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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (113 page)

BOOK: La corona de hierba
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Unido a Mario y a Cinna (¿por qué se situaba Cinna en la oposición?; ¿qué es lo que de pronto le vinculaba a Mario?), Sulpicio miró a las cerradas filas de los senadores que tenía enfrente. En ellas estaban su buen amigo Cayo Aurelio Cota (nombrado senador a los veintiocho años porque los senadores se habían tomado a pecho las palabras de Sila y estaban llenando el elitista organismo de personas idóneas) y el segundo cónsul, Quinto Pompeyo Rufo, sumiso como los demás… ¿Es que no veían su culpabilidad? ¿Por qué le miraban así, como si el culpable fuese él? ¡Sí que lo era, desde luego! Él lo sabía; mientras que ellos no tenían la menor idea. Pues si no lo entienden, pensó Sulpicio, aguardaré a que se inicie esta nueva guerra —¡ah!, ¿por qué estamos siempre en guerra?— esté organizada. Hombres como Quinto Lutacio y Lucio Cornelio Sila participarán en ella y no estarán en Roma para oponerse. Esperaré y dedicaré todo mi tiempo a destruir el Senado y la primera clase.

—Lucio Cornelio Sila —dijo Flaco, príncipe del Senado—, toma el mando de la guerra contra Mitrídates en nombre del Senado y el pueblo de Roma.

—Únicamente que no sabemos de dónde vamos a sacar el dinero —comentó Sila una vez concluida la cena en su nueva casa.

Estaban con él los hermanos César, el
flamen dialis
Lucio Cornelio
Merula
, el censor Publio Licinio Craso, el banquero y mercader Tito Pomponio, el banquero Cayo Opio, Quinto Mucio Escévola, pontífice máximo, y Marco Antonio Orator, que acababa de reintegrarse al Senado tras una larga enfermedad. Precisamente el elenco de invitados de Sila tenía por objeto solventar la cuestión, si es que podia solventarse.

—¿No hay nada en el Tesoro? —inquirió Antonio Orator, que no se lo acababa de creer—. Quiero decir que ya sabemos la actitud de los cuestores urbanos y de los tribunos del Tesoro, que no cesan de decir que está vacío, cuando en realidad está lleno.

—Créelo, Marco Antonio, no hay nada —respondió Sila con firmeza—. Yo mismo he estado allí varias veces, preocupándome de que no se enterasen que iba a verlos.

—¿Y el templo de Ops? —inquirió Catulo César.

—Vacío también.

—Bien —dijo Escévola, pontífice máximo—, está el oro escondido por los reyes de Roma para una eventualidad como ésta.

—¿Qué oro? —preguntaron todos a coro, Sila incluido.

—Yo mismo no lo sabía hasta que fui nombrado pontífice máximo, ¡de verdad! —contestó Escévola a la defensiva—. Está en los sótanos del templo de Júpiter Optimus Maximus; habrá…, no llegará a unos doscientos talentos.

—¡Magnifico! —dijo irónicamente Sila—. Sin duda cuando Servio Tulio era rey de Roma habría con eso para financiar una guerra que pusiera fin a todas, pero hoy dia no llega ni para mantener seis meses a cuatro legiones en pie de guerra. ¡Menuda prisa tendría que darme!

—Algo es algo —dijo tranquilo Tito Pomponio.

—¿Por qué los banqueros no podéis prestar al Estado dos mil talentos? —inquirió Craso el Censor, que amaba el dinero con locura y no tenía tanto como él habría querido; sólo las concesiones de minas de estaño en Hispania, y había estado demasiado ocupado para controlar debidamente la operación.

—Porque no tenemos para prestar —contestó Opio pacientemente.

—Además, la mayoría de nosotros trabaja con bancas de la provincia de Asia para invertir nuestros excedentes de reserva, lo que quiere decir que Mitrídates será ahora el que las tenga —añadió Tito Pomponio con un suspiro.

—¡Aquí también tendréis dinero! —dijo Craso el Censor con un bufido.

—Sí, pero no lo bastante para hacer un préstamo al Estado —replicó Opio.

—¿
Res facta
o
res
ficta
?

—Es la realidad, Publio Lucinio, de verdad.

—¿Coincidimos todos los presentes en juzgar que esta situación es peor que la guerra contra los itálicos? —inquirió Lucio Cornelio
Merula
, sacerdote de Júpiter.

—¡Desde luego que sí! —espetó Sila—.
Flamen dialis
, yo que he conocido a Mitrídates, puedo asegurarte que si no se le paran los pies se coronará rey de Roma.

—Pues, como nunca obtendríamos autorización del pueblo para vender el
ager publicus
, sólo hay una manera de conseguir dinero sin imponer nuevos tributos —dijo
Merula
.

—¿Cuál?

—Podemos vender todas las propiedades que le quedan al Estado en las proximidades del Foro. Para eso no hace falta contar con el pueblo.

Se hizo un tenso silencio.

—No podría darse peor momento para poner a la venta los bienes del Estado —dijo Tito Pomponio, cariacontecido—, ahora que el mercado está a la baja.

—Me temo que no sé muy bien de qué tierras dispone el Estado cerca del Foro, excepción hecha de las casas de los sacerdotes —dijo Sila—, y eso no podrá venderse.

—Estoy de acuerdo, venderlas sería
nefas
—dijo
Merula
, que vivía en uno de los
domus
publici—. De todos modos hay otras propiedades. Las cuestas del Capitolio, dentro de la puerta Fontinalis y frente al Velabrum, son terrenos de primera para casas grandes. Tambien hay una gran zona que comprende el mercado general y el
macellum
Cuppedenis
. Podrían parcelarse.

—Me niego a que se venda todo —dijo Sila tajante—. Las zonas de mercado, si, porque no sirven más que para eso y como terreno de juego del colegio de lictores, y parte del Capitolio, la zona que mira al Velabrum a la izquierda del clivus Capitolinus… y desde la puerta Fontinalis hasta la Lautumiae. Pero nada del Foro, y nada del Capitolio frente al Foro.

—Yo compro los mercados —dijo Cayo Opio.

—Sólo si no hay nadie que ofrezca más —añadió Pomponio, que había estado pensando lo mismo—. Para ser equitativos y obtener el mejor precio habrá que subastarlo todo.

—Tal vez sería mejor quedarnos con la zona del mercado general y vender sólo la del mercado
Cuppedenis
—dijo Sila, pensando de mala gana en la venta de terrenos tan estupendos.

—Creo que tienes razón, Lucio Sila —dijo Catulo César.

—Estoy de acuerdo —añadió Lucio César.

—Si vendemos el
Cuppedenis
, me imagino que aumentarían los alquileres de los mercaderes de especias y flores y no les gustaría nada —dijo Antonio Orator.

Pero Sila había pensado otra solución.

—¿Y si pedimos prestado el dinero? —inquirió.

—¿Dónde? —añadió
Merula
, suspicaz.

—A los templos de Roma. Y se lo reintegramos con el botín. Juno Lucina, Venus Libitina, Juventas, Ceres, Juno Moneta, Magna Mater, Cástor y Pólux, los dos de Júpiter Stator, Diana, Hércules Musarun, Hércules Olivarius… todos tienen riquezas.

—¡No! —gritaron al unísono Escévola y
Merula
.

Una rápida mirada a todas las caras le bastó a Sila para darse cuenta de que no encontraría respaldo por parte de nadie.

—Bueno, pues si no queréis que los templos de Roma financien la campaña, ¿qué me decís de los templos de Grecia? —inquirió.

—Lo que es
nefas
es
nefas
, Lucio Cornelio —dijo Escévola Poniendo ceño—. Los dioses, son dioses en Grecia y en Roma.

—Sí, pero los dioses griegos no son los dioses de Roma, ¿no?

—Los templos son sagrados —insistió
Merula
.

De pronto surgió el otro ego de Sila; era la primera vez que lo veian algunos de los presentes, y quedaron aterrados.

—¡Oídme —dijo, enseñando los dientes—, o una cosa u otra, vosotros y los dioses! ¡No sé los dioses de Roma, pero todos los que estáis aquí sabéis perfectamente cuánto cuesta mantener las legiones en pie de guerra! Si podemos rebañar doscientos talentos, puedo llevar seis legiones hasta Grecia, lo cual es una fuerza insignificante para hacer frente a doscientos cincuenta mil soldados del Ponto… ¡Os recuerdo que un soldado póntico no es un bárbaro germano desnudo! Yo he visto las tropas de Mitrídates y están armadas y entrenadas como las de nuestras legiones. No son tan buenos, imagino, pero sí mucho mejor que los bárbaros germanos desnudos, aunque sólo sea porque llevan coraza y están acostumbrados a la disciplina. Igual que hizo Cayo Mario en campaña, no quiero perder soldados. Y eso significa dinero para intendencia y dinero para mantenimiento del equipo. Dinero que no tenemos…, dinero que no permitís que me lo den los dioses de Roma. ¡Así que os prevengo, y oídlo claramente, que cuando llegue a Grecia cogeré el dinero que necesite de Olimpia, de Dodona, de Delfos y de donde sea. Lo que quiere decir,
flamen dialis
, pontífice máximo, que más vale que os pongáis realmente manos a la obra con nuestros dioses romanos, y esperemos que en esta ocasión tengan más poder que los dioses griegos!

Nadie decía una palabra.

—Bien —prosiguió Sila, recuperada su personalidad normal—. Ahora tengo más buenas noticias para vosotros, por si pensabais que eso era todo.

—Estoy en áscuas, Lucio Cornelio —dijo Catulo César con un suspiro—. Te ruego que nos las des.

—Me llevaré mis cuatro legiones, más dos de las legiones que entrenó Cayo Mario y que actualmente manda Lucio Cinna. Los marsos están agotados y no necesita tropas. Cneo Pompeyo Estrabón que haga lo que quiera, con tal de que cese de enviarnos facturas de soldadas; yo, desde luego, no pienso perder tiempo discutiendo con él. Eso significa que aún hay unas diez legiones que desmovilizar… y pagar. Con dinero que no tenemos —contestó Sila—. Por tal motivo, voy a legislar para pagar a esos soldados con tierras en zonas de Italia que hayamos dejado prácticamente despobladas: Pompeya, Faesulae, Hadria, Telesia, Grumentum, Bovianum. Seis ciudades vacías, rodeadas de bastantes tierras de labor. Distritos que serán para los soldados de esas diez legiones que pienso licenciar.

—¡Pero eso es ager publícus! —exclamó Lucio César.

—No, aún no lo es; ni va a serlo —replicó Sila—. Será para los soldados. A menos que cambiéis vuestra pía y devota actitud respecto a los templos de Roma —añadió con sorna.

—No podemos —dijo Escévola, pontífice máximo.

—Entonces, cuando se promulgue mi ley, más vale que predispongáis al Senado y al pueblo —dijo Sila.

—Te respaldaremos —dijo Antonio Orator.

—Y, ya que ha surgido el tema del ager publi cus —prosiguió Sila—, no empecéis a declararlo mientras yo esté fuera de Roma, porque cuando vuelva con mis legiones necesitaré más zonas despobladas de Italia para esos soldados.

Al final, las finanzas de Roma no dieron para seis legiones y el ejército de Sila quedó fijado en cinco legiones y dos mil soldados de caballería, ni uno más ni uno menos. El oro recogido pesó poco más de cuatro mil kilos; ni siquiera doscientos talentos. Una miseria, pero era lo máximo que podía permitirse la arruinada Roma. El arca de guerra de Sila ni siquiera daba para encargar una sola galera de combate y apenas cubriría el coste de los transportes para llevar a sus soldados a Grecia, destino elegido por él, en preferencia a Macedonia occidental. No obstante, no quiso hacer ningún plan preconcebido hasta ver cuál era la situación en Grecia y Asia Menor. Había optado por iniciar la expedición así porque en Grecia estaban los templos más ricos.

Por fin, a últimos de septiembre, Sila pudo salir de Roma para recoger sus legiones en Capua. Se había entrevistado con su apto y fiel tribuno militar, Lucio Licinio Lúculo, y le había preguntado si se presentaría a las elecciones de cuestor si él requería sus servicios. Encantado, Lúculo dijo que sí y Sila le envió a Capua como delegado hasta poder desplazarse él. Había estado todo el mes de septiembre enfrascado en organizar la subasta de terrenos del Estado y preparar las colonias para las seis legiones y parecía cosa de nunca acabar, pero lo logró gracias a una voluntad de hierro y a su terca imposición a sus colegas senatoriales, que estaban fascinados, pues nunca habían pensado que Sila pudiese ser un dirigente tan completo.

—Le hacían sombra Mario y Escauro —dijo Antonio Orator.

—No, es que no tenía fama —dijo Lucio César.

—¿Y quién tenía la culpa de ello? —espetó Catulo César.

—Principalmente Cayo Mario, imagino —añadió su hermano.

—Desde luego sabe lo que quiere —comentó Antonio Orator.

—Ya lo creo que sí —añadió Escévola con un estremecimiento—. ¡No me gustaría chocar con su otra personalidad!

Que era precisamente lo que pensaba el pequeño César, escondido en su observatorio, mientras espiaba y escuchaba el diálogo que sostenían su madre y Lucio Cornelio Sila.

—Salgo mañana, Aurelia, y no he querido irme sin verte.

—Ni yo quiero que te marches sin verme —contestó ella.

—¿No está Cayo Julio?

—Está con Lucio Cinna en tierras de los marsos.

—Recogiendo los restos —dijo Sila, asintiendo con la cabeza.

—Tienes muy buen aspecto, Lucio Cornelio, pese a todos los problemas. Veo que te sienta bien este matrimonio.

—Eso o que me estoy volviendo más hogareño.

—¡Tonterías! Tú nunca serás hogareño.

—¿Cómo sobrelleva Cayo Mario su derrota?

Aurelia frunció los labios.

—Siempre refunfuñando en casa —contestó—. Y a ti no te tiene en un altar, precisamente.

—Era de suponer. Pero debe admitir que actué con mucha consideración y que no busqué el mando a base de adulación e intrigas.

—No tenías necesidad —contestó Aurelia—, y por eso está tan disgustado. No está acostumbrado a que Roma tenga otro caudillo guerrero. Hasta que tú ganaste la corona de hierba, él había sido el único. Ah, sus enemigos del Senado tenían mucho poder y le entorpecieron en todo momento, pero él sabia que era único y que al final tenían que recurrir a él. Ahora es viejo y está enfermo, y estás tú, y teme que le robes el apoyo de los caballeros.

—¡Está acabado, Aurelia! Aunque con honor y gran fama; pero él ya no tiene nada que hacer. No sé cómo no lo comprende…

—Yo creo que si fuese más joven y tuviera mejor sus facultades mentales, lo vería. Lo malo es que los infartos le han afectado mentalmente… o al menos es lo que cree Julia.

—Ella tiene que saberlo mejor que nadie —añadió Sila, levantándose para irse—. ¿Cómo están los tuyos?

—Muy bien.

—¿Y el chico?

—Irrefrenable, insaciable, indomable. Procuro que ponga los pies en el suelo, pero es muy difícil —contestó Aurelia.

¡Tengo los pies en tierra, mamá!, pensó el pequeño César, escabulléndose de su escondrijo en cuanto Aurelia y Sila salieron de la habitación. ¿Por qué será que siempre me tomas por una pluma, un milano que flota en el viento?

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