Read La corona de hierba Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (114 page)

BOOK: La corona de hierba
13.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pensando que Sila cruzaría sin pérdida de tiempo el Adriático antes de que llegaran los vientos adversos de invierno, Publio Sulpicio lanzó el primer golpe contra el orden establecido a mediados de octubre. Los únicos preparativos eran los que había hecho mentalmente, pues a una persona que detestaba a los demagogos le habría sido difícil recurrir a la demagogia. Sin embargo, había adoptado la precaución de entrevistarse con Cayo Mario para pedirle apoyo. ¡Cayo Mario no era muy devoto del Senado! Efectivamente, Sulpicio no quedó decepcionado de su visita, pues, tras escuchar su propuesta, Mario asintió con la cabeza.

—Ten la seguridad de que yo te prestaré todo el apoyo que pueda, Publio Sulpicio —dijo el gran hombre sin más comentarios—. Sin embargo —añadió, cual si fuese una condición—, te pediré un favor: que promulgues una ley para darme el mando de la guerra contra Mitrídates.

No era mucho, pensó Sulpicio sonriente.

—De acuerdo, Cayo Mario, tendrás el mando —dijo.

Sulpicio convocó la Asamblea plebeya y puso a
contio
dos proyectos de ley distintos. Una, estipulando la expulsión del Senado de todos los que hubieran prestado dinero por un monto superior a ocho mil sestercios; la otra, decretando el regreso de todos los desterrados por la comisión variana en la época en que Vario en persona había procesado a los que abiertamente se habían mostrado partidarios de la emancipación de los itálicos.

Sulpicio, que tenía pico de oro y voz de plata, dio en su discurso con el tono idóneo.

—¿Quién se creen que son para sentarse en el Senado y adoptar las decisiones que debían ser competencia de esta asamblea, cuando apenas hay uno que sea pobre y esté cargado de deudas? —exclamó—. ¡Para todos los que de entre vosotros tenéis deudas, no hay paliativos… no podéis escudaros en el elitismo senatorial ni podéis aliviar vuestra carga arreglándoos con prestamistas que se avengan a no apretar mucho! ¡Mientras que en la Curia Hostilia las deudas son cosas baladíes que se olvidan hasta que vengan mejores tiempos! ¡Lo sé porque soy senador y oigo lo que se dicen unos a otros, y veo los favores que hacen a los prestamistas! ¡Incluso conozco a senadores que prestan dinero! ¡Pues bien, eso va a acabar! ¡Nadie merece llamarse miembro de tan augusto y exclusivo organismo si no es igual que los demás romanos!

El Senado se reunió estupefacto al ver que era Sulpicio quien actuaba como un demagogo. ¡Sulpicio! ¡El más conservador de todos! ¡Él era quien había vetado el regreso de los desterrados por la comisión variana antes de principios de año! ¡Y ahora era él quien los hacía volver! ¿Qué había sucedido?

Dos días después, Sulpicio reunía a la Asamblea plebeya y promulgaba una tercera ley. Todos los nuevos ciudadanos itálicos y muchos miles de ciudadanos romanos libertos tenían que distribuirse uniformemente entre las treinta y cinco tribus y quedaban anuladas las dos nuevas tribus de Pisón Frugi.

—¡Treinta y cinco es el número adecuado de tribus y no puede haber más! —gritó Sulpicio—. ¡Ni es correcto que algunas tribus cuenten sólo con tres o cuatro mil ciudadanos y tengan el mismo poder de voto en la asamblea que otras, como la Esquilina y la Suburana, que cuentan con más de cien mil ciudadanos! ¡Todo en el gobierno de Roma está pensado para conservar el omnipotente Senado y la primera clase! ¿Hay senadores o caballeros que pertenezcan a la Esquilina o a la Suburana? ¡Claro que no! ¡Son de la Fabia, la Cornelia o la Romilia! ¡Pues que compartan la Fabia, la Cornelia y la Romilia con hombres de Prifernum, de Buca, de Vibinium, y que compartan la Fabia, la Cornelia y la Romilia con libertos de la Esquilina y la Suburana!

Sus palabras fueron acogidas con fuertes vítores y recibieron la aprobación de todas las capas sociales menos de la más alta y la más baja; la más alta porque perdería poder y la más baja porque su situación no cambiaba en absoluto.

—¡No lo entiendo! —dijo atónito Antonio Orator a Tito Pomponio en medio de la hondonada de la zona de votaciones, rodeados de vociferantes partidarios de Sulpicio—. ¡Es noble! ¡Y no puede haber tenido tiempo de congregar tantos partidarios! ¡No es ningún Saturnino! ¡No lo entiendo!

—Ah, yo si —replicó Pomponio con aspereza—. Ha atacado al Senado por las deudas, y lo que espera esta muchedumbre es simple: creen que si aprueban las leyes que Sulpicio les propone, como recompensa legislará la cancelación de las deudas.

—¡Pero eso no puede hacerlo si se dedica a expulsar gente del Senado porque deban ocho mil sestercios! ¡Ocho mil sestercios! ¡Es una insignificancia! ¡Dificilmente habrá un solo hombre en la ciudad que no deba eso como poco!

—¿Tú tienes apuros, Marco Antonio? —inquirió Tito Pomponio.

—¡No, claro que no! ¡Pero, por los dioses, en esa situación no están más que unos cuantos, ni siquiera personas como Quinto Ancario, Publio Cornelio Léntulo, Cayo Baebio, Cayo Atilio Serrano, los mejores hombres que hay! ¿Quién no se ha visto apurado por asuntos de dinero estos dos últimos años? Mira los Porcios Catones, con todas esas tierras en Lucania… y sin recoger ni un sestercio de rentas a causa de la guerra. Y los Lucilios, terratenientes del sur… —Hizo una pausa para respirar—. ¿Por qué legislar la cancelación de deudas si está expulsando a los senadores que deben dinero?

—No tiene la menor intención de cancelar las deudas —dijo Pomponio—. Lo único que sucede es que la segunda y tercera clases esperan que lo haga.

—¿Les ha prometido algo?

—No le hace falta. Ellos sólo viven de la esperanza, Marco Antonio, porque ven a alguien que detesta al Senado y a la primera clase tanto como Saturnino, y por eso anhelan otro Saturnino. Pero Sulpicio es radicalmente distinto.

—¿En qué? —protestó Antonio Orator.

—No tengo la menor idea qué es lo que se trae entre manos —contestó Tito Pomponio—. Vamos a salir de en medio de esta gente antes de que se vuelva contra nosotros y nos despedace.

En la escalinata del Senado se encontraron con el segundo cónsul, a quien acompañaba su muy excitado hijo, que acababa de regresar del servicio militar en Lucania y aún se hallaba animado por el espíritu militar.

—¡Otra vez tenemos a un Saturnino! —dijo en voz alta Pompeyo Rufo—. ¡Pero esta vez estamos preparados y no vamos a dejarle que se gane a las multitudes como Saturnino! Ahora que casi todos han vuelto de la guerra no es nada difícil reunir gente de confianza y pararle los pies… ¡y es lo que voy a hacer! ¡La próxima
contio
que efectúe será muy distinta, ya lo veréis!

Tito Pomponio se desentendió del hijo para prestar atención al padre y a otros senadores.

—Sulpicio no es ningún Saturnino, ni por lo más remoto —insistió ante ellos—. Los tiempos han cambiado y lo que motiva a Sulpicio es distinto. Entonces era la escasez de alimentos; ahora se trata del exceso de deudas. Pero Sulpicio no quiere proclamarse rey de Roma; sólo que ellos —añadió señalando con el dedo a la segunda y tercera clases, reunidas en el Foro— gobiernen Roma; y eso es muy distinto.

—He mandado avisar a Lucio Cornelio —dijo el segundo cónsul a Tito Pomponio, Antonio Orator y Catulo César, que se habían acercado al oír lo que decía.

—¿No te crees capaz de controlar la situación, Quinto Pompeyo? —inquirió Pomponio, proclive a plantear preguntas delicadas.

—No, no lo creo —contestó con toda franqueza Pompeyo Rufo.

—¿Y Cayo Mario? —inquirió Antonio Orator—. El
domina
a cualquier muchedumbre romana.

—Esta vez no —terció Catulo César despectivo—. Esta vez apoya al tribuno de la plebe rebelde. Sí, Marco Antonio, es Cayo Mario quien ha inducido a esto a Publio Sulpicio.

—No puedo creerlo —dijo Antonio Orator.

—¡Te digo que Cayo Mario le respalda!

—Si eso es cierto —dijo Tito Pomponio—, creo que Sulpicio tendrá en cartera una cuarta ley.

—¿Una cuarta ley? —inquirió, cejijunto, Catulo César.

—Ya veréis cómo legisla la suspensión del mando en la guerra contra Mitrídates a Lucio Sila y se lo concede a Cayo Mario.

—¡No osará hacerlo! —exclamó Pompeyo Rufo.

—¿Por qué no? —replicó Tito Pomponio, mirando de hito en hito al segundo cónsul—. Me alegro que hayas avisado al primer cónsul. ¿Cuándo llegará?

—Mañana o pasado.

Sila llegó antes del amanecer del día siguiente, pues se puso en camino hacia Roma nada más recibir la carta de Pompeyo Rufo. ¿Habría algún cónsul que recibiera tantas malas noticias?, pensaba Sila. Primero la matanza de la provincia de Asia y ahora otro Saturnino. Mi país está en la ruina, acabo de aplastar una revolución, y contra mi nombre en los
fasti
recaerá el rencor por haber vendido propiedades del Estado. Claro que nada de ello importa si puedo resolverlo. Y puedo hacerlo.

—¿Hay un
contio
hoy? —preguntó a Pompeyo Rufo, a cuya casa se había dirigido inmediatamente.

—Si; Tito Pomponio dice que Sulpicio va a promulgar una ley para despojarte del mando de la guerra contra Mitrídates y dárselo a Cayo Mario.

—Yo soy el cónsul —replicó Sila sin inmutarse ni dejar escapar un destello en sus ojos— y se me concedió legalmente. Si Cayo Mario estuviese bien, podría tenerlo sin ningún inconveniente; pero está enfermo y no se le puede conceder. Supongo que esto significa que Cayo Mario apoya a Sulpicio —añadió con un bufido.

—Eso piensan todos. Mario no ha aparecido por ninguno de los
contiones
, pero si que he visto a algunos de sus testaferros actuando entre las clases bajas. Ese horrible individuo que dirige una pandilla de matones del Subura —dijo Pompeyo Rufo.

—¿Lucio Decumio?

—Si, ése.

—¡Bien, bien! —dijo Sila—. ¡Una nueva faceta de Cayo Mario, Quinto Pompeyo! No creía yo que recurriese a tipos como Lucio Decumio. De todos modos, me inclino a creer que como en la Cámara se le ha echado en cara su edad y su mala salud, por fin ha entendido que está acabado. Pero no se resigna y quiere dirigir la guerra contra Mitrídates. Lo cual significa que si necesita convertirse en un Saturnino, no encuentra reparos.

—Vamos a tener complicaciones, Lucio Cornelio.

—¡Ya lo sé!

—No, es que mi hijo y otros muchos hijos de senadores y caballeros van a juntar una fuerza para expulsar a Sulpicio del Foro —añadió Pompeyo Rufo.

—Pues mejor será que estemos en el Foro cuando Sulpicio convoque la Asamblea plebeya.

—¿Armados?

—Claro que no. Debemos intentar pararle los pies legalmente.

Cuando Sulpicio llegó al Foro, poco después del amanecer, era evidente que había oído algo de la fuerza dirigida por el hijo del cónsul, pues lo hizo rodeado de una fuerte escolta de jóvenes de la segunda y tercera clases, todos armados de garrotes y pequeños escudos de madera. Para proteger su escolta lo había hecho con una masa de individuos que parecían de la quinta clase y del censo por cabezas, ex gladiadores y afiliados de las cofradías del cruce. Tan poderosa era su guardia que la modesta fuerza de Quinto Pompeyo Rufo hijo resultaba inoperante.

—¡El pueblo es soberano! —gritó Sulpicio ante la zona de votaciones llena a medias por su guardia de seguridad—. ¡Es decir, se afirma que el pueblo es soberano! ¡Es una frase hecha que difunden los miembros del Senado y los caballeros dirigentes siempre que necesitan vuestros votos, pero que no significa nada! ¡Palabras vacías, una burla! ¿Qué participación tenéis realmente en los asuntos de gobierno? ¡Estáis a merced de los hombres que os congregan, los tribunos de la plebe! Y, salvo raras excepciones, ¿quiénes son tribunos de la plebe? ¡Los del Senado y del
Ordo equester
! ¿Y qué sucede a los tribunos de la plebe que se declaran auténticos servidores del pueblo soberano? ¡Yo os diré lo que les sucede! ¡Los encierran en la Curia Hostilia y los reducen a pulpa arrojándoles las tejas del techo!

—Bien —dijo Sila encogiéndose de hombros—, eso es una declaración de guerra, ¿no? Va a consagrar a Saturnino como un héroe.

—¡Escuchad! —exclamó con fuerte voz
Merula
,
flamen dialis
.

—¡Ya es hora —decía Sulpicio— de que el Senado y el
Ordo equester
vean de una vez por todas quién es soberano en Roma! ¡Por eso estoy aquí ante vosotros como
Vale
dor, protector y servidor! Acabáis de salir de tres horribles años, años durante los cuales se os ha requerido para arrimar el hombro contribuyendo con la mayor parte de los impuestos y privaciones. Habéis dado a Roma la mayor parte del dinero para financiar una guerra civil, pero ¿os pidió alguien del Senado vuestra opinión sobre esa guerra contra vuestros hermanos, los aliados itálicos?

—¡Cierto que se la pedimos! —comentó Escévola, pontífice máximo, con una sonrisa—. ¡Y eran más fervientes partidarios de la guerra que el Senado!

—Eso no van a recordarlo ahora —añadió Sila.

—¡No, no os la pidieron! —gritó Sulpicio—. ¡Fueron ellos quienes negaron a vuestros hermanos italianos la ciudadanía, no vosotros! Vosotros sois una simple sombra. ¡Ellos tienen la prerrogativa de gobernar Roma! ¡No pueden consentir que se añadan miles de nombres nuevos a sus elitistas tribus rurales… porque eso habría dado excesivo poder a sus inferiores! ¡Por eso, incluso después de otorgar la emancipación a los itálicos, hicieron que los nuevos ciudadanos se incorporasen a muy pocas tribus para que no afectase a los resultados electorales! ¡Pero todo eso habrá acabado, pueblo soberano, en cuanto ratifiquéis mi ley para distribuir a los nuevos ciudadanos y a los libertos de Roma en las treinta y cinco tribus!

Estallaron vítores tan estentóreos, que Sulpicio tuvo que callar y aguardar, sonriente y feliz. Era un hombre bien parecido de treinta y tantos años, con aspecto patricio, pese a su condición plebeya, de buena estructura ósea y tez clara.

—También se os ha engañado en otras cosas gracias al Senado y al
Ordo equester
—prosiguió diciendo cuando cesaron las aclamaciones—. Ya es hora de que la prerrogativa, ¡y no es más que una prerrogativa, porque no existe una ley!, de conceder el mando militar y la dirección de una guerra se le arrebate al Senado y a los amos ocultos del Senado del
Ordo equester
. ¡Ya es hora de que vosotros, ¡la columna vertebral de Roma, la esencia de la romanidad!, asumáis las tareas que por ley os corresponden! Y entre esas tareas está el derecho a decidir si Roma debe o no ir a la guerra, y si ha de ir, quién ha de llevar el mando.

—Ya va llegando —dijo Catulo César.

BOOK: La corona de hierba
13.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fliers of Antares by Alan Burt Akers
The Analyst by John Katzenbach
Miracles by Terri Blackstock
The Devil Finds Work by James Baldwin
Storms by Carol Ann Harris
Street Soldier 2 by Silhouettes
Teach Me by Steele, Amy Lynn
False Mermaid by Erin Hart


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024