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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (2 page)

—¿De quién? —inquirió Rutilio Rufo, siempre presto a dejar de lado lo principal cuando vislumbraba algún comadreo.

—El fallecido sobrino de mi fallecida madrastra —respondió Sila sin dejar de sonreír—. Hace muchos años que se trasladó a mi casa, de la que era dueña mi pobre madrastra, con el propósito de deshacerse de mí anulando el cariño que Clitumna me tenía, metiéndome en cintura en casa de su tía, pero yo me marché inmediatamente de Roma. Con lo cual no le quedó nadie a quien meter en cintura más que él mismo, cosa que hacía con gran eficacia. Pero Clitumna se hartó en seguida. — Se dio la vuelta, poniéndose boca abajo—. Murió poco después —añadió pensativo, con un espectacular suspiro que cortó su sonrisa—. Le estropeé el plan.

—Porque el regreso de Quinto Cecilio Metelo el Numídico, nuestro Meneítos, sea un fracaso —brindó Mario.

—Bebamos por ello —añadió Sila, dando un trago.

Siguió un inquietante silencio; se notaba que ya no existía el entendimiento de antaño y la respuesta de Sila no había logrado restablecerlo. Quizá aquel antiguo entendimiento —pensó Publio Rutilio Rufo— era más cuestión de eficacia en el contexto bélico que una auténtica amistad enraizada. ¿Cómo podían haber olvidado aquellos años en los que habían luchado juntos contra los enemigos de Roma? ¿Cómo permitían que aquel desasosiego que les causaba Roma borrase todo lo anterior? Saturnino había sido el epílogo de los buenos tiempos. Saturnino y aquel lamentable infarto de Mario.

Pero acto seguido se dijo para sus adentros: ¡Tonterías, Publio Rutilio Rufo! Son dos hombres llamados a hacer grandes cosas que no se contentan con quedarse en casa y… sin un cargo. Sólo con que tuvieran otra guerra para luchar juntos o un Saturnino que pretendiese proclamarse rey de Roma, volverían a ronronear como un par de gatos que se lavan mutuamente la cara.

Pero el tiempo corría, desde luego. Cayo Mario y él tenían sesenta años y Lucio Cornelio Sila cuarenta y dos. Poco proclive a escrutar la desigual profundidad del espejo, Publio Rutilio Rufo no sabía muy bien cómo le habían curtido las vicisitudes de la edad, pero sus ojos al menos le mostraban con fidelidad, a aquella distancia, la escena que componían Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila.

Cayo Mario había engordado lo bastante como para descartar la confección de nuevas togas; siempre había sido un hombre robusto, pero en buena forma y bien proporcionado, pero ahora se le notaba un exceso de carne en espalda, trasero, caderas y muslos y en aquella panza de aspecto musculoso. Hasta cierto punto, ese peso suplementario había ablandado su rostro, que era más lleno y redondo y de frente más amplia, debido a la disminución del cabello.

Rutilio Rufo hizo caso omiso deliberadamente de la hemiplejia para concentrarse en las increíbles cejas, tan grandes, pobladas e hirsutas como siempre. ¡Ah, qué tormentas de artística consternación no habrían desatado las cejas de Cayo Mario en el pecho de más de un escultor! Encargados de realizar en piedra el retrato de Mario para alguna ciudad, un gremio o un solar que pedía a gritos una estatua, los escultores residentes en Roma o en Italia sabían ya lo que les esperaba antes de poner los ojos en el modelo. ¡Y qué gesto de horror se dibujaba en el rostro de algún famoso escultor griego, llegado de Atenas o de Alejandría para hacer un retrato fidedigno del romano más esculpido desde tiempos de Escipión el Africano, cuando veía las cejas de Mario! Los artistas hacían lo que podían, pero, aunque se viera pintado en tabla o en lienzo, el rostro de Cayo Mario acababa irremisiblemente siendo subsidiario de aquellas cejas.

El mejor retrato que había visto Rutilio Rufo de su viejo amigo era un tosco dibujo, hecho con una sustancia negruzca, trazado en la tapia de su casa. Lo constituían unos sobrios trazos: una sola curva voluptuosa en representación del carnoso labio inferior, un destello a guisa de ojos —¿cómo era posible obtener aquel negro brillante?— y nada menos que diez rayas para representar las cejas.Y sin embargo era exactamente Cayo Mario, con todo su orgullo y su inteligencia, Mario el indomable, todo un carácter. Pero ¿cómo describir esa clase de arte
Vultum in peius fingere
… Un rostro moldeado por la malicia. Pero era estupendo que la malicia se hubiese hecho cierta. Lamentablemente, antes de que a Rutilio Rufo se le hubiera ocurrido cómo desmontar del muro el trozo de enlucido de yeso sin que se hiciera añicos, un chaparrón había acabado con aquel veraz retrato de Cayo Mario.

A Lucio Cornelio Sila, sin embargo, no había ningún pintor clandestino de muros que supiera representarle con igual exactitud. Sin la magia del color, Sila habría sido uno más de los miles de hombres bien parecidos. Su rostro bien formado y los uniformes rasgos le conferían una romanidad a la que nunca podría aspirar Cayo Mario. En cambio, con color, aquel rostro era único. Con sus cuarenta y dos años, no mostraba signo alguno de estar perdiendo el cabello ¡y qué cabello! No era rojo ni dorado. Era espeso y ondulado, aunque quizá lo llevara un poco largo. Los ojos parecían hielo de glaciar, de un azul sumamente pálido, circundado de otro azul oscuro como un nubarrón. Aquella noche, sus cejas delgadas y curvadas eran marrones, igual que sus largas y pobladas pestañas. Pero Publio Rutilio Rufo le había visto en circunstancias más apremiantes y sabía que aquella noche, como solía hacer a menudo, se las había pintado con
stibium
; en realidad, las cejas y las pestañas de Sila eran tan rubias, que sólo destacaban por la palidez de su piel, casi blanca.

Las mujeres perdían la cordura, la virtud y el juicio por Sila. Prescindían de la más elemental prudencia, ofendiendo a esposos, padres y hermanos con risitas y cuchicheos a poco que, al pasar por su lado, les dirigiera una mirada. ¡Un hombre capaz e inteligente! Y un soldado inmejorable, además de un hábil administrador, valiente como el que más y casi perfecto en asuntos de organización propia y ajena. Pero las mujeres eran su ruina. O eso pensaba Publio Rutilio Rufo, cuyo rostro agradable pero corriente y su tez pardusca de lo más corriente le hacían anodino entre millones de compatriotas. No es que Sila fuese un conquistador ni un ladrón de corazones, porque, por lo que a Rutilio Rufo le constaba, obraba con admirable rectitud, pero no cabía duda de que un hombre que ansiaba llegar a la cúspide de la política tenía mayores posibilidades de alcanzarla si no tenía un rostro como Apolo; porque los hombres que resultaban muy atractivos para las mujeres no inspiraban confianza a sus iguales, que los juzgaban de poco fuste, afeminados o mujeriegos.

El año anterior, se dijo Rutilio Rufo, siguiendo el meandro de sus recuerdos, Sila se había presentado a las elecciones de pretores con factores muy a su favor: su expediente castrense era magnífico, y bien conocido, pues Cayo Mario se había encargado de difundir entre el electorado lo bien que le había servido Sila como cuestor, tribuno y legado. Hasta Catulo César, que no tenía motivo alguno para sentir afecto por Sila, se había apresurado a alabar los servicios que había prestado en la Galia itálica el año en que habían derrotado a los cimbros de Germania, Luego, durante los breves días en que Lucio Apuleyo Saturnino había constituido una amenaza para el Estado, fue Sila, infatigable y competente, quien había hecho posible que Cayo Mario acabase con aquello. Porque Sila era quien había llevado a la práctica las órdenes de Cayo Mario. Quinto Cecilio Metelo el Numídico —aquel a quien Mario, Sila y Rutilio Rufo llamaban el Meneítos— no se había cansado de repetir a todos, antes de marchar al destierro, que en su opinión el verdadero artífice de la gloriosa campaña africana contra Yugurta era Sila, aunque Mario se hubiese atribuido el mérito. Pues únicamente gracias a los esfuerzos de Sila se había logrado capturar a Yugurta, y todos sabían que sin la captura del númida no se habría puesto fin a la guerra de Africa. Cuando Catulo César y otros personajes ultraconservadores del Senado asumieron la opinión del Meneítos de que el mérito de la victoria sobre Yugurta era exclusivamente de Sila, la estrella de éste parecía llamada a seguir un imparable curso ascendente y se creía que su elección como uno de los seis era cosa hecha. A todo lo cual había que añadir la actitud del propio Sila, admirablemente modesta e imparcial, pues hasta el último momento de la campaña electoral había insistido en que el mérito de la captura de Yugurta era de Mario, ya que él se había limitado a cumplir órdenes. Una actitud que los electores solían apreciar, pues la lealtad al jefe en el campo de batalla o en el Foro era encomiable.

No obstante, cuando los electores de la Asamblea centuriada se reunieron en el aprisco del Campo de Marte y cada una de las centurias fue señalando su elegido, el nombre de Lucio Cornelio Sila —tan aristocrático y aceptable— no figuraba entre el de los seis candidatos ganadores. Y para colmo, algunos de los elegidos eran tan mediocres en hechos relevantes como en antecesores ilustres.

¿Por qué habría sucedido eso? Al día siguiente de las elecciones era la pregunta que se planteaban todos los allegados a Sila, aunque él no dijera nada. Sin embargo, él sabía el porqué; y poco después, Rutilio Rufo y Mario se enteraron de lo que Sila ya sabía. El motivo de su fracaso tenía nombre y era poca cosa fisícamente: Cecilia Metela Dalmática, de apenas diecinueve años y esposa de Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, el que había sido cónsul el año en que los germanos hicieron acto de presencia por primera vez, y el que ocupaba el cargo de censor el año en que Metelo Numídíco el Meneítos había ido a Africa a luchar contra Yugurta, y ahora portavoz del Senado desde que ostentara el cargo consular diecisiete años atrás, Era el hijo de Escauro quien tenía el compromiso de esposar a Dalmática, pero se había suicidado tras la retirada de Catulo César en Tridentum tras admitir su cobardía. Y Metelo Numídico el Meneítos, tutor de su sobrina de diecisiete años, se apresuró a entregarla en matrimonio al padre, pese a la diferencia de cuarenta años entre marido y mujer.

Por supuesto que nadie había preguntado a Dalmática su opiníón sobre ese enlace, y al principio ni ella misma se lo había cuestionado. Un tanto abrumada por la inmensa
auctoritas
y
dignitas
de su futuro esposo, al mismo tiempo la alegraba poder salir del tormentoso hogar de su tío Metelo Numídico, que en aquellos días albergaba a la hermana de éste, una mujer cuyas inclinaciones sexuales e histérica conducta eran un tormento para los que vivían con ella. Dalmática quedó encinta en seguida (hecho que incrementó la
auctoritas
y
dignitas
de Escauro) y dio a Escauro una hija. Pero entretanto había conocido a Sila, invitado por su esposo a cenar: la mutua atracción había sido profunda e inquietante.

Consciente del peligro que semejante circunstancia representaba, Sila no había hecho nada por estrechar el trato con la joven esposa de Escauro. Pero ella no pensaba igual, y después de que los cuerpos destrozados de Saturnino y sus secuaces hubieran sido quemados con todos los honores que su intacta condición de romanos les otorgaba y Sila comenzase a dejarse ver por el Foro y la ciudad dentro de la campaña por el pretorado, Dalmática había comenzado a acudir al Foro y a pasear por la ciudad, persiguiendo a Sila por todas partes, ocultándose tras un plinto o una columna, bien cubierta con túnicas, creyendo que nadie la veía.

Sila supo en seguida rehuir ciertos lugares, como el Porticus Margaritaria, en el que era muy posible que una mujer de noble estirpe anduviera deambulando por las joyerías a guisa de coartada. Con ello disminuían las posibilidades de encontrársela y que le hablara, pero para Sila tal actuación era una segunda versión de una antigua y horrenda pesadilla, en la época en que Julilla le había agobiado con un alud de cartas de amor que ella o su criada le echaban en el
sinus
de la toga siempre que podían y que, por las circunstancias, no llamaban la atención. Y aquello había acabado en matrimonio; una unión
confarreatio
prácticamente indisoluble que había durado, en medio de amarguras, exabruptos y humillaciones, hasta el día de la muerte de ella por suicidio, un tenebroso episodio más de la interminable sarta de mujeres empeñadas en
domina
rle.

Y Sila había optado por las siniestras e inmundas callejas del Subura, confiándose a la única amiga que tenía, con el distanciamiento que tan desesperadamente necesitaba en aquel momento: Aurelia, cuñada de su difunta esposa Julilla.

—¿Qué puedo hacer, Aurelia? ¡Estoy atrapado con una nueva Julilla! ¡No puedo quitármela de encima!

—El problema estriba en que no saben en qué ocupar el tiempo —le contestó Aurelia, ceñuda—. Tienen nodrizas para los niños, celebran fiestas con sus amistades en las que casi todo se reduce a un chismorreo continuo, no las verás sentarse a un telar, y tienen la cabeza demasiado vacía para solazarse en la lectura. Además, a la mayoría las tiene sin cuidado el marido porque han hecho un matrimonio de conveniencia debido a que el padre necesita más apoyos políticos o el esposo la dote del apellido noble que ellas aportan. Apenas ha pasado el esposo un año fuera de casa, que ya están decididas a engañarle —añadió con un suspiro—. Al fin y al cabo, Lucio Cornelio, en asuntos de amor pueden elegir, pero ¿en qué otras facetas pueden hacer lo mismo? Las más prudentes se contentan con recurrir a esclavos, pero las más tontas se enamoran. Y desgraciadamente eso es lo que ha sucedido en este caso. ¡La pobrecilla Dalmática ha perdido la cabeza! Y por ti.

Sila se mordió el labio y ocultó sus pensamientos mirándose las manos.

—A mi pesar —dijo.

—¡Lo sé! Pero ¿qué opina Marco Emilio Escauro?

—¡Por los dioses, espero que no sepa nada!

—Yo diría que lo sabe de sobra —replicó ella con un bufido.

—¿Y por qué no ha venido a hablar conmigo? ¿O tendré que ir yo?

—Me lo estaba preguntando en este momento —contestó la dueña de aquella
insula
de apartamentos, confidente de muchos, madre de tres hijos, fiel esposa y espíritu insatisfecho.

Estaba sentada junto a su mesa de trabajo, una amplia zona totalmente cubierta de rollos de papel, hojas y cubos llenos de libros, pero sin desorden; el exceso era prueba de sus muchos negocios y el trabajo pendiente.

Ella era la única que tal vez podía ayudarle, pensó Sila, pues la otra persona a quien podría haber acudido no era fiable en aquellas circunstancias. Sí, Aurelia era estrictamente una amiga, pero Metrobio era además su amante, con toda la complicación emocional inherente, aparte de la complicación añadida de ser del sexo masculino.

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