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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (127 page)

BOOK: La corona de hierba
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EnValentonado por el cargo, por impotente que fuese, Sexto Lucilio llamó al que dirigía a los veteranos y le dijo cuatro cosas.

—Yo soy uno de los pocos en la ciudad que no tiene apuros —dijo—, y estoy dispuesto a aumentar la recompensa en mil denarios si me traéis la cabeza de Cayo. ¡Sólo la cabeza!

El jefe de los veteranos —que habría decapitado complacido a toda su familia por mil denarios— se le cuadró con presteza.

—Haré cuanto esté en mi mano, Sexto Lucilio —dijo—. Sé que el viejo no está al norte del Tíber, así que comenzaré a buscar por el sur.

Dos semanas después de zarpar de Ostia, el navío al mando de Publio Murcio cesaba en su desigual combate contra los elementos y echaba el ancla en el puerto de Circei, a no más de cincuenta millas de Ostia costa abajo. Los marineros estaban agotados y había bajamar.

—Lo lamento, Cayo Mario, pero no había más remedio —dijo Publio Murcio—. No podemos seguir batallando contra este viento del sudoeste.

Cayo asintió con la cabeza, pues de poco servía protestar.

—Si no ha habido más remedio, no ha habido más remedio. Yo me quedo a bordo.

Esa respuesta le pareció de lo más extraño a Publio Murcio, y se rascó la cabeza, pero una vez en tierra lo comprendió: en Circei no se hablaba de otra cosa que de los acontecimientos de Roma y de la condena de Cayo Mario por
perduellio
; fuera de Roma, apenas se conocía el nombre de Sulpicio, pero Cayo Mario era famoso en todas partes. El capitán regresó en seguida al navío.

Abatido pero decidido, Murcio se enfrentó a su pasajero.

—Lo siento, Cayo Mario, pero yo soy un hombre respetable que tiene que cuidar de su barco y desempeñar un negocio. No he hecho contrabando en mi vida y no pienso hacerlo ahora. Siempre he pagado las tasas del puerto y mis impuestos, porque en Ostia y Puteoli es imprescindible. Y no puedo por menos de pensar que ese viento tan adverso y extraño es un aviso de los dioses. Coge tus cosas, voy a llevarte a tierra. Tendrás que buscar otro barco. No he dicho nada de que te tuviese a bordo, pero más tarde o más temprano los marineros lo contarán. Si sigues huyendo y no intentas alquilar aquí otro barco, no correrás peligro. Ve a Tarracina o a Caieta, quizá allí puedas encontrar uno.

—Te doy las gracias por tu deferencia en no denunciarme, Publio Murcio —dijo Mario muy airoso—. ¿Cuánto te debo por el viaje?

Pero Murcio se negó a cobrar nada más.

—Lo que me has dado en Ostia es bastante —dijo—. ¡Ahora, te ruego que desembarques!

Ayudado por Murcio y dos esclavos que habían quedado a bordo, Mario pasó por encima de la borda y entró en el bote, donde se sentó con aspecto de anciano agotado y derrotado. No llevaba esclavos ni criados y Publio Murcio había observado que, en los quince días de navegación, su cojera había empeorado. Por muy quejica y medroso que fuese el capitán, tuvo la entereza de desembarcarlo donde no le pudiesen aprehender y llevó el bote hasta una playa al sur de Circei, donde aguardaron unas horas hasta que uno de los esclavos regresó con un caballo alquilado y comida.

—De verdad que lo siento —dijo Publio Murcio entristecido, después de que él y los dos esclavos lograsen, no sin esfuerzo, izar al gran hombre en la silla—. Quisiera ayudarte más, Cayo Mario, pero no me atrevo. Te han condenado por alta traición —espetó, al fin, después de un momento de indecisión—. Cuando te detengan, te ejecutarán.

—¿Alta traición? —inquirió Mario, estupefacto—. ¿
Perduellio
?

—Las centurias os juzgaron a ti y a tus amigos y os condenaron.

—¡Las centurias! —exclamó Mario, moviendo la cabeza sin salir de su asombro.

—Más vale que te marches —dijo Murcio—. Buena suerte.

—Más suerte tendrás tú, ahora que te ves libre de la causa de tus desventuras —contestó Mario, dando una patada a la montura en el costillar y dirigiéndola hacia una arboleda.

Ha sido un acierto abandonar Roma, pensaba. ¡Las centurias! Están decididos a verme muerto. Y yo que los últimos doce días me había dicho que había sido una tontería irme de Roma… Sulpicio tenía razón, ahora lo sé. Demasiado tarde para volverse atrás. ¡Sí que tenía razón, pero no se me había ocurrido pensar que fuesen a juzgarnos las centurias! Conocía a Sila y pensaba que nos habría mandado asesinar a escondidas. ¡No pensaba que fuese tan loco como para llegar a juzgarme! ¿Qué sabrá él que yo ignore?

Una vez en descampado, Mario bajó del caballo y comenzó a caminar; con su invalidez era un martirio cabalgar, pero el animal le venía bien para el transporte de su acopio de oro y monedas. ¿Cuánto faltaría para Minturnae? Unas setenta millas, evitando la Via Appia. Un terreno pantanoso plagado de mosquitos, pero sin un alma. Sabiendo que su hijo se dirigía a Tarracina, decidió no ir allí. En Minturnae estaría bien; era una ciudad grande, tranquila, próspera y apenas afectada por la guerra itálica.

Tardó cuatro días en llegar; cuatro días durante los cuales comió muy poco después de acabar con sus escasas provisiones: un cuenco de gachas que le dio una vieja que vivía sola y algo de pan y queso que compartió con él un samnita vagabundo, que se ofreció a ir a comprarlo si Mario le daba el dinero. Ni la vieja ni el samnita lamentaron su bondad, porque les dio a cambio un poco de oro.

Con el lado izquierdo inmóvil como un peso muerto que no tenía más remedio que arrastrar a todas partes, siguió cojeando hasta otear las murallas de Minturnae. Pero conforme se iba acercando vio una tropa de cincuenta soldados al trote por la Via Appia. Se escondió entre unos pinos y vio que cruzaban la puerta de la ciudad. Afortunadamente el puerto de Minturnae estaba fuera de las murallas, por lo que no tuvo necesidad de entrar en la ciudad y pudo llegar al muelle sin que le viesen.

Había que dejar el caballo; desató la bólsa del dinero de la silla, dio una fuerte palmada al animal y vio cómo se alejaba. A continuación entró en una posada pequeña pero de muy buen aspecto que había en aquellos alrededores.

—Soy Cayo Mario. Me han condenado a muerte por alta traición. Estoy cansado como nunca en mi vida. Y necesito vino —dijo con potente voz.

Sólo había cinco o seis personas, pero todos se volvieron a mirarle boquiabiertos. Acto seguido se oyó el ruido de diez o doce sillas y de banquetas que se apartan y se vio rodeado de hombres que querían tocarle para tener suerte, sin malas intenciones.

—¡Sentaos, sentaos! —dijo el posadero, radiante de felicidad—. ¿Sois de verdad Cayo Mario?

—¿Es que no lo parezco? Tengo sólo media cara, y más vieja que la de Cronos, pero no me digas que no conoces a Cayo Mario…

—Yo sí conozco a Cayo Mario —dijo uno de los clientes—, y tú eres Cayo Mario. Yo estaba en el Foro cuando hablaste en defensa de Titio Titinio.

—Vino. Necesito vino —dijo Cayo Mario.

Se lo dieron, y volvieron a llenarle la copa que había vaciado de un trago. Luego comió, y mientras lo hacía relató a los clientes la historia de la invasión de Roma y de su huida. De las implicaciones de la condena por
perduellio
no tuvo necesidad de hablar, porque romano, latino o itálico, todos en la península sabían lo que significaba alta traición. En realidad, los que le escuchaban habrían debido conducirle ante los magistrados de la ciudad para que le ejecutasen, o haberlo hecho ellos mismos. Pero lo que hicieron fue escuchar su historia y luego ayudarle a subir por una desvencijada escalera hasta el ansiado lecho, en el que el fugitivo cayó pesadamente y durmió diez horas seguidas.

Al despertar, vio que le habían lavado la túnica y la capa y limpiado las botas por fuera y por dentro. Sintiéndose mejor que nunca desde que había desembarcado, Mario descendió la escalera y se encontró con la taberna llena.

—Han venido a verte, Cayo Mario —dijo el posadero, acercándosele para ayudarle—. ¡Qué gran honor nos haces!

—Soy un condenado, posadero, y debe de haber por ahí medio centenar de patrullas buscándome. Ayer vi una que entraba en la ciudad.

—Sí, están ahora mismo en el foro con los
duumviri
, Cayo Mario. Hicieron igual que tú, dormir, y ahora andan por ahí dándose importancia. Media Minturnae sabe que estás aquí, pero no tienes por qué preocuparte, no te vamos a entregar ni se lo vamos a decir a los
duumviri
, que son gente que cumplen la ley al pie de la letra. No saben hacer más que eso. Si cayeses en sus manos, seguramente decidirían ejecutarte, por poco que les guste la tarea.

—Te doy las gracias —dijo Mario con efusión.

Un hombrecillo regordete, que no estaba el día anterior, se acercó a Mario con la mano extendida.

—Soy Aulo Belaeo, mercader de Minturnae. Tengo algunos barcos. Decidme lo que necesitáis, Cayo Mario, y a vuestra disposición está.

—Necesito un barco listo para sacarme de Italia y navegar a donde me den asilo —dijo Mario.

—No hay inconveniente —se apresuró a responder Belaeo—. Tengo el navío más adecuado listo en el muelle de la bahía. En cuanto hayáis comido os llevaré allí.

—¿Estás seguro, Aulo Belaeo? Me buscan para matarme, y ayudándome tal vez corra peligro tu vida.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo —contestó Belaeo, muy tranquilo.

Una hora más tarde llevaban a Mario en bote hasta un robusto navío para el transporte de grano, más hecho a los vientos adversos y al mar abierto que el navío de cabotaje de Publio Murcio.

—Acaban de carenarlo en Puteoli después de descargar trigo africano. Pensaba volver a Africa en cuanto hubiesen vientos favorables —dijo Belaeo, ayudando a su invitado a subir a bordo por una fuerte escala a popa, muy parecida a una auténtica escalera—. Va cargado de vino de Falernio de primera para el mercado africano, lleva buen lastre y no faltan provisiones. Siempre tengo los barcos preparados para aprovechar los vientos y el buen tiempo —añadió, dirigiéndole una sonrisa amabilísima.

—No sé cómo agradecértelo, aparte de pagarlo bien.

—Es un honor, Cayo Mario. No lo anuléis queriendo pagarme, os lo ruego. Pasaré el resto de mi vida contando esta historia… Cómo yo, un mercader de Minturnae, ayudó al gran Mario a burlar a sus perseguidores.

—Y yo te estaré eternamente agradecido, Aulo Belaeo.

Belaeo volvió a embarcar en el bote, le dijo adiós y regresó remando a la cercana playa.

Apenas había desembarcado en el muelle, los cincuenta jinetes que habían estado indagando en la ciudad se acercaron a la orilla. Sin hacer caso de Belaeo —a quien no relacionaron con el barco que en aquel preciso instante levaba anclas— los secuaces de Sexto Lucilio miraron hacia la nave y vieron entre los acodados a la borda el rostro inconfundible de Cayo Mario.

El que mandaba la fuerza se acercó al extremo del muelle y, haciendo bocina con las manos, gritó:

—¡Cayo Mario, quedas arrestado! ¡Capitán, has dado cobijo a un fugitivo de la justicia romana! ¡En nombre del Senado y el pueblo de Roma, te ordeno que vires y me entregues a Cayo Mario!

En el barco siguieron con los preparativos para zarpar, sin preocuparse de las voces; pero Mario, al volverse y ver que la tropa apresaba a Belaeo, tragó saliva con fuerza.

—¡Alto, capitán! —gritó—. Han detenido al dueño del barco. ¡Tengo que volver!

—No es necesario, Cayo Mario —replicó el capitán—. Aulo Belaeo sabe cuidarse. Os ha confiado a mí y me ha encomendado que os llevara, y tengo que hacerlo.

—Harás lo que yo diga, capitán. ¡Regresa!

—Si lo hiciese, Cayo Mario, nunca más volvería a mandar un barco y Aulo Belaeo utilizaría mis tripas para las jarcias.

—Vira y dame un bote, capitán. ¡Insisto! Si no me quieres llevar al muelle, desembárcame en alguna playa en la que pueda huir —añadió Mario, mirándole enfurecido—. ¡Hazlo, capitán, te lo ordeno!

En contra de su voluntad, el capitán obedeció. Había algo en la actitud de Mario que le hizo ver que era un general acostumbrado a que le obedecieran.

—Os desembarcaré en las marismas —contestó el descontento capitán—. Conozco bien la zona y hay un sendero que conduce a Nunturnae, donde os aconsejo que os escondáis hasta que se hayan ido los soldados. Luego volveré a embarcaros.

Otra vez a saltar la borda y subir a un bote; pero esta vez el fugitivo abandonó el navío por el lado contrario a tierra para que no le viesen los soldados, que seguían pidiendo a gritos su entrega.

Por desgracia para Mario, el que mandaba al grupo tenía muy buena vista, y cuando el bote apareció a lo lejos, bogando hacia la costa, reconoció la cabeza de Mario entre los seis afanosos remeros.

—¡Rápido, a los caballos! —ordenó a voces—. Dejad al imbécil del barco; no es importante. Vamos a seguir por tierra ese bote.

Tarea fácil, pues un sendero muy trillado marcaba el contorno de la bahía a través de las marismas saladas que tapaban la desembocadura del río Liris, y la tropa pronto se puso a la altura del bote, perdiéndolo de vista al quedar oculto por los juncos y cañas de la desembocadura.

—¡Sigamos, ya daremos con ese maldito!

Los secuaces de Sexto Lucilio le hallaron, efectivamente, dos horas después, justo a tiempo. Mario había dejado la ropa y estaba hundiéndose en un hoyo de pegajoso légamo negro. No fue fácil sacarle, pero no faltaban manos y, finalmente, el lodo traicionero entregó a su víctima. Uno de los hombres se quitó la capa y fue a cubrir a Mario, pero el jefe le detuvo.

—Deja que ese inválido vaya desnudo. ¡Que vean en Minturnae qué ha quedado del gran Mario! Toda la ciudad sabía que estaba aquí. Ahora pagarán por haberle dado cobijo.

Y así el viejo inválido echó a caminar desnudo en medio de la soldadesca, tropezando, vacilando y cayendo durante todo el camino hasta Minturnae, sin que aquella tropa se preocupase por lo que tardaban en llegar. Cuando estaban cerca de la ciudad y empezaban a verse casas por el camino, el jefe se puso a dar voces para que la gente saliese a ver al cautivo Cayo Mario, que no tardaría en ser decapitado en el foro de Minturnae.

—¡Salid, venid todos! —iba gritando.

A media tarde, la tropa entraba en el foro, seguida por casi toda la ciudad, estupefacta y atónita para protestar por el trato que daban a Cayo Mario y sabiendo que estaba condenado por alta traición. Pero un rencor soterrado comenzaba a trabajar las mentes. ¡Cómo podía Cayo Mario haber cometido alta traición!

Los dos principales magistrados de la ciudad aguardaban al pie de la escalinata del consejo municipal, rodeados de una guardia de bedeles, convocados urgentemente para demostrar a aquellos arrogantes soldados romanos que Minturnae no era feudo suyo, y que, si era necesario, Minturnae lucharía.

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