡Tú también, viejo! —gritó Drugar.

—¿Qué? —El hechicero alzó la cabeza y parpadeó—. Por cierto, ¿me permites que diga una cosa? —Zifnab avanzó unos pasos, con la cabeza inclinada hacia adelante en gesto de confidencialidad—. Creo que tenemos un buen problema. Es el dragón...

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