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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (40 page)

»Cuando nos quedábamos solos Cyr y yo, me daba cuenta de lo apesadumbrado que se sentía porque casi nunca le dejaban ir con ellos.

»—En Florencia estábamos siempre juntos —me decía con la cabeza gacha.

»—Pero esto no es Florencia —le respondía yo—. Éste es el último vestigio del paraíso. Y les pertenece. Debemos dejarles disfrutarlo a solas, o, de lo contrario, acabaremos por perderles. ¿Lo comprendes?

»Pero él, por supuesto, no quería entender porque no podía ir a donde fuera su padre, no podía hacer lo que su padre hiciera y por qué, sobre todo, su padre no parecía desear su compañía tanto como él necesitaba la suya.

»Las presencias del otro mundo continuaban apareciendo constantemente en busca de una oportunidad, un descuido, que les hiciese posible llevarse a nuestro hijo.

»Pero no eran, ni mucho menos, fuertes espíritus celestiales como Shallem y Cannat, sino sólo débiles espíritus que en su día ocuparon un cuerpo humano y que no deseaban volver a él, como antes le decía.

»¿Recuerda las enormes figuras de las que le he hablado, las que estaban situadas entre pirámide y pirámide? Allí era donde Cannat encerraba a los espíritus demasiado fastidiosos. Como puede comprender, no hallaba en ello ninguna dificultad. Era, simplemente, un acto molesto, como tener que sacudirse un pegajoso mosquito. Pero su poder era tan desmesurado que, de ser necesario, hubiera podido encerrar allí dentro a cualquiera de sus propios hermanos. Y lo que Cannat hacía, nadie podía deshacerlo, salvo él mismo.

»A la ciudad de día no íbamos jamás. Cannat lo tenía rigurosamente prohibido. Nos había hablado de los espantosos sacrificios humanos que continuamente inmolaban para él. También decía que arrancaban el corazón de sus enemigos y luego se lo comían y se bebían su sangre, porque creían que así les transmitían su poder y su fuerza. A Cannat le parecía muy divertido que hicieran aquello; mientras él no estuviera presente. Sentía una apabullante repugnancia por todos los actos sangrientos que los humanos realizaban, pero ninguna por los suyos.

»Algunas noches, sigilosamente, él solo o, en ocasiones, todos juntos, solíamos acudir al templo del dios Kueb a recoger las ofrendas alimenticias que los fieles depositaban para él, y que Cyr y yo consumíamos gustosamente: tortas bastante buenas, una especie de pasta hecha a base de semillas, y montones de exquisitas frutas. Aquellos obsequios bastaban para satisfacer al dios, aunque no era lo único que le ofrendaban. Cannat o Shallem entraban siempre los primeros para evitar que Cyr y yo tuviésemos que soportar la visión de los otros presentes que solía recibir.

»Pero, ahora déjeme describirle el templo más detalladamente. Como he apuntado antes, se trataba de una torre piramidal de base cuadrada. Estaba formada por tres plantas superpuestas cuyas dimensiones decrecían muy considerablemente conforme aumentaba su altura, aunque nosotros, para contemplar el cielo, nos instalábamos en la cúpula, es decir, sobre el techo del tercer piso, como si se tratara de un cuarto. De una terraza a otra se ascendía mediante escaleras exteriores y del primer piso partían tres larguísimas hacia el suelo. En la terraza superior se hallaba el templo propiamente dicho, y desde él los sacerdotes contemplaban los astros y trataban de interpretar su influencia sobre el destino de su pueblo, mientras que el altar exterior se encontraba en la primera terraza, perfectamente visible desde tierra y constantemente alumbrado por los fuegos sagrados. Sólo había dos vanos que se abrían al exterior, uno en el templo, y otro, que no era más que un soportal en el cual confluían las tres escaleras. De modo que, desde fuera, parecía una estructura completamente maciza.

»Cannat mismo les había mostrado, a su sutil manera, como debía ser construido, y su semejanza con los zigurats akadios era más que sospechosa.

»Como digo, pese a la falsa apariencia, al igual que en una pirámide egipcia por dentro había corredores y salas. Para acceder a ellas era preciso descender por una interminable escalera interior cuya única entrada se encontraba en el templo, o sea, en la terraza superior.

»La ascensión al templo era todo un acto de devoción, un auténtico sacrificio por parte de los veneradores de Kueb. Debía haber unos trescientos escalones. En él, rezaban piadosamente y realizaban sus ofrendas votivas al dios. Aunque el templo estaba dedicado a Kueb, el dios Oman tenía un espacio dedicado para su propio culto, aunque de un modo secundario. En realidad, le estaba siendo levantado su propio santuario, de aspecto similar pero mucho más pequeño, en uno de los dos brazos que, perpendiculares a la Avenida de los Muertos, partían desde la gran plaza del templo mayor, y en el que ya había otros templetes consagrados a diversos dioses y diosas de naturaleza abstracta.

»Las representaciones que de ellos hacían nada tenían que ver con la realidad. Bueno, salvo por el hecho de que estaban completamente desnudos. Aunque había vastas figuras en piedra e incluso en terracota, y multitud de relieves con misteriosas escenas decorando las paredes del templo, entre todas destacaban dos magníficas esculturas finamente trabajadas. La de Kueb, de jade, con aplicaciones de oro en el pelo y zafiros en los ojos. La de Oman, de obsidiana, con pupilas de esmeraldas. A ambos los simbolizaban casi de idéntica manera: de pie, hieráticos, con la mirada al frente y una fría sonrisa, con una serpiente en actitud de morder asomando por la boca de cada uno de ellos y con enormes alas emplumadas a sus espaldas. Era evidente que en el pasado habían hecho gala de sus poderes. Además, Kueb portaba en su diestra un disco solar de oro macizo en cuya circunferencia había grabados cuneiformes y dibujos explicativos de los movimientos planetarios, y su zurda estaba en actitud de entregarles una pequeña tabla en la que un bajorrelieve representaba un modelo de zigurat. En cuanto a Oman, tenía en la palma de su mano derecha un pacífico jaguar sedente y en la izquierda un disco de plata más pequeño que el de Kueb y con grabados similares.

»No hacen falta explicaciones. El dios del Sol y el dios de la Luna.

»Cyr insistió en investigar el interior del templo. Cannat no quería llevarle. Le dijo que era desagradable, oscuro, feo y maloliente, y que no tenía ningún deseo de encerrarse en aquella inmundicia cuando tenía la orilla del río para disfrutar de la cálida luz del sol sobre su piel. Por supuesto, Shallem era aún más refractario. Pero, naturalmente, cuanto más trataban de disuadirle, más deseos tenía él de entrar.

»A menudo solíamos pasar largas horas de la noche contemplando las estrellas desde lo más alto del templo. Lo hacíamos a escondidas, cuando los sacerdotes y sus alumnos no estaban allí. Procurando no llamar la atención a los de abajo.

»Tumbado placenteramente en aquel lugar, sumergido en profundos pensamientos y con las estrellas titilando en sus ojos azules, Cannat parecía más ángel que en ningún otro lugar.

»Pues bien, él, cuyo espíritu latía dentro de mi hijo, fue el primero en darse cuenta de que Cyr, a hurtadillas, se había introducido en el interior del templo y se encontraba en problemas. Le estaba llamando.

»—¡Cyr se ha perdido en el maldito templo! —exclamó mientras se ponía en pie para saltar hasta la terraza del templo—. ¡Será…! ¡Haber entrado ahí después de lo que le dijimos!

»Shallem y yo le seguimos a toda prisa.

»El descenso por el interior del templo resultaba un verdadero infierno.

»El aire estaba completamente enrarecido. No existían entradas para que pudiera renovarse, exceptuando la trampilla de entrada. Y, debido a la carencia de oxígeno, las antorchas que habían encendido para que yo no me cayese rodando por la infinita escalera, se nos apagaban cada dos por tres.

»Llegamos a un pasadizo, estrecho, pero suficientemente alto como para andar de pie sin agachar la cabeza. Sin duda había sido construido a la medida del dios, pues ningún indígena alcanzaba siquiera mi estatura. El túnel finalizaba en una sala vacía pero íntegramente decorada con escenas sobre los hechos del dios en las paredes y una representación del firmamento en la lisa superficie del techo. Pero en esta sala comenzaba el laberinto. De ella partían cuatro corredores de idéntica apariencia. La atravesamos rápidamente, con Cannat a la cabeza, que nos guió sin titubear por uno de ellos. Nuevamente desembocamos en una sala, de apariencia idéntica a la anterior, en la que volvían a abrirse cuatro túneles. Al final del que tomamos había una escalera más.

»Cuando acabamos de bajar sus innumerables peldaños, me quedé atemorizada ante lo que vi. Frené en seco, estupefacta, mientras Cannat continuaba inmutable su camino y Shallem me empujaba a seguir andando. Aquella habitación era un enorme osario que llegaba hasta el techo. En él, bien ordenadas en pilas sostenidas con tablas, se encontraban los cráneos de las víctimas que habían sido sacrificadas a los dioses. Sólo sus cráneos, limpios, pulidos, meticulosamente alineados en varias filas sobre cada estante. Teniendo en cuenta el tamaño de la sala, más tarde calculé que habría unos cien mil, como mínimo.

»Me quedé hechizaba contemplando las palpitantes luces rojizas de nuestras antorchas difuminando las imprecisas formas de las calaveras que alcanzaban a iluminar. Y, aunque muchas de ellas conseguían refugiarse en la oscuridad, bastaba un movimiento de mi brazo para verlas bailotear, derritiéndose como elásticos espectros de pálido hueso.

»Estaba totalmente petrificada. Mis sentidos tan muertos como los de cualquiera de ellos. ¡Y mi pobre niño andaba por allí perdido!

»Noté los cálidos brazos de Shallem alrededor de mi cintura y que me levantaba en el aire para sacarme de allí a la fuerza. Y yo aún seguía mirando para atrás cuando cruzamos el umbral.

»Otra vez nos encontramos ante un pasillo que desembocaba en una sala en la que se abrían cuatro vanos. Y Cannat había desaparecido. Shallem se plantó, dubitativo, delante de uno de ellos. Luego, llevándome de la mano, dio media vuelta y penetramos por un nuevo e interminable pasadizo. Comenzamos a vislumbrar una fuerte iluminación y a oír voces procedentes de su final; las suyas, seguro.

»Conforme llegábamos, comencé a percibir un trascendente hedor. Un olor más penetrante que el de un matadero. La sala no era muy diferente a las otras, salvo que estaba decorada con pinturas, en lugar de con bajorrelieves. Y fue en ellas en lo primero que fijé la vista nada más entrar. Y vi que las paredes laterales estaban salpicadas de sangre humana coagulada, que se pronunciaba extrañamente sobre las pinturas. Aparté la vista, atemorizada, y mis ojos cayeron sobre algo más terrible aún. El ara de los sacrificios, una losa de jaspe con un cuchillo de obsidiana encima, estaba instalada en el centro de la sala. Desvié la vista de nuevo hacia la pared y luego otra vez al ara, sucesivas veces, preguntándome cómo matarían a sus víctimas para que su sangre hubiese manchado las pinturas varios metros más allá. Y, de pronto, espeluznada, descubrí que sobre la losa de jaspe había tres corazones humanos que en mi imaginación aún sangraban y echaban vapor. Mareada, me agarré al brazo de Shallem, que observaba atentamente la escena entre Cyr y Cannat.

»Allí estaban, Cannat, inclinado sobre mi niño, zarandeándole del brazo y regañándole severamente. Y Cyr le miraba fieramente sin el menor temor o, siquiera, respeto.

»—¡Iré al infierno, si quiero! —le gritó, agitando violentamente su antorcha—. ¡Y tú irás a buscarme!

»Y Cannat le soltó el brazo y se quedó mirándole perplejo.

»Y Luego, dirigiéndose a su padre, continuó con lágrimas en los ojos:

»—¡Y tú, tú me odias porque soy humano! ¡Siempre me has odiado! ¡Crees que soy como ellos! ¡Igual que ellos! —Y extendió su bracito señalando con el dedo índice a la pared que daba al exterior del templo.

»—¿A qué viene todo esto? —rugió Cannat—. ¿De dónde has sacado esa idea?

»—¡Nunca te has ocupado de mí! ¡Nunca me has querido! ¡Pues yo tampoco te quiero! ¿Lo sabías? —siguió gritándole Cyr a su padre, sin hacer el menor caso de Cannat—. ¡Ni siquiera te preocupaste de hacerme invulnerable cuando llegamos aquí! ¡Estaría muerto si no fuera por él! —Y señaló a Cannat—. ¡Tú, padre maldito! ¿Por qué me permitiste seguir viviendo cuando no pudiste hacer de mí lo que hubieras deseado? ¿Por qué? ¡Dímelo! —Y golpeó el aire con sus puños y el suelo, fuertemente, con su pie derecho.

»—¡Cállate inmediatamente! ¿Me oyes? ¡Ya! ¡No sabes lo que dices! —grité yo, viendo la aturdida expresión de Shallem.

»—¡Me repudiaste en el momento de nacer! —continuó furiosamente, llorando al tiempo que gritaba, y sin despegar la vista de Shallem, que también parecía a punto de echarse a llorar.

»—¡Cierra la boca de inmediato o te convertiré en cenizas! ¡Te juro por el amor de tu padre que lo haré! —bramó Cannat.

»Y entonces, con repentina calma, mirándole a los ojos con los suyos cuajados de lágrimas, Cyr le susurró:

»—Tú eres mi padre, Cannat. Tú siempre has sido mi padre. —Y, acercándose a él, cogió su gran mano entre las suyas, tan pequeñas, y se llevó su dorso a la mejilla—. Empeñaste tu libertad a cambio de mi vida. Me enseñaste cuanto es posible saber. Pusiste el mundo en mis manos. Tú siempre me has querido sin interés. Nunca me mostraste tu decepción porque no soy más que un mortal. Tú eres mi padre. Si hoy vivo, es gracias a ti. Tienes derecho a quitarme lo que es tuyo. Mi vida, incluso.

»—No eres justo con él… —murmuró Cannat nerviosamente.

»—¿Y lo fue él conmigo? —replicó Cyr, de nuevo rabioso—. No recuerdo un solo momento de intimidad entre nosotros. Me trata como a un apestado.

»—¡Eso es absurdo! —exclamó Cannat, dirigiendo su mirada al rostro crispado de dolor de Shallem.

»—¡No! ¿Sabes lo que ha esperado siempre? ¿Lo que siempre ha temido? Descubrir en mí un comportamiento humano. Algo que le avergonzara todavía más. Algo como esto…

»Y, dirigiéndose compulsivamente hacia el ara, tomó de ella uno de los tres corazones humeantes y, arrancándole un tierno pedazo con los dientes, comenzó a masticarlo.

»—¿Qué estáis mirando? —preguntó, y la sangre chorreó por las comisuras de sus labios—. ¡Es la sangre de mi enemigo! ¡Me hará más fuerte!

»E, inmediatamente, arrojó su antorcha a una esquina por detrás del ara y prendió sobre las ropas de un cuerpo caído. Cannat corrió hacia él y le dio la vuelta. Era un sacerdote, y le había sido arrancado el corazón.

»—Fue fácil —continuó Cyr, exhibiendo el cuchillo de obsidiana en la mano ensangrentada por el blando corazón, que había vuelto a depositar en la bandeja—. Él mató a los otros dos, y no parecía tener remordimientos. Shallem no se sorprenderá si yo tampoco los tengo. Al fin y al cabo, sólo soy escoria humana. ¡Ah! Pero hasta en los ángeles halló el Señor defectos. Vosotros me lo enseñasteis. ¡Oh! ¡Pero qué desconsiderado soy! Tal vez queráis compartir el festín conmigo. Ya que os iba a ser ofrendado y no hacéis nada para impedirlo, sin duda os gusta.

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