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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (17 page)

»Detesté París con todas mis fuerzas porque era una cárcel de la que, por mi propio bien, no podía escapar.

»Shallem encontraba un gran placer en forzar de noche las puertas de Notre–Dame para penetrar en ella, melancólico y silencioso, y recorrer sus naves, contemplando, circunspecto, cada relieve, cada estatua, cada escena de las portentosas vidrieras, siempre como si lo hiciera por primera vez.

»A veces se conformaba con detenerse en el exterior, con aspecto de curiosidad, observando los monstruos diabólicos que rematan la balaustrada, como si esperase ver su propia imagen. Pasaba su vista de las alas pétreas a los ridículos cuernos y a la lengua, que se asomaba, burlesca e insultante, por entre el hocico de uno de ellos. Luego me miraba, y, poniendo las manos en sus mejillas, fingiendo apoyarse en una imaginaria balaustrada en la misma postura del monstruo, me sacaba la lengua imitando cómicamente su gesto de mofa, y estallábamos en carcajadas.

»Pero la mayoría de las veces, sin embargo, nuestra visita no terminaba en risas, sino que permanecía sentado, a veces incluso tumbado, en alguno de los fríos bancos durante horas, sin hacer el más mínimo caso de mis peticiones; de mis ruegos para que nos fuésemos de allí; de mis quejas de hambre, frío o cansancio; o de mis simples preguntas que, hasta que me acostumbré a verle en aquellas situaciones, surgían, nerviosa y convulsamente, de mis labios.

»—¿Qué ocurre, Shallem? ¿Qué te pasa? —le inquiría.

»Pero, ante la ausencia de respuesta, y ante su propia aparente ausencia, mis preguntas acabaron por cesar y me limitaba a sentarme junto a él, pacientemente, besándole de vez en cuando sin que ni siquiera me mirara. Hasta que el más pequeño gesto de su faz me daba a entender que había vuelto a mí y, sin darle la posibilidad de escapar de nuevo, le preguntaba:

»—Shallem, ¿nos vamos?

»—Sí, cariño, sí. Vámonos ya. Debes tener frío, ¿no?

»Pero su sola mirada me calentaba.

»No obstante, ni Notre–Dame ni ningún otro templo guardaba un especial significado religioso para él. Dios no estaba en ellos más que en otros lugares. Sin embargo, aquellos enormes huecos formados por sillares macizos se convertían en magníficos observatorios desde los cuales Shallem podía analizar el espacio, con mayor facilidad y seguridad que en otros lugares, en busca de presencias enemigas.

»Paseábamos bajo el límpido cielo de París, admirando los contrafuertes de la catedral reflejados en las aguas del Sena. Había cientos de estrellas, miles. Nos sentamos en un banco, junto al río, espantando con las manos las nubes de mosquitos que nos atravesaban. La noche era cálida. Serían las cuatro de la madrugada y no había una sola persona vagando por las calles que pudiera acercarse a molestarnos.

»Nos quedamos mirándonos a los ojos, perdido el uno en la mirada del otro. Yo nunca me hartaba de contemplarle. Era tan vital y sensible que su expresión cambiaba continuamente. Pero, ya fuese ésta triste o alegre, enfurecida o tierna, siempre subyacía en su semblante aquella expresión eternamente melancólica, eternamente rebelde. ¡Qué experiencias habría vivido para acumular tanta amargura!

»Llevó mi mano hasta su boca y la besó. Luego me rodeó con su brazo.

»—Ahora hay tanta paz… —susurré—. Aquí, en este rincón, es difícil creer la cantidad de personas que estarán despidiéndose de la vida en cualquier esquina de la calle, víctimas de las epidemias o de sus semejantes.

»—¿Te importa eso? —me preguntó, con su delicada y tranquila voz—. ¿Sufres por los hombres?

»—Sólo por los inocentes. Porque los hay, Shallem, tiene que haberlos. Otras almas como la mía. Otras personas que se estremezcan ante la palabra guerra igual que yo lo hago. Que no puedan comprender por qué una especie inteligente no es capaz de vivir en paz consigo misma; por qué los hombres necesitan exterminarse unos a otros; por qué los locos rigen sobre los cuerdos. ¡La Tierra es tan grande y nosotros tan pequeños! Y, sin embargo, si el hombre pudiera, robaría incluso el aire que sus hermanos respiran. ¿Has visto esas armas espantosas, los cañones? ¿Cómo es posible que un ser formado de mi misma esencia pueda concebir un engendro mortal como ése?

»"Quisiera cambiarlos, Shallem. Conseguir borrar de ellos todo rastro de egoísmo y maldad. Algún día debieron ser así. ¿No es cierto? Buenos y generosos. ¿O es que siempre ha sido el hombre tan dañino como lo es hoy?

»—Siempre —me contestó sin vacilar—. Me hablas de un modo tan ingenuo, tan inocente… ¡Si el hombre pudiera cambiar! ¿Crees que eso no se ha intentado ya? Pero mientras el hombre exista, siempre será posible encontrarlo asesinando a su hermano o eliminando a otras especies de la faz de la Tierra. Así será hasta el fin de sus días, y nadie, ni siquiera Dios, podrá cambiarlo.

»—¿Por qué soy yo uno de ellos, Shallem? —le pregunté amargamente—. ¿Por qué, si, en realidad, no lo soy? Soy un espíritu desvinculado del cuerpo que accidentalmente habita. Un cuerpo que es una cárcel de la que no puede escapar.

»"¿Qué tengo yo que ver con esa muchedumbre tiránica, con este ejército sanguinario y destructor que es la humanidad?

»"Yo nunca he sido uno de ellos, Shallem. Siempre me he sentido diferente, ajena a ellos. Incluso cuando no era más que una niña. Nunca he entendido nada de lo que ocurría a mi alrededor, de sus luchas, de su prepotencia. Y la posibilidad de ese entendimiento me horroriza, por cuanto tendría de aceptación.

»"Hace tiempo, antes de conocernos, o cuando de nuevo me encontré sola, en sueños, me veía a mí misma luchando por volar. Agitando locamente brazos y piernas, tratando de escapar de ellos, de ascender y ascender lejos de la Tierra. Pero nunca lo conseguía. Nunca lograba alejarme lo suficiente. La Tierra me atraía mientras ellos trataban de sujetarme con sus manos, siempre demasiado cerca, siempre rozándome.

»Permanecimos en silencio mucho tiempo, apretados uno contra el otro en deleitoso consuelo, contemplando la inmutable magnificencia del cielo iluminando la catedral.

»—¿Crees que yo quiero ser como soy? —murmuró Shallem, casi inaudiblemente, como si temiera que alguien indebido pudiese enterarse de sus más íntimos y secretos pensamientos—. ¿Crees que deseo vagar eternamente, entre estos seres a quienes odio infinitamente más que tú?

»—¡Oh! ¡Shallem! ¿Por qué pensamos siempre en ellos? No lo hagamos nunca más. Ahora nos tenemos el uno al otro. Disfrutemos de este momento. Me arrepiento de haberte hablado como lo he hecho. Te he entristecido.

»—No. No lo has hecho, Juliette. La tristeza, que esperaba adormecida, se ha despertado, eso es todo. —Hizo un doloroso silencio y levantó los ojos hacia las estrellas—. ¿A dónde pertenezco yo ahora? —continuó, con una voz tan apenada que estremecía cada partícula de mi ser—. ¿Quién soy yo ahora? ¿Quién, sino un proscrito condenado al exilio en el infierno, un espíritu errabundo en perpetua huida? Mis propios hermanos me niegan el regreso al mundo del que no debí salir. El mundo al que Él nos relegó.

»—¿Lo harías? —le pregunté. Y mi voz era apenas un quejido ahogado por el lento discurso de las aguas del río—. ¿Volverías a él si pudieras, abandonándome en la soledad de este infierno?

»—No —respondió de inmediato—. Nunca te dejaría.

»Durante unos segundos permanecimos en elocuente silencio. Contemplándonos.

»—Juliette —me dijo—, llevo tanto tiempo pensando en ello. ¡Si pudiese regresar a Él, reflejarme en sus ojos de nuevo! ¡Si recobrase Su Amor! No puedo vivir más tiempo con el fuego de su vacío abrasando mi alma. No quiero. —Su voz era un quedo lamento que me partió el alma cuando, mirándome con sus angelicales ojos verdeazulados, plenos de inocencia, dirigió a mí su divina pregunta—. ¿Podré volver a su lado de nuevo? ¿Volveré a recuperar la Gracia de Dios?

»Le escuché estupefacta, desconcertada, comenzando sólo a comprender la verdadera magnitud de su desarraigo, de su dolor. Sus ojos brillaban titilantes, lo mismo que las estrellas, mientras aguardaba impaciente mi respuesta, como si esta tuviese alguna importancia. Acerté a darle la que necesitaba, la única que podría soportar en aquel momento.

»—Él es misericordioso. Todo padre… desea… recuperar el amor de sus hijos, por muy grande que haya sido su enfado con ellos. Y a veces quieren más a los hijos descarriados. ¿No dijo algo así Jesucristo? El pastor que abandona a todo su rebaño por recobrar a la oveja extraviada. Él está deseando recuperarte, seguro. ¿Quién no lo estaría?

»Dije esto con la mayor convicción de que fui capaz, disimulando mi asombro ante el deseo que me había expresado. Pero él se aferró desesperadamente a mis palabras, porque la imperiosa necesidad de aliviar su dolor le impelía a hacerlo.

»—Es cierto —me dijo, reafirmando vigorosamente sus palabras con sus gestos—. Es cierto.

»Le miraba medio embobada, intentando, todavía, deshacerme de mis últimos prejuicios, de reajustar mis esquemas. ¿Y aquél era un demonio? ¿No se suponía que no debía preocuparse sino de engañar y llevar al hombre a la perdición? ¡Pero su corazón era tan frágil, tan vulnerable! Lleno de dudas, temores, deseos y aflicciones mortales.

»¡Y ahora me salía con aquello, con que no podía continuar viviendo si no recuperaba la Gracia, con que necesitaba contemplar de nuevo el rostro de Dios y que Éste le mirase con Amor! ¡Quería ser un buen ángel de nuevo, ascender al Cielo y ocupar su lugar al lado de su Padre!

»¿Sería eso posible?, intenté responderme más tarde, abrazada a él en la tranquilidad de nuestro lecho. E intenté pensar en alguien que pudiese darme la respuesta. Pero nadie en la Tierra podía.

»A partir de aquella noche sus esfuerzos redentorios se hicieron claramente visibles.

»Cuando entrábamos en las tiendas, en busca de comida, libros o adornos para el salón, o acudían a nuestra casa el sastre o la modista, con quienes él jamás había cruzado más palabras que las puramente imprescindibles, intentaba, torpe y dificultosamente, iniciar una pequeña charla con ellos, obsequiarles con aquella sonrisa que enloquecía a cualquier mortal, acercarse a ellos, mostrarse amable, en suma.

»Se había vuelto tolerante con los mendigos que, a menudo, nos esperaban a la salida de nuestra vivienda, en la rica calle Saint Denis, y solía llevar preparado un saquito con abundantes monedas que distribuía entre ellos.

»Pequeños hechos como estos tenían la virtud de hacernos sentir mejor. Menos solos, quizá. Menos apartados de la realidad circundante. Ya sabe. Siempre es más feliz el que da que el que recibe. Y el aliviar, aunque fuera mínimamente, las desgracias de quienes nos rodeaban, nos hacía concebir nuevas, irreales y rebuscadas esperanzas respecto al futuro. No sólo respecto al nuestro, sino al de la humanidad entera, en cuyo seno vivíamos.

»Lo malo fue que la generosidad de Shallem fue pronto conocida por los mendigos de todo París, que colapsaban la calle y se arracimaban a nuestra puerta haciéndonos insoportables las salidas y despertando las iras de nuestros ricos y nobles vecinos, que no tardaron en recurrir a la fuerza para despejar sus dominios de aquellos molestos y hediondos vagabundos de dientes carcomidos.

»Estas mismas personas se sentían fascinadas por nosotros. Supongo que debíamos parecerles una mágica pareja de bellísimos jóvenes, distantes y misteriosos, cuyos secretos decidieron desentrañar, y, por ello, fuimos invitados a cuantas reuniones y fiestas de sociedad se celebraron en París; ese otro y reducidísimo París que aún podía permitirse el lujo de vestir de gala y llevar a su mesa los manjares más exquisitos, servidos por criados a quienes trataba como a auténticos esclavos. Por supuesto, Shallem, que deseaba mantenernos al margen de la humanidad, declinaba cuantas invitaciones nos ofrecían. Pero yo, vanidoso ser humano, conseguí convencerle para acudir a unas cuantas. Necesitaba un motivo para verme adornada con mis más hermosas ropas y joyas. Deseaba penetrar en los ricos salones del brazo de mi príncipe encantado. Sentir los suspiros de admiración de las demás mujeres. Sus ojos clavados en su majestuosa apostura. Sin embargo, y a pesar de los lujos ficticios de que se rodeaba, la nobleza estaba, a su modo, casi tan empobrecida y llena de problemas como cualquier otro estamento, así que pronto me cansé de soportar sus farragosas disquisiciones políticas y dejamos de frecuentar su compañía.

»En nuestro nuevo estado beatífico, era común vernos inmersos en las escasas diversiones de que la plebe podía disfrutar: los teatrillos al aire libre bajo la entonces cuarentona Tour de Jean Sans Peur, tan cansada como nosotros de asistir a las reiterativas obrillas de combates de ingleses contra parisinos; el guiñol, los poetas, los cantantes, los músicos espontáneos, en la Square du Temple; los malabaristas, pintores y juglares, diseminados a orillas del Sena; la degustación de los siempre exquisitos vinos de mi tierra en las concurridas tabernas.

»Eran pequeñas delicias que nos permitían contemplar la vida desde su óptica más placentera, mezclarnos entre la gente sin ser molestados por ella.

»Durante uno de nuestros paseos conocimos al pequeño Jean Pierre. Era una criatura encantadora dotada de una negra mirada llena de arrebatadora dulzura. No alcanzaba los seis años. Dormía en la calle. En cualquier calle donde el crepúsculo le sorprendiera. Su única compañía en el mundo y su único tesoro era un huesudo cachorrito blanco del que nunca se separaba.

»La primera vez que le vimos, atravesaba el puente de La Tournelle con el perrito en brazos. Nosotros estábamos apoyados en la barandilla, contemplando los vespertinos reflejos solares sobre las aguas del río y los campos que surgían de la penumbra, no demasiado lejos, por detrás de las últimas casas de París. Una enorme mancha blanquecina, esfumada, bajo el astro cegador y gigantesco, y, a sus lados, sombras claroscuras en las que se adivinaban las siluetas de los árboles.

»Se detuvo a nuestro lado, mirándonos con una enorme y cándida sonrisa. Paz, era lo que irradiaba. Paz, bondad, ingenuidad, amor…

»No decía nada. No pedía nada. Sólo miraba con aquella dulce sonrisa.

»Nos quedamos observándole alejarse sobre el puente de madera, con sus graciosos andares de pequeñuelo travieso y sus raídas ropitas.

»Durante muchos días no pude quitarme su imagen del pensamiento. Es curioso que las emociones más intensas, las que más profundamente penetran en nuestro interior, se producen siempre en el silencio de una mirada. ¡Y qué elocuente puede llegar a ser ésta! Como si las almas se asomaran a los ojos y, recuperando por un momento sus incógnitas esencias, pudieran comunicarse sin palabras de un modo mil veces más eficaz que a través de ellas.

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