—Además, tenemos la gran ventaja —terció Presenteio— de que conocemos el terreno mejor que ellos. Llevamos años entrenándonos en toda Italia. La experiencia militar de Roma es notable en el extranjero pero no en Italia; una vez que los legionarios salen de las escuelas de reclutamiento en Capua, van a otro destino. Es una lástima que las legiones de Didio no hayan embarcado aún, pero esas cuatro legiones de veteranos son casi las únicas tropas de que dispone Roma si no trae las que tiene en el extranjero.
—¿No ha venido Publio Craso con tropas de Hispania Ulterior para celebrar su triunfo? —inquirió Herio Asinio.
—Si, pero volvieron a embarcarlas para reprimir nuevas insurrecciones de los hispanos —contestó Mutilo, que era quien mejor sabía la situación en Capua—. Han mantenido acuarteladas las cuatro legiones de Tito Didio por si eran necesarias en la provincia de Asia y en Macedonia.
En aquel momento llegó un mensajero de la plaza del mercado con una nota del consejo; Mutilo la cogió, la leyó varias veces balbuciente y se echó a reír.
—¡Bien, generales del consejo de guerra, parece que nuestros amigos de ahí afuera están tan decididos como nosotros a actuar! Es un documento que dice que todos los miembros del
concilium
Italiae
han acordado que todas las principales ciudades de Italia se hermanen con otra similar en los distintos pueblos itálicos para intercambiar rehenes; nada menos que cincuenta niños de todas las edades!
—Para mí eso es prueba de desconfianza —comentó Silo.
—Imagino. Pero, no obstante, es también prueba de afán y decisión. Yo preferiría llamar acto de fe el hecho de que todas las ciudades de Italia opten por arriesgar la vida de cincuenta niños —dijo Mutilo—. Los cincuenta de mi ciudad de Bovianum irán a Marruvium, y viceversa. Ya se han decidido varios intercambios más: Asculum Picentum y Sulmo… Teate y Saepinum. ¡Estupendo!
Silo y Mutilo salieron a conferenciar con el gran consejo y regresaron al poco, viendo que sus colegas habían estado hablando de estrategia.
—Primero, lo mejor es marchar sobre Roma —decía Tito Lafrenio.
—Sí, pero sin emplear todas las fuerzas —dijo Mutilo, sentándose—. Si actuamos suponiendo que no vamos a recibir ayuda de Etruria y Umbría, y creo que así debemos entenderlo, nada puede hacerse de momento al norte de Roma. Y no podemos ignorar que, en el norte, Picentum está muy sometido al control de los Pompeyos romanos para que pueda prestarnos ayuda. ¿No os parece, Cayo Vidacilio, Tito Herenio?
—Si, así es —contestó Vidacilio con voz firme—. Picentum es romano, porque Pompeyo Estrabón sólo es dueño de la mitad y Pompeyo Rufo del resto. Tenemos una cuña entre Sentinum y Camennum.
—De acuerdo, el norte debemos dejarlo casi totalmente —dijo Mutilo—. Al este de Roma nuestra situación es mucho mejor, desde luego, una vez que se levanten los apeninos. Y al sur de la península tenemos excelentes posibilidades de aislar completamente a Roma de Tarentum y Brundisium. Si Marco Lamponio se nos une con la Lucania, y estoy seguro de que sí, podremos también aislar a Roma de Rhegium. — Se detuvo e hizo una mueca—. No obstante, quedan las tierras bajas de Campania desde el Samnio hasta la Apulia adriática. Y ahí es donde hemos de golpear con mayor fuerza, por varios motivos. Sobre todo porque Roma cree que Campania ya no es lo que era, aunque innegablemente es romana. ¡Pero no es cierto, caballeros! Podrán aguantar en Capua y en Puteoli, pero creo que podemos arrebatarles el resto de Campania. Si lo conseguimos, se quedan sin sus mejores puertos cerca de Roma, les cortamos el acceso a los grandes puertos tan vitales del sur y les privamos de sus mejores tierras de cultivo…, y aislamos Capua. Una vez que los tengamos luchando a la defensiva, Etruria y Umbría se apresurarán a ponerse de nuestra parte. Tenemos que controlar todas las carreteras de acceso a Roma por el este y por el sur e intentar controlar la Via Flaminia y la Via Cassia. Naturalmente, una vez que Etruria se una a nosotros,
domina
remos todas las carreteras romanas. Si es necesario, podemos hacerlos perecer por hambre.
—¿No ves, Cayo Vidacilio? —exclamó Silo con aire de triunfo—. ¿Quién ha dicho que no tenemos generales?
—¡De acuerdo, Quinto Popedio! —contestó Vidacilio alzando las manos, dándose por vencido—. Cayo Papio es un verdadero general.
—Yo creo que puedes ver que, sin salir de este cuarto, tenemos una buena docena de generales —añadió Mutilo.
El mismo día en que se constituía la nueva nación de Italia y sus notables se reunían a deliberar en la nueva capital, Itálica, el pretor Quinto Servilio, de la familia de los Augures, cabalgaba por la Via Salaria desde la ciudad portuaria de Firmum Picenum, camino, por fin, de Roma. Llevaba patrullando desde junio las tierras al norte de Roma y había recorrido las fértiles colinas de Etruria hasta el río Arnus, que constituía la frontera con la Galia itálica; de allí había pasado al este de Umbría, al sur hacia Picenum y a la costa adriática. Tenía la impresión de haberse informado muy bien. No había dejado una sola piedra itálica sin remover y no había descubierto ninguna conjura, sencillamente porque no había ninguna conjura; estaba convencido.
Su viaje había sido regio aunque no constara oficialmente. Dotado de
imperium
proconsular, gozaba de la suntuosa ostentación de cabalgar precedido de doce lictores vestidos de carmesí, con cinturón negro de hebilla de bronce, portando las hachas en los haces de varillas. Montado en corcel blanco, revestido con una coraza plateada con túnica púrpura debajo, Quinto Servilio, de la familia de los Augures, había inconscientemente imitado al rey Tigranes de Armenia, haciendo que un esclavo caminase a su lado llevando una sombrilla para protegerle del sol. De haberlo visto Cornelio Sila, aquel hombre tan extraño, se habría muerto de risa. Y probablemente habría procedido a apearle de su afeminada montura para restregarle la cara por el polvo.
Cada día, un equipo de criados de Quinto Servilio se adelantaba presuroso a buscarle el mejor alojamiento, generalmente en la villa de algún magnate o magistrado, pese a que a él le importaba un bledo las condiciones en que viajase su séquito. Además de los lictores y una buena fuerza de esclavos, le escoltaban veinte soldados fuertemente armados en excelentes caballos. Para que no le faltase compañía en aquel viaje de placer, había elegido por legado a un tal Fonteio, un nuevo rico desconocido que había adquirido su porción de gloria donando (junto con una inmensa dote) a su hija Fonteia de siete años al colegio de las vírgenes vestales.
A Quinto Servilio, de la familia de los Augures, le parecía que los senadores de Roma habían organizado un revuelo por nada, pero no era persona que se quejase, pues había visto más cosas en Italia de las que habría podido imaginar y en circunstancias deliciosas sin parangón alguno. Porque por doquiera que iba le agasajaban y celebraban fiestas en su honor y su arca de viaje aún estaba más que a la mitad debido a la generosidad de sus anfitriones y al poder que le confería su
imperium
proconsular, con lo cual se las prometía muy felices de acabar su pretorado con una buena bolsa a expensas del Estado.
La Via Salaría era la antigua ruta de la sal, la pieza clave de la prosperidad inicial de la Roma de los tiempos anteriores a la monarquía, cuando las minas de sal de las llanuras de Ostia quedaban diseminadas a lo largo de la misma. Sin embargo, por entonces esta vía ya había perdido importancia, al extremo de que el firme lo tenía muy abandonado el negligente Estado, como comprobaría el propio Quinto Servilio nada más salir de Firmum Picenum. Había tramos de varias millas muy deteriorados a causa de las inundaciones, en los que no quedaba nada de la calzada sobre las piedras redondas de cimentación; y, para mayor complicación, cuando se disponía a llegar a la siguiente ciudad importante, Asculum Picentum, se encontró el camino bloqueado por un desprendimiento. Sus hombres tardaron un día y medio en abrir paso, tiempo durante el cual el pobre Quinto Servilio tuvo que pasarlo a pie de obra sin ninguna comodidad.
El itinerario desde la costa era muy empinado, debido a la estrechez del litoral este por hallarse muy próximo a la alta cordillera de los Apeninos. La ciudad de Asculum Picentum, en el interior, era el mayor y más importante núcleo habitado del Picenum sur, rodeada de una impresionante circunferencia de altas murallas de piedra, cual réplica a las altas cumbres que la rodeaban. El río Truentius discurría próximo a ella, aunque en aquella época del año apenas era una sucesión de charcos. Pero los ingeniosos asculanos habían tomado el aprovisionamiento de agua de una capa de grava por debajo del lecho del río.
Su vanguardia de criados había cumplido bien su cometido, comprobó Quinto Servilio al llegar por fin a las puertas de Asculum Picentum, pues allí le aguardaba un grupo de prósperos mercaderes que hablaban latín en vez de griego y vestían la toga de ciudadano romano.
Quinto Servilio desmontó de su afeminado caballito blanco, recogió su capa púrpura sobre el hombro izquierdo y recibió al comité de recepción con airosa condescendencia.
—¿No es una colonia romana ni latina, verdad? —inquirió displicente, dado que sus conocimientos en la materia dejaban mucho que desear, tanto más cuanto que era un pretor romano itinerante por Italia.
—No, Quinto Servilio, pero aquí vivimos un centenar de comerciantes romanos —contestó el que encabezaba la delegación y que se llamaba Publio Fabricio.
—¿Y dónde están los dirigentes picentinos? —preguntó indignado Quinto Servilio—. ¡Esperaba ser recibido también por los naturales de la localidad!
—Los picentinos hace meses que nos rehúyen, Quinto Servilio —respondió compungido Fabricio—. No sé por qué, pero no parecen tenernos mucho aprecio. Y hoy es fiesta local en honor de Pico.
—¿Pico? —repitió Quinto Servilio, perplejo—. ¿Una fiesta en honor de un pájaro?
Cruzaron las puertas y entraron en una especie de placita adornada con guirnaldas de flores otoñales y adoquines cubiertos de pétalos y margaritas.
—Pico es para los indígenas una especie de Marte picentino —contestó Fabricio—. Se cree que era un rey itálico de época pretérita que dirigió a los picentinos desde sus primitivos asentamientos a través de las montañas hasta el actual Picenum. Cuando llegaron allí, Pico se convirtió en un pájaro carpintero, que marcó los nuevos límites agujereando los árboles.
—Ah… —comentó Quinto Servilio, perdiendo interés.
Fabricio condujo a Quinto Servilio y a su legado Fonteio a su espléndida mansión en lo más alto de la ciudad, a los lictores y a la tropa los alojó cerca, con comodidades en consonancia, y a los esclavos los acomodó con sus propios esclavos. Quinto Servilio se puso muy ufano ante aquel recibimiento tan deferente y lujoso, en particular cuando vio su magnífica habitación.
Hacía calor y el sol aún estaba alto. Los dos romanos tomaron un baño y se reunieron con su anfitrión en la columnata con vistas a la ciudad, rodeada por unas impresionantes murallas y no menos imponentes montañas al fondo. Una panorámica de la que, en cualquier caso, gozaban casi todas las casas de la ciudad.
—Si os parece, Quinto Servilio —dijo Fabricio cuando aparecieron sus invitados—, podemos ir esta noche al teatro. Representan las
Bacchides
de Plauto.
—Delicioso —dijo Quinto Servilio, sentándose en una mullida silla a la sombra—. Desde que salí de Roma no he ido al teatro —añadió con un voluptuoso suspiro—. He visto que hay flores por todas partes, y sin embargo nadie en las calles. ¿Es debido a la fiesta de ese pájaro?
—No —contestó Fabricio con el entrecejo fruncido—. Por lo visto tiene algo que ver con la nueva política que han adoptado los itálicos. Esta mañana a primera hora enviaron a Sulmo cincuenta niños de Asculum, todos itálicos, y esperan la llegada de otros cincuenta de Sulmo en contrapartida.
—¡Es asombroso! Sería como para pensar que están intercambiando rehenes —dijo Quinto Servilio, despreocupado—. ¿Es que los picentinos piensan entrar en guerra contra los marrucini? Es lo que parece, ¿no?
—A mí no me han llegado rumores de guerra —Contestó Fabricio.
—Bueno, si han enviado cincuenta niños de Asculum a una ciudad de los marrucini y esperan que ellos les envíen cincuenta, es indicio de que las relaciones, cuando menos, son tirantes —comentó Quinto Servilio con una risita—. ¡Ah, sería estupendo que comenzasen a luchar entre sí! Así dejarán de pensar en lo de obtener la ciudadanía, ¿no es cierto? —añadió dando un sorbo de vino y alzando la vista, sorprendido—. ¡Mi apreciado Publio Fabricio! ¿Vino fresco?
—Un buen lujo, ¿no os parece? —replicó Fabricio, complacido de haber sorprendido a un pretor romano de nombre tan antiguo, célebre y patricio como Servilio—. Cada dos días envío una expedición a las montañas para que me traigan nieve para mantenerlo fresco en verano y en otoño.
—Una delicia —dijo Quinto Servilio recostándose en la silla—. ¿En qué ramo trabajas? —inquirió de pronto.
—Tengo un contrato de exclusividad con los huertos de esta zona —contestó Publio Fabricio—. Les compro manzanas, peras y membrillos y los mejores los envío en seguida a Roma para la venta en los mercados. Con el resto hago mermelada en una factoría y luego la envío a Roma. Tengo también un contrato para los garbanzos.
—Ah, está muy bien.
—Sí, me va bastante bien —añadió Fabricio en tono ufano—. Os advierto, no obstante, que es característico de estos itálicos que cuando ven a uno con ciudadanía romana que vive mejor que ellos, comienzan a rezongar sobre monopolios, prácticas comerciales desleales y otros comentarios propios de holgazanes. Lo cierto es que no les gusta trabajar y los pocos a los que les gusta, carecen de visión comercial. Si por ellos fuese, la fruta y las hortalizas se pudrirían en el suelo. ¡Yo no vine a este agujero frío y desapacible a robarles el negocio, es un negocio que he creado yo! Cuando empecé, estaban tan agradecidos que era poco todo el trabajo que les daba, mientras que ahora parece como si fuese
persona non grata
en Asculum. Y a mis amigos romanos les sucede igual, Quinto Servilio.
—Lo vengo oyendo durante todo el viaje, de Saturnia a Ariminum —comentó el pretor encargado de indagar lo de «la cuestión itálica».
Cuando el sol había recorrido aproximadamente un tercio de su curso hacia el Oeste y ya comenzaba a notarse la brisa de las montañas, Publio Fabricio y sus distinguidos huéspedes se encaminaron al teatro, una estructura provisional de madera levantada al amparo de las murallas para que el público estuviera a la sombra mientras el sol aún alumbraba la
scaena
en que se representaba la obra. Habría en total unos quinientos picentinos en las gradas semicirculares, con excepción de las dos primeras filas, reservadas a los romanos.