Dalmática es una hermosa mujer. ¡Cómo me encandiló la primera vez, cuando me presentaba a las elecciones de pretor! ¿Recuerdas? Es sorprendente pensar que ya han pasado diez años. Paso de los cincuenta años, Publio Rutilio, y me parece que estoy tan lejos de ser cónsul como cuando vivía en el Subura. Uno se inclina a preguntarse qué es lo que le haría Escauro por aquellas tonterías de hace nueve años. Pero ella lo oculta bien. Lo único que salió de su boca cuando nos encontramos en el comedor fue un frío ave y una tímida sonrisa. No me miró a los ojos. Y no se lo reprocho. Supongo que pensaría que Escauro consideraría reprochable su actitud y obró en consecuencia. Desde luego, él nada habría podido reprocharle, porque desde que se sentó en la silla de espaldas a mí no se volvió en toda la cena. Todo lo contrario de nuestra querida y apreciada Aurelia, que nos mareó con sus giros y movimientos. Si, vuelve a ser feliz porque Cayo Julio va a salir en breve de viaje para una misión. Acompaña a su hermano Sexto Julio a reunir caballería para Roma en Africa y en la Galia.
No pretendo ser malévolo, aunque ésa sea mi reputación, y bien merecida que la tengo. Los dos la conocemos muy bien y nada puedo decirte de ella que sea una sorpresa para ti. Ella y su esposo se aman profundamente, pero no es un amor feliz y cómodo. El le corta el vuelo y ella lo sufre; por eso, al saber que va a estar fuera de Roma unos cuantos meses, la otra noche era todo animación, risas y se la veía muy distinta a la persona prosaica que suele ser, Y Cayo Julio, que estaba a mi lado en la camilla, lo notó perfectamente. Ya sabes, Publio Rutilio, que cuando Aurelia está animada, contagia su buen humor a todos. Helena de Troya no le habría llegado a la suela del zapato. ¡Imagínate, si puedes, al príncipe del Senado haciendo el tonto como un adolescente! Y no digamos Escévola; y hasta Cayo Mario. No es que las demás mujeres no llamasen la atención, pues algunas estaban radiantes, pero ni siquiera Julia o Dalmática podían hacerle sombra, detalle que Cayo Julio captó claramente.
Sin embargo, fue una cena extraña. Es como si te oyera decir: ¿Y por qué se celebró? No estoy seguro, aunque me dio la impresión de que Cayo Mario había tenido algún presentimiento. Como si los que estábamos reunidos no fuésemos a volver a vernos en iguales circunstancias. Habló de ti apesadumbrado, diciendo cuánto te echaba de menos. Y habló también con tristeza de si mismo. Y de Escauro. Y —¡cosa que me turbó!— del joven Mario. En cuanto a mi, me vi objeto de su más profunda pena. Aunque nos hemos apartado progresivamente desde la muerte de Julilla, es algo que no entiendo en él. Estamos ante lo que promete ser una guerra muy difícil de ganar, lo que significa, creo yo, que Cayo Mario y yo tendremos que trabajar juntos con la misma unión con que solíamos hacerlo; por lo que la única conclusión a que puedo llegar es que teme por sí mismo. Teme no sobrevivir a la guerra. Teme que sin su potente presencia para apoyarnos, todos padeceremos.
Fiel a mi compromiso con Escauro, no te hablaré de la guerra que se avecina. Sin embargo, tengo un retazo que ofrecerte que Escauro desconoce. El otro día vino a visitarme Lucio Calpurnio Pisón Cesonino, a quien han encomendado organizar el armamento y aprovisionamiento de las nuevas legiones. ¿No está casado con tu hija? Sí, cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que sí. Bueno, me contó una curiosa historia. Es una lástima que los Apeninos nos aíslen de tal modo de la Galia itálica, sobre todo de la parte adriática. Ya era hora de que organizásemos la Galia itálica como una auténtica provincia y enviásemos un gobernador en toda regla, más otro gobernador a la Galia Transalpina. Para esta guerra hemos nombrado un solo gobernador para las dos Galias, pero con sede en la itálica, el pretor Cayo Celio Caldo. Quinto Sertorio es su cuestor; un nombramiento muy acertado. Es asombroso cómo los Marios llevan lo militar en la sangre; estoy convencido, porque Sertorio es un Mario por parte de madre. Y sabino, por ende.
Pero estoy alejándome de lo que te decía. Pisón Cesonino hizo un viaje rápido al norte para encargar corazas y armas y se dirigió a las localidades habituales, Populonia y Pisae. Allí oyó hablar de nuevas ciudades con talleres de fundición al este de la Galia itálica, dirigidas por una empresa de Placentia. Y a Placentia se encaminó, ¡pero no pudo averiguar nada! Sí, localizó la empresa, pero no soltaron prenda. Entonces se dirigió al este, a Patavium y Aquileia, donde descubrió que en la región existe toda una nueva industria; y, además, se enteró de que en todas esas ciudades con fundiciones han estado fabricando armas y corazas para los aliados itálicos con un contrato de exclusiva… ¡hace casi diez años! Cesonino piensa que no hay trampa ni cartón: a los herreros les ofrecieron un contrato exclusivo, les pagaban religiosamente y sirvieron los encargos. Aunque los talleres son de propiedad particular, las ciudades son de un propietario único que es dueño de todo menos de los talleres. Un dueño que, según los indígenas, es senador de Roma. Y para enturbiar más el asunto, parece ser que los herreros están convencidos de haber estado fabricando armamento para Roma y que el que les firmó los contratos era un praefectus fabrum romano. Ante la insistencia de Pisón Cesonino para que le dijeran cómo era el misterioso contratista, le describieron un individuo que no puede ser más que Quinto Popedio Silo de los marsos.
Yo me pregunto cómo habrá sabido Silo a dónde dirigirse para hacer los encargos, cuando en Roma nada se sabía de esta industria del hierro. Y se me ha ocurrido una curiosa explicación, aunque sospecho que será difícil probarla. Por eso no se la mencioné a Pisón Cesonino. Quinto Servilio Cepio vivió en casa de Marco Livio Druso durante años, al quedarse solo cuando su mujer se fue con Marco Catón Saloniano. Bien, cuando yo comenzaba a dar los primeros pasos para la candidatura al pretorado, Cepio emprendió un largo viaje. Tú me has repetido en cartas anteriores que el oro de Tolosa ya no está en Esmirna, que Cepio se presentó allí durante este viaje lejos de Roma y se lo llevó, con gran dolor de las bancas de la localidad. Silo, pues, iba con frecuencia a aquella casa y tenía mucha más amistad con Druso que éste con Cepio. ¿Y si se hubiese enterado de que Cepio iba a invertir parte de su fortuna en esas fundiciones del este de la Galia itálica? En ese caso, Silo habría podido anticiparse a Roma para firmar contratos en exclusiva y obtener corazas y armas para su pueblo sin necesidad de que los fabricantes fuesen a buscar negocio.
Para mí que Cepio es el senador romano dueño de todo, y que esa empresa con sede en Placentia es suya. Pero dudo que pueda probarlo, Publio Rutilio. En cualquier caso, Pisón Cesonino presionó a los fabricantes de la región y ya no harán más corazas ni armas para los itálicos. Las harán para nosotros.
Roma se apresta para la guerra, pero hay un ambiente extraño en los preparativos, dado el enemigo al que hemos de enfrentarnos. A nadie le agrada tener que combatir en Italia, y sospecho que al enemigo tampoco. Podría habernos atacado hace tres meses, a juzgar por los informes de espionaje de que dispongo. Ah, se me había olvidado comentarte que estoy muy ocupado montando una red de espionaje. Al menos te prometo que nuestra información sobre sus movimientos será muy superior a la suya respecto a los nuestros.
Por cierto, esta parte de mi carta es algo posterior a la fecha con que la encabecé, porque el correo de Escauro no partió.
De momento tenemos aseguradas Etruria y Umbría. Oh, hay rumores, pero no alcanzarán suficiente importancia para que se produzca la secesión; gracias, en gran medida, al sistema económico de los latifundia. Cayo Mario va de un lado a otro reclutando tropas y apaciguando ánimos; para dar a Cepio su merecido, se ha movido mucho en Umbría.
Los padres conscriptos pusieron el grito en el cielo cuando mis servicios de espionaje revelaron que los itálicos tienen ya en pie de guerra y bien entrenadas veinte legiones. Y como tenía pruebas demostrativas, tuvieron que creerlo. ¡Y aquí nos tienes a nosotros con seis legiones! Afortunadamente tenemos corazas y armas para diez legiones más por lo menos, gracias a los ahorrativos individuos que despachamos a los campos de batalla a recoger las de los cadáveres propios y enemigos, aparte de los prisioneros. Lo tenemos almacenado en Capua en innumerables cobertizos. Lo que no sabemos es cómo vamos a reclutar e instruir tropas en el poco tiempo que nos queda.
Te diré que la Cámara resolvió a fines de febrero hacer un ejemplo en Asculum Picentum al estilo de Numancia. Así que tendremos un frente norte y un frente central. El mando del frente norte lo posee Pompeyo Estrabón, y a él se le encomendó el objetivo de Asculum Picentum, dándole órdenes para que atacase en mayo. Seguimos a principios de primavera, pero al menos este año nuestro dilatorio pontífice máximo ha intercalado veinte días de más a últimos de febrero, por eso la fecha de esta última parte de mi carta es de marzo. Por cierto, ahora escribo en solitario porque Escauro dice que no tiene tiempo. ¡Como si yo lo tuviera! No, Publio Rutilio, no pienses que es un sacrificio. Muchas veces en el pasado tú has cambiado mi vida cuando estaba lejos de Roma. No hago más que corresponder como te mereces.
Lupo es la clase de comandante que no hace nada que le parezca que rebaje su dignidad. Por eso, cuando se acordó que él y Lucio César se repartiesen las cuatro legiones veteranas de Tito Didio y que ambos se hicieran cargo de una legión bisoña, no se vio con ánimos de abandonar Carseoli (donde ha establecido su cuartel general para la campaña del frente central) para tomarse la molestia de ir a Capua a hacerse cargo de la tropa y envió en su lugar a Pompeyo Estrabón. No le gusta Pompeyo Estrabón. Desde luego, ¿hay alguien que le guste?
¡Pero Pompeyo Estrabón se la guardó! Después de hacerse cargo de las dos legiones veteranas y la otra bisoña en Capua, se dirigió a Roma, cuando Lupo le había ordenado llevar la legión bisoña al norte hasta Picenum y entregarle a él las otras dos en Carseoli. Escauro ha estado una semana entera riendo por lo que hizo, que fue poner la legión nueva al mando de Cayo Perperna y enviársela a Lupo a Carseoli, mientras él regresaba a toda prisa con las otras dos por la Via Flaminia. Y no sólo eso, sino que cuando Catulo César llegó a Capua para asumir el mando de la plaza, vio que Pompeyo Estrabón había hecho una incursión en los almacenes de corazas y armas, haciendo acopio de armamento para cuatro legiones. Escauro aún no ha parado de reír. A mi no me hace ninguna gracia, de todos modos. Porque, ¿qué podemos hacer ahora? ¡Nada! Pompeyo Estrabón está a la expectativa. Tiene mucho de galo, ¿no te parece divertido?
Cuando Lupo se dio cuenta de cómo le había tomado el pelo, exigió a Lucio César la entrega de una de sus legiones veteranas. Naturalmente, Lucio César se negó, diciendo más o menos que si Lupo era incapaz de controlar a sus legados, más le valía acudir llorando a contárselo al primer cónsul. Lamentablemente, Lupo lo ha cargado a las espaldas de Mario y de Cepio, obligándolos a reclutar y entrenar tropas con renovada energía. Mientras, él permanece en Carseoli enfurruñado.
Celio y Sertorio mueven montañas en la Galia itálica para enviar armas, corazas y tropas, y hasta los más pequeños talleres y fundiciones del territorio romano en todo el mundo se entregan febrilmente al trabajo. Así que supongo que no importa mucho que la red de ciudades de Cepio hayan estado aprovisionando a los itálicos estos últimos años. Nosotros tampoco habríamos podido darles trabajo. Ahora ya trabajan para nosotros y no podemos quejarnos.
Antes de mayo tenemos que tener seis legiones en orden de combate. Es decir, tenemos que organizar diez legiones que ahora no tenemos. ¡Ya lo haremos! Si hay algo en lo que Roma destaca es en hacer lo que sea preciso cuando tiene factores en contra. Llegan voluntarios de todas clases y de todas partes, y los ciudadanos con derechos latinos son incondicionales nuestros. Debido a las prisas no hemos podido separar los reclutas latinos de los romanos, por lo que involuntariamente se ha creado cierta hegemonía. Lo que quiero decir es que en esta guerra no habrá legiones auxiliares. Todas llevan la denominación de romanas con su número correspondiente.
Lucio Julio César y yo salimos para Campania a principios de abril, dentro de una semana. Quinto Lutacio Catulo César está ya instalado de comandante en Capua, un cargo que creo que desempeñará bien. Me complace enormemente el que no tenga mando directo de tropas. Nuestra legión de reclutas bisoños quedará dividida en dos unidades de cinco cohortes, pues Lucio César y yo consideramos que es preciso para guarnecer Nola y Aesernia. Puede hacerse con estas tropas, que no es necesario que sean laureadas. Aesernia es una avanzadilla en territorio enemigo, desde luego, pero sabemos que nos es leal. Escipión Asiagenes y Lucio Acilio, los dos legados menores (y bastante mediocres), se llevan cinco cohortes a Aesernia. El pretor Lucio Postumio es un hombre bastante equilibrado y me gusta. ¿No será porque no es Albinus, dirás?
Y eso es todo de momento, querido Publio Rutilio. El correo de Escauro está a punto de llegar. Cuando pueda volveré a escribirte, pero me temo que tendras que confiar en tus corresponsales femeninas para las noticias normales. Julia ha prometido escribirte con frecuencia.
Sila dejó la pluma con un suspiro. Una larga carta, pero también le había servido de desahogo. Había valido la pena, aunque se hubiera privado de sueño. Sabía a quién escribía, era algo que tenía muy presente, pero había sido capaz de decir por escrito cosas que en persona nunca habría dicho a Publio Rutilio Rufo. Sin duda, se debía a que Rufo estaba demasiado lejos para representar amenaza alguna.
De todos modos no le había contado los elogios recibidos en el Senado por parte de Lucio Julio César. Era demasiado reciente y precario como para arriesgarse a ofender a la Fortuna contándolo como si fuese algo definitivo. Sila estaba seguro de que había sido algo fortuito, pues, al no gustarle Cayo Mario, Lucio César había puesto los ojos en otro para interpelarle. En justicia, habría debido preguntar a Tito Didio, a Publio Craso o algún otro triunfador, pero había puesto los ojos en él y había decidido que fuese Sila. Sí, desde luego había sido para él una sorpresa que expusiera tan magistralmente la situación, pero, luego, Lucio César había hecho lo lógico: distinguirle con el puesto de asesor. Consultar a Mario o a Craso no le convenía al cónsul, pues equivaldría a quedar como un principiante que tiene que asesorarse constantemente. Mientras que preguntar a alguien relativamente desconocido como Sila, parecía algo genial en un consular. Lucio César podría arrogarse el mérito de haber «descubierto» a Sila. Inclinándose por Sila establecía una especie de apadrinamiento.