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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (132 page)

BOOK: La corona de hierba
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Octavio estaba ceñudo, pero no quiso interrumpir, pues intuía que Escévola se traía algo entre manos; pero era algo que no iba a dar por resultado una condena a muerte de Cinna, que era lo que él pretendía. ¡Él quería ponerle fuera de juego!

—Ha sido el
flamen dialis
el testigo de los acontecimientos en el templo de Júpiter Optimus Maximus; él es además, el sacerdote particular del Gran Dios, un cargo tan antiguo que se remonta a los tiempos anteriores a la monarquía. El no puede dirigir guerras, ver la muerte, ni tocar los materiales con que se hacen las armas y la guerra. Por consiguiente, sugiero que nombremos al
flamen dialis
Lucio Cornelio
Merula
cónsul
sufecto
, no para sustituir a Lucio Cinna en el cargo, sino más bien para cuidar del cargo. De ese modo, el primer cónsul Cneo Octavio no gobernará sin un colega. Salvo durante la guerra contra los itálicos, cuando las circunstancias impedían el normal desenvolvimiento de los preceptos consulares, nadie puede ser cónsul sin un colega.

Decidido a aceptarlo irremediablemente, Octavio asintió con la cabeza.

—Estoy de acuerdo, Quinto Mucio; que el
flamen dialis
ocupe la silla curul de Lucio Cinna como custodio. Ahora quiero que la Cámara vote dos asuntos relacionados. Los que estén a favor de que se recomiende a la asamblea centuriada que, en primer lugar, declare
nefas
al cónsul Cinna y a los seis tribunos de la plebe para que sean desterrados de Roma y de territorio romano, y segundo, que el
flamen dialis
sea nombrado cónsul en custodia del cargo, que se sitúen a mi derecha. Los que se opongan, que se sitúen a mi izquierda. Adelante, por favor.

La Cámara aprobó la doble moción sin ningún voto en contra, y la asamblea centuriada, reducida casi a los senadores, se reunió en el Aventíno, fuera del
pomerium
pero dentro de las murallas, porque nadie osó hacerlo en el terreno empapado de sangre de los
saepta
, Las propuestas fueron aprobadas como leyes.

El primer cónsul Octavio manifestó su satisfacción y la gobernación de Roma continuó sin Cinna. Pero Cneo Octavio no hizo nada por reforzar su posición ni por proteger Roma de los oficialmente sacrílegos proscritos. No reunió legiones, ni escribió a su maestro Pompeyo Estrabón. La verdad es que Octavio dio por sentado que Cinna y los seis tribunos de la plebe huirían lo más rápido posible para reunirse con Cayo Mario y los otros dieciocho proscritos en la isla africana de Cercina.

Pero Cinna no tenía intención de irse de Italia. Ni tampoco los seis tribunos de la plebe. Después de huir de la matanza en el Campo de Marte, recogieron dinero y unas cuantas pertenencias y se encontraron en el mojón de la Via Appia, en las afueras de Bovillae, para decidir lo que iban a hacer.

—Yo me voy a Nola con Quinto Sertorio y Marco Gratidiano —dijo Cinna, enérgico—. En Nola hay una legión en pie de guerra, aguantando a un comandante que la tropa detesta, Apio Claudio Pulcher. Voy a quitarle esa legión y seguiré el ejemplo de mi homónimo Sila: la traeré a Roma. Pero no sin antes haber reunido a más partidarios. Virgilio, Milonio, Arvina, Magio, quiero que recorráis territorio itálico y consigáis cuanta ayuda podáis. A todos les diréis lo mismo: que el Senado de Roma ha expulsado a su cónsul legalmente elegido porque intentaba distribuir ecuánimemente a los nuevos ciudadanos entre todas las tribus y porque Cneo Octavio ha asesinado a miles de ciudadanos romanos decentes y respetuosos de la ley, legalmente congregados en asamblea. Es una suerte que hayamos tenido tan cruenta guerra en la península —añadió con una sonrisa irónica—, pues Cornutus y yo hemos acaparado miles de armas y corazas de los marsos y sus aliados. Están en Alba Fucentia. Milonio, ve a por ellas y repártelas. Después de hacerme con la legión de Apio Claudio, saquearé los arsenales de Capua.

Así, cuatro tribunos de la plebe se personaron en lugares como Praeneste, Tibur, Reate, Corfinium, Venafrum, Interamnia y Sora, solicitando ser escuchados, cosa que consiguieron con plena satisfacción. Los itálicos, hartos de guerra, incluso les entregaron cuanto dinero tenían para la nueva campaña. Poco a poco fueron aumentando las fuerzas, cerrándose la red en torno a Roma.

Cinna, por su parte, no encontró dificultades para hacerse con la legión de Apio Claudio Pulcher, que estaba acampada en las afueras de Nola. Su comandante, un hombre amargado y reservado, que seguía afligido por la muerte de su esposa y la suerte de los seis huérfanos, cedió el mando sin tratar de recuperar sus soldados, montó a caballo y fue a unirse a Metelo Pío en Aesernia.

Nada más llegar a Nola, Cinna se percató de que había sido una suerte llevarse a Quinto Sertorio. Sertorio era un militar nato y gozaba de una excelente reputación entre la tropa desde hacía casi veinte años; había ganado la corona de hierba en Hispania y una docena de coronas menos importantes en campañas contra los númidas y los germanos, era primo de Cayo Mario y su legión la había reclutado él mismo en la Galia itálica tres años atrás. Sus hombres le conocían y le tenían gran afecto. Lo contrario que a Apio Claudio.

Cinna, Sertorio y Marco Mario Gratidiano se pusieron al frente de la legión camino de Roma. Nada más hacerlo, Nola abrió sus puertas y una horda de samnitas fuertemente armados siguió sus pasos por la Via Popilia, no para atacarlos, sino para unírseles. Cuando llegaron al cruce de esta vía con la Via Appia, en Capua, todos los soldados rasos, gladiadores y centuriones instructores se incorporaron a sus águilas. Ahora el ejército de Cinna lo formaban veinte mil hombres, y entre Capua y la pequeña ciudad de Labicum, en la Via Latina, los cuatro tribunos de la plebe que se habían dispersado se les unieron, incorporando otros diez mil hombres.

Era ya octubre y quedaban pocas millas para avistar Roma. Los agentes de Cinna le comunicaron que el pánico reinaba en la ciudad, que Octavio había escrito a Pompeyo Estrabón suplicándole que viniese en ayuda de la patria y que, ¡oh maravilla!, nada menos que Cayo Mario había desembarcado en la costa de Etruria, en el municipio de Telamon, cercano a sus vastas propiedades. Esta última noticia causó gran alborozo en Cinna, sobre todo cuando sus agentes añadieron que fuerzas de Etruria y Umbría acudían en tropel a sumarse a Mario, que avanzaba por la Vía Aurelia Vetus hacia Roma.

—¡Esa es la mejor noticia! —dijo Cinna a Quinto Sertorio—. Ahora que Cayo Mario ha vuelto a Italia, este asunto quedará resuelto en cuestión de días. Como tú le conoces mejor que nosotros, ve a su encuentro e infórmale de lo que estamos haciendo. Entérate de cuáles son sus planes. Si va a tomar Ostia o marchará directamente sobre Roma. Y no olvides decirle que, si puedo, procuraré acampar, ¡y presentar batalla!, en la orilla del río en que está el monte Vaticano. No me atrae nada la idea de acercarme al
pomerium
con las tropas, y mucho menos emular a Lucio Sila. ¡Encuéntrale, Quinto Sertorio, y dile cuánto me alegro de que haya vuelto a Italia! Dile también que le enviaré cuantas corazas pueda antes de que alcance Ostia —añadió Cinna, pensándolo de pronto.

Sertorio dio con Mario cerca del municipio de Fregenae, unas millas al norte de Ostia; si su galopada a campo través hasta Fregenae había sido rápida, la galopada de regreso hasta Cinna, en Labicum, fue una auténtica plusmarca. Irrumpió en la casita en que Cinna había instalado provisionalmente su cuartel general y comenzó a hablar antes de que el atónito Cinna pudiese abrir la boca.

—¡Lucio Cinna, te suplico que redactes una orden para que Cayo Mario desmovilice a sus tropas o te las transfiera! —dijo Sertorio con gesto grave—. Ordénale que se comporte como el
privatus
que es, ordénale que licencie a sus tropas, ordénale que vuelva a sus propiedades y aguarde en su condición de
privatus
hasta que decidamos lo que hay que hacer!

—¿Pero qué demonios te pasa? —inquirió Cinna sin dar crédito a lo que oía—. ¿Cómo dices semejante cosa, precisamente tú? ¡Cayo Mario es fundamental para nuestra causa! Si está de nuestro lado, no podemos perder.

—¡Lucio Cinna, es Mario quien no puede perder! —exclamó Sertorio—. Te lo digo sinceramente, si permites que Cayo Mario participe en esta pugna, te arrepentirás. Porque no será un Cinna victorioso quien presida el gobierno de Roma, sino Cayo Mario. Le he visto y he hablado con él. Está viejo, amargado, y no tiene bien la cabeza. ¡Te suplico que le ordenes que se retire a sus propiedades como un
privatus
!

—¿Qué quieres decir con que no está bien de la cabeza?

—Eso. Que está loco.

—Mira, Quinto Sertorio, no es eso lo que me han dicho los agentes que le han visto. Según ellos, está tan capaz como siempre y marcha hacia Ostia con un plan perfectamente calculado, ¿cómo dices que ha perdido la cabeza? ¿Habla de modo ininteligible? ¿Vocifera y desvaría? Mis agentes no tienen tanta confianza como tú para acercársele, pero sin duda habrían advertido signos de lo que dices —replicó Cinna, escéptico.

—No habla de forma ininteligible, ni vocifera ni desvaría. Ni se le ha olvidado cómo se manda y se hace maniobrar a un ejército, pero conozco a Cayo Mario desde que yo tenía diecisiete años y te digo con toda franqueza que no es el Cayo Mario que yo conocía. Está viejo y amargado, sediento de venganza y obsesionado con el destino que le vaticinaron. ¡No puedes confiar en él, Lucio Cinna! Acabará arrebatándote Roma y dirigiéndola conforme a sus intereses, — Sertorio respiró hondo, dispuesto a no ceder—. El joven Mario te envía el mismo mensaje, ¡que no des a su padre ninguna autoridad, Lucio Cinna! Está loco.

—Yo creo que exageráis los dos —contestó Cinna.

—Yo no. Y Mario hijo tampoco.

Cinna meneó la cabeza y se arrimó una hoja de papel.

—¡Mira, Quinto Sertorio, necesito a Cayo Mario! Si está viejo y mentalmente trastornado, como dices, ¿cómo va a ser un peligro para mí o para Roma? Voy a concederle
imperium
proconsular, ya lo ratificará el Senado después, y así me cubrirá el flanco oeste.

—¡Te arrepentirás!

—Tonterías —dijo Cinna, comenzando el redactado.

Sertorio permaneció un instante mirando aquella cabeza inclinada, reprimió su rabia y salió de la casa.

Después de recibir garantías por parte de Mario de que él se encargaría de Ostia y remontaría el Tíber hasta el campo Vaticano, Cinna formó con sus fuerzas tres divisiones de diez mil hombres y abandonó Labicum.

La primera división, a la que ordenó ocupar la llanura del Vaticano, iba al mando de Cneo Papirio Carbón, primo del tribuno de la plebe Carbón Arvina y vencedor en Lucania; la segunda división, con orden de ocupar el Campo de Marte (era la única sección del ejército de Cinna situada en la parte de la ciudad que daba al río) la mandaba Quinto Sertorio, y la tercera, al mando del propio Cinna, se situó en el flanco norte del Janículo. Mario tenía que llegar por el flanco sur.

Pero hubo un imponderable. La zona media y las alturas del Janículo siempre habían sido un sector de la guarnición de Roma, y Cneo Octavio había conservado suficiente sentido común para reunir el mayor número de voluntarios dentro de la ciudad, enviándolos a reforzar la fortaleza del Janículo. Así, entre el ejército de Cinna (que cruzó el río por el puente Mulvianum) y la fuerza con que llegase Mario por la parte de Ostia se interponía aquel inexpugnable reducto, guarnecido con miles de defensores y magníficamente fortificado gracias al programa de reparaciones llevado a cabo en la época en que los germanos amenazaban con invadir Italia.

Por si la presencia de aquella fuerte guarnición en la orilla opuesta del Tiber no hubiese sido suficiente, Pompeyo Estrabón llegó con sus cuatro legiones picentinas y tomó posiciones ante la puerta Collina. Salvo la legión de Nola (que mandaba Sertorio), el ejército de Pompeyo Estrabón era el único bien entrenado de todos los presentes, y por consiguiente el más poderoso. Sólo la colina Pinciana, con sus jardines y huertos, se interponía entre Pompeyo Estrabón y Sertorio.

Durante dieciséis días, Cinna aguardó tras las empalizadas atrincheradas de los tres campamentos separados a que Pompeyo Estrabón atacase; había imaginado que éste tomaría la iniciativa antes de que llegase Cayo Mario. Quinto Sertorio, que recibiría el primer empuje, se había atrincherado en profundidad en el Campo de Marte. Pero nadie se movía ni sucedía nada.

Entretanto, Mario no había encontrado resistencia. A instigación de su cuestor, Ostia abrió las puertas nada más avistar el ejército de Mario, loca de alegría y dispuesta a acoger a su héroe con los brazos abiertos. Pero el héroe se comportó con brutal indiferencia y permitió que su ejército —compuesto principalmente de esclavos y antiguos esclavos, uno de los factores que más había preocupado a Sertorio cuando fue a visitar a su antiguo comandante— saquease la ciudad, causando grave quebranto. Cual si estuviera ciego y sordo, Mario no puso coto a las locuras y atrocidades de su abigarrada tropa, y dedicó su atención y energías a colocar una barrera tapando la desembocadura del Tiber, para impedir que las gabarras de trigo subieran aguas arriba para abastecer Roma. Ni siquiera cuando ya estaba listo para iniciar la marcha hacia la ciudad por la Via Campana hizo nada por paliar el desastre de Ostia.

Había sido un año de sequía en la Italia central, y en el invierno anterior las nevadas en los Apeninos habían sido escasas; el Tiber iba con poco caudal y muchos de los riachuelos que desembocaban en él se habían secado mucho antes del final del verano. Los últimos días de octubre de aquel año formaban realmente el límite entre el verano y el otoño, por lo que aún hacía mucho calor cuando aquellos ejércitos se acantonaron en un arco de tres cuartos de circunferencia en torno a Roma. Ya estaban recogidas las cosechas en Africa y Sicilia, pero los navíos cargados de grano apenas comenzaban a llegar a Ostia, por lo que los silos de la ciudad se hallaban casi vacíos.

Las enfermedades comenzaron a brotar poco después de que Pompeyo Estrabón llegase a la puerta Collina, difundiéndose rápidamente entre los legionarios y la población de Roma. Y aparecieron las diversas modalidades de las temibles fiebres tifoideas porque las aguas que bebían los soldados de Pompeyo Estrabón estaban contaminadas por la misma desidia sanitaria de intendencia que Quinto Pompeyo Rufo había advertido en el campamento de Ariminum; cuando la contaminación afectó a los manantiales de la ciudad, en el Viminal y el Quirinal, algunos ciudadanos de aquella zona fueron a hablar con Pompeyo Estrabón y le suplicaron que dispusiera debidamente los pozos negros. Pero Pompeyo Estrabón, como era muy suyo, los despidió con cajas destempladas, preguntándoles qué iban a hacer con los excrementos. Para mayor complicación, desde el puente Mulvianum, bastante más arriba del Trigarium, hasta la desembocadura en el mar, el Tiber era una cloaca y no servía más que para contagiar enfermedades, ya que era el desagüe de los tres campamentos de Cinna, aparte de la propia Roma.

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