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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (21 page)

»Pero, allí estaba, haciéndome galantemente la corte, reflejándose mis ojos en el límpido espejo de los suyos. Me hablaba de no sé qué tonterías a las que yo no prestaba atención. Y luego, por el camino hasta mi casa me declaró su amor; que no estaba en el puente por casualidad; que yo era la mujer más bella que había visto en su vida; que llevaba medio mes siguiéndome a todas partes, esperando la oportunidad de poder hablarme; que todos los estudiantes de la ciudad estaban locos por mí “¿No los habéis visto, asomándose a los balcones a vuestro paso?”, me adulaba. Me quedé perpleja ante su descaro. ¿Cómo se atrevía a dirigirse así ante una mujer casada?, le pregunte. Me dijo que era el inmenso amor que sentía hacia mí el que le daba el valor, que no deseaba sino una mirada, una sonrisa que le permitiese avivar la pequeña llamita de la esperanza que había prendido en su corazón.

»—No alberguéis esperanza alguna, caballero. Olvidadme, por vuestro propio bien —le pedí, ya en el portal de mi vivienda.

»—Me temo que eso no será posible, mi señora —me respondió.

»Después, tomó mi mano entre las suyas, admirándola como una joya preciosa, y se acarició con su dorso, voluptuosamente, la mejilla. Y luego, la besó.

»Ignoro por qué exacto motivo le consentí ninguno de estos actos. Sólo sé que, cuando se inclinó ante mí en señal de despedida y pude, por fin, librarme de él y penetrar en mi casa, me sentí reconfortada. Jamás le querría, ni a él ni a ningún otro mortal. Mi antiguo pensamiento volvió a mi mente: ¿Quién puede desear la miel tras haber degustado el néctar de ambrosía?

»Corrí escaleras arriba, ansiosa por echarme a los brazos de mi amor después de tan desagradable e inacostumbrada experiencia. Me lo imaginé repantingado sobre su sillón, leyendo alguno de los graciosos libros que había adquirido sobre las costumbres licenciosas de la época y que tanto le divertían. Me lanzaría sobre él y me lo comería a besos. ¡Oh, qué ganas tenía de hundirme en la profundidad de sus ojos! Nunca más volvería a salir sola. Nunca, nunca más.

»Pero, cuando abrí la puerta del saloncito, Shallem estaba de pie, contemplando la calle a través de los cristales del balcón. Habría observado toda la escena. No se dio la vuelta al oírme entrar pronunciando alegremente su nombre, sino que permaneció hierático, con las manos asidas en la espalda, extremadamente rígido e inmóvil, como si ni siquiera respirase.

»Me sentí como una niña pequeña pillada en flagrante travesura y a punto de recibir la regañina de su padre. ¡Y qué soberbia regañina podía ser aquella! El corazón me palpitaba alocadamente. No sabía qué hacer. Decidí que, puesto que, en realidad, no tenía nada de qué avergonzarme, lo más lógico sería actuar como si no pasara nada.

»—Shallem, ya he vuelto —le dije, con la voz más alegre que pude simular. Él no pronunció palabra. Ni tan siquiera pareció haberme oído. Era evidente que sí pasaba algo, y muy grave—. Voy a llevar la carne a la cocina —continué, en el mismo fingido tono.

»Ni se inmutó.

»Tardé todo el tiempo que pude en la cocina. Guardé la carne; calenté leche, me quedé, adrede, obnubilada, mirando como rebosaba del cazo al llegar al punto de ebullición, para así tener algo que limpiar; esparcí los paños sobre las sillas y los muebles para volver a colocarlos en el mismo sitio en que estaban; redistribuí los útiles sobre sus soportes, e iba, de nuevo, a contemplar cómo se salía la leche del cazo, cuando escuché el sonido de un portazo.

»Asomé, con prudencia, la cabeza, a través de la puerta de la cocina. No estaba en el pasillo. Subí, sigilosamente, la escalera y miré en el interior del salón. Tampoco estaba allí. Recorrí, de puntillas, el resto de las habitaciones. Definitivo. Se había marchado. Me asomé al balcón, pero ya no le vi.

»Por un momento suspiré aliviada. No sabía cómo enfrentarme a aquella situación. Mas, pronto un súbito estremecimiento recorrió mi cuerpo. ¡Leonardo! ¿Sería capaz? No, no era posible. ¿Habría ido a buscarle, a él, inocente mortal enamorado, para someterle al mismo espantoso castigo que a los niños del callejón en aquella noche negra de París? Pero ¿qué crimen había cometido él más que el de amar a quien no debía, el mismo en que incurría yo?

»Sentí un frío intenso. Manos y pies se me habían congelado. El vello de mi cuerpo erizado, mis piernas tambaleantes. El pavor.

»¿Por qué? ¿Por qué infligir tan atroz destino a un ser cándido e inofensivo? ¡Cómo le habían brillado los alegres ojos al mirarme, mientras charloteaba nerviosamente! ¡Qué dulce y platónico amor sentía por mí! Un amor que, deseándolo todo, no esperaba nada. Era un hombre fuerte y seguro, pero a mi lado adquiría los modos de un quinceañero bobo y temblequeante. ¡Cómo me emocionaba aquello!

»Recordé algunas de las atropelladas frases con que me había aturullado de camino a casa. Había mencionado un sitio. Un lugar de reunión de estudiantes donde, según él, mi nombre se convertía en poesía y mi persona en musa de la inspiración. ¡Qué dulce y romántico era! “La Posada de las Artes”, sí, eso era. Y yo sabía perfectamente dónde se hallaba. Habíamos pasado por su puerta en infinidad de ocasiones.

»Una resolución inesperada se adueñó de mí. Acudir allí. Buscarle. Preguntar por él. Encontrarle. Salvarle a toda costa.

»Recuerdo que, con las prisas, me torcí el pie en la escalera y estuve a punto de caer rodando. El dolor iba in crescendo según corría por las calles de la ciudad, pero no me detuve un solo instante.

»La noche se hacía incipiente.

»Atravesé calles y más calles, cojeando, hasta que, al fin, divisé el cartelón de hierro que pendía del muro. “Posada de las Artes”, decía.

»Abrí violentamente la puerta.

»Un barullo infernal me sacudió.

»Había muchachos por todas partes. Sentados, de pie, a horcajadas sobre la silla, con un pie en ésta y otro en el suelo, bailando, riendo, recitando, tocando música…

»Pero, de pronto, la escena se transmutó súbitamente. Me habían visto. Y cada rostro que me contemplaba se transformaba en una pálida y atónita máscara silenciosa. Miembros rígidos, charlas y risas que se cortan abruptamente. En cuestión de segundos la algarabía se fue apagando hasta convertirse en un tenue murmullo y, luego, el silencio total. Veinte pares de ojos dirigiéndose embobados hacia mí.

»Cada joven había quedado en una postura diferente y estática, pero, a la vez, natural. Como si sorprendidos por un fotógrafo inesperado hubiesen vuelto la mirada a la cámara, paralizando su actividad todos a una y congelando por unos instantes la escena.

»Escruté cada rostro buscando el de Leonardo, deseando que, de repente, su jovial silueta se destacase entre la multitud, dirigiéndose a mí y pronunciando, exultante, mi nombre, con sus ojos violetas centelleando. No hubo tal.

»Casualmente, sorprendí la mirada inquieta y avergonzada de uno de los muchachos, que observaba, de reojo, un enorme dibujo clavado sobre la pared. Era el dibujo de una mujer. Una mujer bellísima y ricamente ataviada. Los habilísimos juegos de luces y sombras de grafito no dejaban lugar a dudas. El collar y los largos pendientes de perlas. El óvalo perfecto y la nariz, pequeña y delicada. El brillo de los ojos. El cabello suelto. El porte arrogante. Sí, era yo.

»Cuando volví mi asombrada vista hacia los muchachos, ni uno solo se atrevió a sostenerme la mirada.

»—¿Dónde está el autor? —pregunté—. ¿Dónde está Leonardo?

»Silencio y miradas de complicidad.

»—Está en su estudio, señora. —Fue la voz, ronca, estruendosa, del posadero la que lo rompió. Señaló al techo con su dedo índice—. En la planta de arriba.

»Me desplacé resueltamente por los estrechos pasillos entre las pesadas mesas de roble, maldiciendo el verdugado español de mi vestido.

»Los chicos me miraban idiotizados. En aquel momento no me apercibí, pero lo que había hecho era, en aquellos tiempos, absolutamente extraordinario. Entrar en la posada, como una exhalación, una mujer sola en busca de un joven apuesto, ya era anonadante por sí solo. Pero ahora, encima, subía decidida los escalones que me conducirían a su mismísima habitación. ¡Solos, los dos! Pero ninguno de aquellos baladíes detalles humanos me importaba un ápice.

»Continué subiendo, presurosa, escuchando en el hiriente silencio el tintineo de los jarayanes de oro que pendían de mi vestido.

»—¡Cuarto número seis! —oí gritar al posadero tres escalones antes de alcanzar el rellano.

»Número seis. Lo busqué hacia la derecha. No, no era por allí. Volví sobre mis pasos, llena de nervios. Seis, sí, allí era. Aporreé la puerta gritando su nombre. Deseando, sin esperanza, que la puerta se abriera.

»Pero ocurrió. Muy despacito, se entreabrió. Sentí horror. ¿Serían los ojos de Shallem, brillantes como ardientes ascuas después de su crimen, los que asomarían a través del resquicio?

»Un pelo oscuro, una frente pálida y el ángulo de un ojo se hicieron visibles. Luego, media faz, asombrada, perpleja, casi asustada.

»—¡Juliette! ¡Dios Santo, Juliette! Pero ¿cómo es posible tanta dicha?

»¡Estaba vivo! ¡Gracias al Cielo había llegado a tiempo!

»—Dejadme pasar, Leonardo, os lo ruego. —Estaba emocionada, llena de alegría.

»—Pero, señora, es que… Me temo que mi aspecto no sea el más adecuado para recibiros. Dejadme un minuto para adecentarme, os lo suplico.

»—No, no hay tiempo, Leonardo —repliqué—. Abridme la puerta, por Dios. ¡Ahora!

»La abrió, lleno de púdica vergüenza, ocultándose tras ella mientras pudo. Sólo vestía unas ahuecadas calzas cortas de sarga celeste, de prominente bragueta en forma de concha, y una camisa blanca llena de pequeñas manchitas multicolores. El estudio estaba lleno a rebosar de materiales pictóricos: tablas, lienzos de lino y de cáñamo meticulosamente enrollados, un par de bastidores apoyados contra la pared, cajas de utensilios de dibujo y pinceles nuevos, pinturas, y otras cosas cuyos nombres y utilidades desconozco. Todo en perfecto orden.

»Junto a la ventana había un bastidor abierto, pero oculto por una sábana.

»No sabía exactamente qué decirle. No lo había pensado. No esperaba encontrarle con vida.

»Yo me hallaba en el centro del estudio y él permanecía, aún, pegado a la puerta abierta. No se atrevía a cerrarla. Hubiera resultado indecoroso.

»—Cerrad la puerta —le ordené.

»Dudó unos instantes, totalmente asombrado, y luego obedeció.

»—¿No habéis recibido la visita de mi esposo? —le pregunté, con transparente inquietud, más por empezar de alguna manera que por interés de obtener la obvia respuesta.

»—¿Vuestro esposo aquí? No, no, mi señora —se aproximó hacia mí—. ¿Qué es lo que ha ocurrido, señora? ¿Qué tenéis que decirme?

»—Vuestra vida corre un peligro inimaginable, Leonardo. ¿Me amáis?

»Se arrodilló teatralmente a mis pies y apretó una de mis manos entre las suyas, besándola y besándola.

»—Señora —susurró—. ¿Lo dudáis, mi ángel de amor?

»“Ángel de amor”, su expresión me inquietó aún más, a pesar de la gracia que me hacía.

»—En ese caso, debéis obedecerme, aunque mi petición se os antoje incomprensible y cruel. Y levantaos, por favor.

»Cuando lo hizo, contemplé de nuevo sus ojos, seductores y astutos. ¡Ay! ¡A cuántas mujeres habría mancillado impunemente tras robarles el corazón! Pero eso no le hacía acreedor de aquel monstruoso castigo.

»—Marchaos, abandonad Florencia. Ahora, en este mismo instante —se lo rogué con toda la desesperada persuasión de que fui capaz, pero sabiendo que sería inútil.

»—¿Marcharme? ¿Dejar Florencia y dejaros a vos, ahora que Dios ha escuchado mis plegarias y estoy a punto de tocar el Cielo? Señora, ¿qué me pedís? —me contestó.

»—Moriréis, debéis creerme. Mi esposo acabará con vos —insistí dramáticamente—. Lo mismo que ha hecho con decenas de mis pretendientes.

»—¡Señora! ¡Os preocupáis por mí! ¡Os importo! ¡El Cielo sea loado! —exclamó, tomando, de nuevo, mi mano entre las suyas y besándola. Me solté con un tirón enérgico.

»—¡No lo entendéis! —grité, impotente—. ¡Vuestro final será horrible, atroz! ¿No decís que me amáis? Demostradlo. Cumplid mis deseos si es así, o pensaré que mentís.

»—No, no —musitó, intentando apaciguarme—. Mi amor es puro y verdadero como jamás lo había conocido antes. Puedo jurarlo ante Dios.

»—Entonces, hacedme caso. ¡Creed en mí!

»Leonardo bajó los ojos, pensativo, y, dándome la espalda, caminó hasta el extremo de la habitación. Luego se volvió hacia mí, sacudiendo la cabeza en señal de negación.

»—Huir sería perderos para siempre —dijo, lánguidamente—. Morir sin siquiera haber luchado por conquistar vuestro amor. Si muero a manos de vuestro esposo, como con tanta desconfianza hacia mi valía me auguráis, lo haré sin remordimientos, satisfecho de no haber desperdiciado mi oportunidad. Nunca huiré sin intentarlo, porque la muerte en vida me aguardaría al final de la escapada. Lucharé. Y, tras la lucha, moriré como un hombre o viviré a vuestros pies mientras Dios me lo permita.

»Sus palabras fueron justo las que esperaba, las que temía.

»Sentí un mareo. La emballenada basquiña me comprimía el tórax impidiendo mi acelerada respiración tras la carrera. Me arrimé al bastidor junto a la ventana, buscando algo en que apoyarme, pero, antes de perder las fuerzas, sólo alcancé a sujetarme en la tela que lo cubría y que arrastré conmigo en mi caída. En un instante Leonardo estuvo a mi lado, evitando que mi cabeza chocara contra el suelo. Farfullaba palabras que me resultaban ininteligibles.

»—Estoy bien —le dije—. Estoy bien.

»Me ayudó a levantarme.

»Cuando estuve de pie, recuperada, pude contemplar el lienzo que había quedado desnudo sobre el bastidor. Era la pintura más bella y asombrosa que jamás había contemplado. Oí la voz, temblorosa, de Leonardo, diciéndome:

»—Es una pintura al óleo. Una técnica moderna. No quería que lo vierais todavía. No está terminado. El tema está basado en un mito romano: Venus y Adonis.

»Desde luego que no hubiera querido que lo viera. Allí estaba yo, una diosa Venus de portentoso cuerpo desnudo, sujetando las bridas del encabritado caballo de Adonis. Un Adonis, que, por supuesto, no era sino el propio Leonardo.

»—Espero que no os moleste que… —empezó a decir, tartamudeante—, haya osado… imaginaros… desnuda.

»Le miré y bajó los ojos. Volví a contemplar detenidamente la maravilla de aquella pintura, trazada a pequeñas pinceladas exquisitas de mil tonalidades diferentes, como jamás había admirado antes. Era realmente fascinante, minuciosamente detallista, sugerente, emocionante, perfecto. El bosque, en el que casi podían contarse una a una las hojas de los árboles; una nube solitaria recorriendo el cielo; un ciervo de enormes astas, sin duda la presa de Adonis, contemplando la escena desde la lejanía; al fondo, las montañas. ¡Qué poco tenía que ver con las sosas pinturas de pálidos colores planos y perfecta delineación tan populares hasta entonces! Y Venus era yo, sin duda. Idéntica en cada una de mis facciones; incluso en las partes de mi anatomía que él jamás había visto y que la ropa no insinuaba. Cada detalle estaba recreado con pasmosa exactitud. La técnica no era tan moderna, en realidad; en Flandes llevaba casi cien años, pero en Italia era una completa novedad, al menos para el profano.

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