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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (52 page)

»—Es posible —le contestaba Cannat, irritado—. Pero, aun así, me divierten.

»Cuando nos quedamos solos, Cannat me preguntó si quería acompañarle a divertirnos como se divierten los ángeles. Estando Shallem presente, nunca se hubiese atrevido a proponérmelo, ni yo a aceptar, si hubiera osado hacerlo. Pero Shallem no estaba.

»Recuerdo perfectamente aquella noche de verano. Vivíamos en la fastuosa Viena, por entonces. Allí, disponíamos de un lujoso y céntrico pisito, muy cerca del Teatro de la Opera. Cuando estábamos los tres juntos acudíamos, de vez en cuando, a las funciones. Pero, lo que más nos gustaba, era la música de Strauss. Lógicamente, engalanados como siempre íbamos, no pasábamos desapercibidos entre los nobles que llenaban el Teatro de la Opera. Por ello, recibíamos múltiples invitaciones a las fiestas de la nobleza que, alguna vez, aceptamos, por el solo placer de deslizarnos por los suelos pulidos y bajo las gigantescas arañas deslumbrantes de los palacios, al son del Danubio Azul. En realidad, creo que durante aquellos años no dejamos de bailar ni uno solo de los cuatrocientos setenta y nueve maravillosos valses de Strauss. Pero acudir a esas fiestas de sociedad significaba involucramos en el mundo de los humanos, exponernos a soportar su compañía, a su molesta conversación. Por ello, preferíamos el anonimato de los bailes populares, aunque no estuviesen rodeados de tanto boato y esplendor. Mientras Shallem y yo bailábamos un vals tras otro, hasta que la orquesta acababa tocando para nosotros solos, Cannat buscaba por el salón una damita atrayente con quien compartir el lecho. Si era soltera, la galanteaba y luego desaparecía con ella; si estaba casada, la seducía más discretamente y esperaba las instrucciones de ella.

»Le iba a contar lo que ocurrió aquella noche. En primer lugar, fuimos a bailar a un salón cercano al palacio del Kursalon. Bailar con Cannat era flotar en un ensueño idílico, sumirse en una embriaguez onírica a la que no se deseaba poner fin. Abría los ojos y veía a hombres y mujeres cuchicheando acerca de nosotros, las miradas frívolas e insinuantes que las jóvenes le dirigían, la admiración de los caballeros. Pero todo eso me hacía sentir incómoda. No deseaba ser el blanco de las miradas de los mortales. Únicamente quería que sirviesen de telón de fondo a nuestras vidas, a nuestros continuos pasos de baile; pero que se comportasen con nosotros como si fuésemos fantasmas a los que no pudiesen ver ni escuchar. Evidentemente, eso resulta imposible cuando se danza entre los brazos de un ángel.

»Dejamos temprano el salón de baile y tomamos el ruidoso automóvil eléctrico que habíamos adquirido, para pasearnos por la Ringstrasse bajo el estrellado cielo nocturno vienés. Luego, lo dejamos aparcado a orillas del Danubio y ascendimos las empinadas escaleras hasta la iglesia de San Esteban. En sus alrededores había, aún hoy las hay, gran cantidad de tabernas donde catar los caldos de las últimas cosechas; o buenas cervezas, si se prefería. Pedimos sendos
heurigen
en la taberna más cercana a la iglesia y nos acomodamos en una mesita en el exterior desde donde podíamos ver las aguas del Danubio. Pero todo estaba muy en calma; demasiado. Sólo un grupito de cinco jóvenes y exaltados socialdemócratas, bebiendo cerveza en una mesa contigua a la nuestra daban sonido a la noche.

»Naturalmente, usted ya se imaginará que la diversión que Cannat me había propuesto poco tenía que ver con bailar valses o visitar las sucias tabernas. Yo sabía que había aceptado presenciar la muerte aquella noche.

»Cannat estaba mirando fijamente a los cinco muchachos. Cuatro de ellos vestían muy pobremente, tanto que hasta daban pena. Pero, el quinto, parecía de una clase social más elevada, sus modales eran más refinados, y más culta su forma de expresarse. Sin duda se consideraban a sí mismos los representantes de la nueva intelectualidad de la época. Parecían ajenos a todo cuanto no fuesen sus planes para reformar el mundo. Demasiado frágiles e inocentes para interesar a un Cannat hambriento de violentas dificultades.

»Yo le observaba excitada, preguntándome qué pensaría hacer.

»—Este lugar carece de emoción —dijo, mirándome—. Será mejor que busquemos diversión en otra parte. —Y arrojó unas monedas sobre la mesa y me ayudó a levantarme.

»Pero, entonces, cuando íbamos a continuar ascendiendo en busca de otras tabernas más concurridas, ocurrió algo inesperado. Escaleras abajo, la música de un barco atrajo nuestra atención.

»—Parece una fiesta —comenté.

»—Es una fiesta, señorita —intervino el muchacho elegante, hablando en francés al igual que yo lo había hecho. Se puso en pie y se acercó a nosotros—: mi fiesta de cumpleaños. Y estaría encantado si una hermosa dama y un caballero extranjeros como ustedes, se dignasen ayudarme a soportar el tedio de un evento tan vergonzosamente infantil. Por su aspecto deduzco que son personas de mundo y de conversación infinitamente más interesante que la que han tenido la mala suerte de escuchar en esta mesa. ¿Me harían el honor de acompañarme a mi pequeño barco, si no les ata otro compromiso?

»Cannat acogió sonriente la inesperada invitación. Le tomé del brazo, de mala gana, pues no deseaba otra compañía que la suya, y nos dirigimos todos juntos al barco. Recuerdo que Cannat se había enzarzado por el camino en una documentada conversación sobre política austríaca que me tenía completamente sorprendida. ¿De dónde habría sacado él, a quien no le interesaba en absoluto nada de lo humano que no significase directamente diversión o placer, todas aquellas informaciones? De las mentes de ellos, probablemente. Parecía un exaltado más, imitando a la perfección los remilgados modales humanos de la época y sus fanáticos discursos.

»El barco estaba lleno de gente de toda condición y edad que recibió entusiásticamente al muchacho, que se había presentado con el nombre de Otto Adler, y al que perdimos rápidamente de vista entre la multitud, pues parecía una persona muy querida y solicitada.

»Yo me sentía perdida y extraña entre aquellos alborotadores seres humanos a quienes, hacía mucho tiempo, había perdido la costumbre y el gusto de tratar. Me apretujé contra Cannat.

»—Quiero irme. Odio estar aquí —le dije—. Odio a estos extraños.

»Él me sonrió y me rodeó con sus brazos.

»—Aguanta un poco y verás —me susurró al oído.

»Y me llevó a un lugar tranquilo en la popa del barco para evitar que la gente acabase aplastándonos.

»—¿Crees que lo has visto todo? —me preguntó, sonriendo pícaramente—. ¿Crees que ya no puedo sorprenderte?

»Yo le sonreí a mi vez, preguntándome, ansiosa, qué tramaría. Aquello empezaba a ponerse bien, me dije.

»El insoportable tumulto que la gente producía parecía no ir a extinguirse nunca. Era tan irritante como el de una monstruosa discoteca contemporánea.

»Pero, de pronto, comenzó a suceder algo tan extraordinario que la embarcación entera enmudeció, atónita.

»El barco había comenzado a elevarse. Los invitados se habían quedado perplejos hasta tal punto que, sin poder dar crédito a sus sentidos, ninguno se atrevía a decir una sola palabra al respecto. Ascendíamos muy despacio y sin el menor bamboleo, limpiamente. Cada uno permanecía en su lugar, y sólo la bebida en las copas se tambaleaba ligeramente. Pero, en la oscuridad de la noche, la tenue sensación que se apreciaba al elevarnos podía confundirse con una ilusión sin fundamento.

»Mi espalda se apretaba fuertemente sobre el pecho de Cannat y me asía a sus brazos, que se cruzaban sobre el mío. Giré un poco la cabeza y vi sus pequeños y afilados caninos, su adorable expresión de encantadora fierecilla salvaje. Me sonrió, y sus brazos me rodearon con más fuerza, como si estuviese protegiendo a su cachorro de un peligro inminente.

»Cuando la altura se hizo evidente, y las luces de las ventanas y, luego, los tejados de las casas, surgieron bajo nuestras cabezas, hombres y mujeres estallaron en gritos de histeria. Mi corazón palpitaba desenfrenado ante el espectáculo de terror que Cannat había creado. Vasos y copas empezaron a rodar por el suelo, arrojados de las bandejas por los enloquecidos camareros. Algunos caballeros se precipitaron por la borda cayendo estrepitosamente a las aguas del Danubio, cuyo curso seguíamos desde unos veinte metros de altura. Y continuábamos ascendiendo. Las personas se aferraban a los mástiles y a cuantos objetos aparentemente firmes existían sobre la cubierta, pese a que nos deslizábamos bonanciblemente y no parecía existir posibilidad de caída. Los gritos de “¡Dios! ¡Dios mío, ten piedad! ¡Perdónanos!”, se convirtieron en una quejumbrosa letanía.

»Tras mi espalda percibía las agitadas oscilaciones de la breve y silenciosa risilla de Cannat. Sólo él y yo permanecíamos quietos y callados, observando el comportamiento universal que el pánico desata en los seres humanos. Por encima del anárquico griterío, la voz de Otto Adler llamaba al orden y al sosiego desde algún lugar oculto por la multitud. Me llamó la atención y lo busqué con la mirada. De pronto le vi, discurseando subido sobre un tonel, y sujeto al palo mayor.

»Cannat se dio la vuelta, sin soltarme, para contemplar el paisaje que dejábamos atrás. Habíamos abandonado el lecho del río y ahora navegábamos por encima del oscuro campo, salpicado, de cuando en cuando, por las mortecinas lucecillas de las dispersas viviendas.

»Diez minutos después, los gritos se habían ido extinguiendo casi por completo. Casi todas las mujeres estaban caídas en el suelo de la cubierta, roncas y exhaustas, rezando y llorando. Muchos hombres continuaban tensa y desesperadamente agarrados a los aparejos o a la rueda del inútil timón, repasando su vida, sudorosos, musitando también sus oraciones; pero, los más valientes observaban la altura y el recorrido sujetos a la borda.

»Mi corazón palpitaba enloquecido por la emoción. Me pregunté qué sentirían los humanos, cuál pensarían qué era la fuerza que había producido aquel milagro.

»—Más deprisa, Cannat. Más deprisa —le pedí malignamente, viendo que la respuesta de los agotados mortales ante el terror parecía haberse apagado—. ¿Puedes?

»Desde luego que podía. La velocidad se incrementó gradualmente, la gente pareció reanimarse y, de nuevo, comenzó a chillar enloquecida. Sorprendidos de improviso, algunos de los valientes que se habían asomado como nosotros cayeron por la borda. Una mujer, desesperada por el pánico, se arrojó voluntariamente. Sus gritos frenéticos y, ya, afónicos; sus indescriptibles expresiones, en las que el terror más puro frente a lo desconocido adquiría la forma de un interrogante ante aquel suceso sobrenatural e inexplicable que sólo un mortal entre ellos era capaz de comprender, me empujaron de tal forma al vértigo de la creciente excitación que comencé a chillar exaltadamente y mis gritos sobresalieron por encima de todas las voces. Pero yo no gritaba de miedo ni arrebatada de sentimiento ante el sufrimiento ajeno, sino porque me pareció una broma magistral el simular un falso terror y un inexistente vínculo emocional con aquellos seres cuyo pánico yo misma había propiciado y cuyas aterradas expresiones me causaban supina diversión.

»—¡Más deprisa! ¡Más deprisa! —le pedí a Cannat de nuevo, arrobada por el placer de la velocidad y excitada por el pánico a mi alrededor.

»Y, cuando la velocidad se incrementó aún más, volví a chillar y me tiré del cabello, enloquecida, al tiempo que miraba a Cannat y me reía en medio de un éxtasis diabólico. Él se rió también, y, comprendiendo mi juego, comenzó a gritar desaforado y como lleno de terror. Éramos como esos niños que, dejándose arrastrar por inciertas emociones, se deleitan gritando a pleno pulmón en los inofensivos cochecitos de una montaña rusa.

»—¡Más rápido, Cannat! —exclamaba yo, entre grito y grito—. ¡Más! ¡Más!

»Y, de repente, la velocidad aumentó hasta un punto que ningún humano había conocido. Al principio, vi muchos cuerpos mortales saliendo despedidos por encima de nuestras cabezas. Luego, la oscuridad se hizo total; como si la Tierra, la Luna y las estrellas hubiesen desaparecido, y todo lo conocido se redujese a aquella nave invisible en un vertiginoso viaje por el universo. Los sentidos se embotaban hasta hacer imposible el pensamiento, pero yo seguía gritando, o intentándolo:

»—¡Así! ¡Así! ¡Así!

»Y no sé cuánto tiempo duró el inenarrable placer de la velocidad, pero se me hizo demasiado breve. Después empezó a frenar, algo violentamente para mi cuerpo mortal, y pronto advertí una desvaída franja blanca luminosa que, lentamente, adquirió forma elipsoidal, y luego circular y resplandeciente: la familiar Luna, que volvía a iluminar la noche.

»Cuando perdimos suficiente velocidad, miré por la borda y observé el lugar en que estábamos. Pequeñas montañitas arenosas extendiéndose hasta el infinito. Eso era cuanto se podía ver.

»Nos quedamos parados por completo, flotando en el aire sobre el mar de dunas, y traté de recuperar el aliento. El silencio era absoluto. Muy pocas personas habían conseguido permanecer a bordo, pero, los que aún quedaban, continuaban enloquecidamente aferrados a los mástiles con brazos y piernas, sin osar, siquiera, levantar la mirada. Nosotros éramos los únicos que, por algún milagro que desconozco, seguíamos en pie.

»Las velas estaban hechas auténticos jirones; en realidad, era difícil adivinar que aquellos hilachos colgantes hubiesen sido velas. Los trinquetes habían sido arrancados de su lugar, lo mismo que los masteleros y el palo de mesana, que, por cierto, había aplastado a dos mujeres en su caída.

»Empecé a reírme con una risilla histérica, blasfema. Cannat echó a andar conmigo de la mano, sorteando las jarcias dispersas por todas partes. Se detuvo junto a un cuerpo sangrante, que alzó la cabeza al percibir su proximidad, y que murmuraba, vanamente, unas frases incomprensibles.

»—Una fiesta encantadora, Herr Adler. Muy original —se burló Cannat, con su voz más fresca y jubilosa—. Pero, temo que ahora habrá de dispensarnos si le dejamos tan temprano. Nos ha fatigado tanto alboroto.

»Y, de improviso, me di cuenta de que mis pies habían perdido el apoyo de la cubierta del barco; mejor dicho, de que el barco había desaparecido bajo ellos y Cannat me sostenía entre sus brazos. Tuve la fugaz visión de un barco cayendo e incrustándose entre las blandas arenas de un desierto que serviría de lecho eterno a Otto Adler y a los pocos que no habían muerto por el camino, y donde nunca jamás sería descubierto por el ojo humano. O, tal vez, sí.

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