Pero eso no era nada comparado con los apuros que pasaba Publio Rutilio Lupo al este de Roma. Se iniciaron al llegar Cayo Perperna con una legión de reclutas bisoños en lugar de dos legiones de veteranos, durante aquel febrero intercalado, y a partir de ahí las cosas fueron de mal en peor. Mientras Mario se dedicaba a enrolar y armar tropas y Cepio hacía lo propio, Lupo se entregaba a una batalla por escrito con el Senado de Roma. Había focos de insurrección entre sus propias tropas e incluso entre las filas de sus legados, decía Lupo enfurecido, inquiriendo qué pensaba hacer el Senado. ¿Cómo iba a poder dirigir una guerra cuando sus propios hombres se enfrentaban a él? ¿Quería o no quería Roma que se protegiera Alba Fucentia? ¿Y cómo iba a poder hacerlo si no contaba con legionarios curtidos? ¿Cuándo se iba a hacer algo para retirar a Pompeyo Estrabón? ¿Cuándo iba a tomarse la iniciativa de encausar a Pompeyo Estrabón por traición? ¿Cuándo iba el Senado a devolverle las dos legiones veteranas que se había quedado Pompeyo Estrabón? ¿Y cuándo se le iba a librar de aquel insoportable insecto, Cayo Mario?
Lupo y Mario estaban acampados en la Via Valeria, en las afueras de Carseoli, muy bien fortificados, gracias a Mario que tomó la iniciativa de hacer trabajar a los reclutas. «Para que endurezcan los músculos», contestó inocentemente cuando Lupo se quejó de que la tropa cavaba trincheras en lugar de hacer instrucción. Cepio estaba en retaguardia, también sobre la Via Valeria, en las afueras de Varia. En cierto aspecto, Lupo tenía razón, porque nadie hacía caso de los demás. Cepio se mantenía muy alejado de Carseoli y su general, alegando que no podía soportar el enrarecido ambiente de la tienda de mando. Y Mario —que alimentaba la justa idea de que el general entraría en combate contra los marsos en cuanto dispusiese de suficientes tropas— no dejaba de quejarse. Las tropas no tenían ninguna experiencia, decía, y necesitarían cien días completos de entrenamiento antes de poder entrar en combate; gran parte del equipo era deficiente y, por lo tanto, era mejor que Lupo aguardase y aceptase la situación en lugar de obcecarse con Pompeyo Estrabón y las dos hurtadas legiones.
Pero si Lucio César era un indeciso, Lupo era un incompetente absoluto. Su experiencia militar era mínima y pertenecía a la escuela de generales de salón que pensaban que en cuanto el enemigo avistaba una legión romana, ya había acabado el combate… en favor de Roma. Además, despreciaba a los itálicos y los consideraba poco menos que bellacos campestres. No estaba dispuesto a dar un paso hasta que Mario hubiese reunido y armado cuatro legiones. De todos modos, hacía todos esos cálculos sin contar con Mario. Mario se aferraba tercamente a su tesis: que los soldados no podían entrar en combate hasta estar debidamente entrenados, y en cierta ocasión en que Lupo le ordenó marchar sobre Alba Fucentia, se negó rotundamente. Y al negarse Mario, se negaron los legados subordinados.
Y Lupo siguió enviando cartas a Roma, acusando a los legados de motín más que de insubordinación. Al final de todo estaba Cayo Mario. Siempre Cayo Mario.
En estas circunstancias, Lupo no se puso en marcha hasta fines de mayo, a raíz de un consejo que convocó, ordenando a Cayo Perperna tomar la legión de reclutas formada en Capua con la mejor legión que hubiese y avanzar por el paso oeste a lo largo de la Via Valeria hacia territorio marso. El objetivo era Alba Fucentia, para aliviar la presión si los marsos la habían rodeado o guarnecerla contra un posible ataque. De nuevo Mario planteó objeciones, pero esta vez no le valió de nada. Los reclutas, decía con razón Lupo, ya habían hecho el período de instrucción. Así, Perperna y las dos legiones efectuaron el avance por la Via Valeria.
El paso oeste era un desfiladero rocoso a mil cuatrocientos metros, donde aún no se habían fundido del todo las nieves invernales. Las tropas murmuraban, quejándose del frío, y Perperna no supo disponer suficientes vigías en los puntos elevados, más preocupado por tenerlos a todos contentos en lugar de conservarlos vivos. Publio Presenteio atacó a la columna justo en el momento en que se hallaba completa dentro de la garganta, a la cabeza de cuatro legiones de pelignos hambrientos de victoria. Y obtuvieron una victoria tan completa como fácil. Los cadáveres de cuatro mil soldados de Perperna quedaron en el paso, y Presenteio se hizo con sus armas y corazas; además de apoderarse del armamento de los seis mil supervivientes, que éstos abandonaron para huir más de prisa. El propio Perperna fue de los que más corrieron.
En Carseoli, Lupo degradó a Perperna y lo envió humillado a Roma.
—Es una estupidez, Lupo —dijo Mario, que hacía tiempo que había dejado de dar al general el trato de cortesía llamándole Publio Rutilio, pues le molestaba dar ese nombre tan querido a alguien tan indigno de él—. A Perperna no se le puede echar la culpa; es un aficionado. La culpa es tuya y de nadie más. Ya te avisé de que la tropa no estaba preparada; habría debido mandarles a alguien que entendiera de tropas inmaduras: yo.
—¡Tú, ocúpate de tus asuntos! —espetó Lupo—. ¡Y procura no olvidar que tu principal asunto es decirme sí a mí!
—Lupo, no te diría sí ni aunque me enseñaras el culo —replicó Mario, con el abrumador ceño sobre la nariz y aspecto fiero—. ¡Eres un idiota y un inepto de campeonato!
—¡Te enviaré a Roma! —gritó Lupo.
—Envía a tu abuela a dar un paseo por la carretera —dijo Mario con desprecio—. ¡Han muerto cuatro mil hombres que habrían podido llegar a ser buenos soldados y tenemos seis mil supervivientes desnudos que merecerían ser azotados! ¡No se lo reproches a Cayo Perperna, tuya es la culpa! —añadió moviendo la cabeza y dándose una palmada en la fláccida mejilla izquierda—. ¡Ah, es como si hubiésemos retrocedido veinte años! ¡Estás haciendo lo mismo que aquel resto de imbéciles senatoriales: matar a los hombres!
Lupo se puso en pie, muy estirado, sin que por ello resultase muy impresionante.
—No sólo soy el cónsul, sino el comandante en jefe en este frente —dijo altivo—. Me permito recordarte que dentro de ocho días exactos serán las calendas de junio, y tú y yo partiremos hacia el norte, a Nersae, y entraremos en territorio marso por el norte. Lo haremos con dos columnas de dos legiones cada una, cruzando separadamente el Velinus. Sólo hay dos puentes de aquí a Reate y ninguno de los dos permite el paso de tropa en filas de ocho en fondo; por eso iremos en dos columnas, pues si no tardaríamos mucho en cruzarlo. Yo cruzaré por el puente más próximo a Carseoli y tú el más próximo a Cliterna. Nos reuniremos en Himella, más allá de Nersae, y entraremos en la Via Valeria cerca de Antinum. ¿Entendido, Mario?
—Entendido —contestó Mario—. Es una estupidez, pero entendido. De lo que no te das cuenta, Lupo, es de que es muy probable que haya legiones itálicas al oeste del territorio marso.
—No hay legiones itálicas al oeste del territorio marso —dijo Lupo—. Los pelignos que tendieron la emboscada a Perperna han regresado al este.
—Como quieras —replicó Mario, encogiéndose de hombros—. Luego no digas que no te avisé.
Salieron ocho días más tarde, encabezando la marcha Lupo con sus dos legiones, seguido por Mario hasta el punto en que debían proseguir por separado, quedándole a Lupo menos distancia hasta el puente por el que tenía que cruzar el rápido y gélido Velinus, crecido con el deshielo. Nada más perderse de vista la columna de Lupo, Mario condujo a sus tropas a un bosque cercano y ordenó acampar sin encender fuegos.
—Vamos a seguir el curso del Velinus hasta Reate, en cuya orilla opuesta hay montañas imponentes —dijo a su legado mayor, Aulo Plaño—. Si yo fuese un itálico astuto decidido a derrotar a los romanos dispondría a mis mejores vigías en la cresta de esas alturas para otear cualquier movimiento de tropas en esta orilla. Los itálicos deben saber que Lupo se ha pasado meses sentado en Carseoli, por lo tanto es de suponer que esperen que se mueva y se hallen a la expectativa. El primer intento de avance lo aniquilaron, así que estarán aguardando el siguiente, fijate lo que te digo. Así que nosotros nos vamos a quedar en este frondoso bosque hasta que anochezca y luego proseguiremos la marcha lo mejor que podamos hasta que amanezca y nos esconderemos en otro bosque espeso. No pienso exponer a mis tropas hasta que pasen ese puente a paso ligero.
Plotio era joven, desde luego, pero con suficiente experiencia por haber servido de tribuno menor contra los cimbros en la Galia itálica a las órdenes de Catulo César, pero, como todos los que sirvieron en aquella campaña, sabia de quién era el verdadero mérito. Y conforme escuchaba a Mario, sintió enorme alegría de tener la suerte de haber sido destinado a la columna de Mario en vez de a la de Lupo. Antes de salir de Carseoli había estado tomando el pelo al legado de Lupo, Marco Valerio Mesala, que también deseaba haber emprendido la marcha con Mario.
Cayo Mario alcanzó el puente el duodécimo día de junio, después de avanzar muy lentamente porque las noches eran sin luna y era un terreno sin carreteras, salvo una pista serpenteante que había preferido no seguir. Lo había dispuesto todo minuciosamente, y para tener absoluta seguridad de que las cumbres estaban sin vigías, había mandado explorarlas. Las dos legiones avanzaban con buen ánimo y decididas a hacer lo que él ordenase, y eso que eran la misma clase de hombres que habían cruzado con Perperna el paso oeste quejándose del frío y descontentos, gente de los mismos pueblos y regiones. Pero ahora eran soldados con confianza y bien predispuestos a lo que fuera, incluido el combate, y obedecieron las órdenes al pie de la letra cuando se inició el cruce del puente. Será porque son soldados de Mario, pensó Aulio Plotio, aunque eso signifique que son mulas de Mario. Como siempre, Mario avanzaba con transportes ligeros, mientras que Lupo se había empeñado en hacerlo con un buen convoy de pertrechos.
Plotio bajó hasta el lecho de la corriente, a la izquierda del puente, para buscar un lugar adecuado desde donde observar el paso de las tropas. El río iba crecido y rugía, pero, como deliberadamente había elegido un pequeño promontorio que se adentraba en la Corriente, a su derecha quedaba un remanso lleno de remolinos y cadáveres. En un primer momento los miró de soslayo, sin fijarse, pero luego llamaron su atención y se quedó horrorizado. ¡Cadáveres de soldados! ¡Y dos o tres docenas! A juzgar por las plumas de los cascos, eran romanos.
Se llegó a todo correr en busca de Mario, quien nada más ver la escena comprendió.
—Lupo —dijo muy serio—. Le han presentado batalla en la orilla opuesta del puente que tenía que cruzar. Ven, ayúdame.
Plotio descendió hasta el borde del agua detrás de Mario y le ayudó a sacar uno de los cadáveres; Mario le dio la vuelta y observó aquel rostro de aterrada expresión, blanco como la cera.
—Fue ayer —dijo, soltando el cadáver—. Me gustaría detenerme y enterrar a estos desgraciados, Aulo Plotio, pero no hay tiempo. Reúne a las tropas en la otra orilla en orden de combate. Yo las arengaré. ¡Date prisa! Creo que los itálicos no saben que estamos aquí, así que tenemos una mínima posibilidad de resarcirnos de esto.
Publio Vetio Escato, con dos legiones de marsos, había partido de las cercanías de Aesernia un mes antes, para dirigirse a Alba Fucentia, donde se encontró con Quinto Popedio Silo que asediaba la ciudad, de derechos latinos, muy fortificada y decidida a resistir. Silo había optado por permanecer en territorio marso para presionar al máximo a los romanos, pero por sus servicios de espionaje sabía que los romanos estaban entrenando tropas en Carseoli y Varia.
—Ve a echar un vistazo —dijo a Escato.
Al encontrarse con Presenteio y sus pelignos cerca de Antinum, recibió un detallado informe sobre la derrota de Perperna en el paso occidental; Presenteio seguía hacia el este para entregar el botín de armamento y aprovecharlo en la campaña de reclutamiento de los pelignos. Escato se dirigió al Oeste e hizo exactamente lo que Mario había previsto que haría un itálico astuto: dispuso buenos vigías en las cumbres en la orilla este del Velinus, y, mientras tanto, construyó un campamento en esa orilla a medio camino entre los dos puentes, y, cuando estaba pensando que debía internarse más hacia Carseoli, un mensajero llegó con la noticia de que un ejército romano cruzaba el puente situado más al sur.
Con increíble placer, el propio Escato observó cómo Lupo pasaba sus tropas de una orilla a otra, cometiendo todos los errores posibles, pues consintió en que rompieran filas antes de cruzarlo y las dejó sin formar una vez llegadas a la otra orilla. Para Lupo lo único que contaba era el convoy de pertrechos; estaba en el puente, vestido sólo con una túnica, cuando Escato cayó con sus marsos sobre las legiones. En el campo quedaron ocho mil soldados romanos, incluido Publio Rutilio Lupo y su legado, Marco Valerio Mesala. Lograrían escapar unos dos mil, arrastrando los carros fuera del puente y despojándose de mallas, cascos y espadas para echar a correr hacia Carseoli. Era el undécimo día de junio.
La batalla, si así podía llamarse, se produjo a finales de la tarde. Escato decidió permanecer sobre el terreno en vez de hacer que sus tropas regresaran al campamento. Al amanecer del día siguiente comenzarían a despojar a los cadáveres, amontonándolos una vez desnudos para quemarlos, y arrastrando a la otra orilla los carros abandonados. Sin duda estarían cargados de trigo y otros víveres. Y les servirían para transportar el armamento capturado. ¡Una magnífica jugada! ¡Derrotar a los romanos, pensó Escato complacido, era tan fácil como dar azotes a un niño! ¡Ni siquiera sabían cómo protegerse maniobrando en terreno enemigo! Eso sí que era raro. ¿Cómo se las habrían arreglado para conquistar medio mundo y mantenerlo subyugado?