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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (28 page)

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Me despedí apresuradamente y, al dar la espalda a Niahm, me pareció que me lanzaba un beso con su mano. Volví a mirarla, y entonces sólo me dijo adiós, sonriendo.

—Parece que Fitzwilliams se dirige hacia aquí con más de mil setecientos hombres —me espetó Cuéllar cuando acudí a su llamada.

—¿Hacia este fortín con más de mil setecientos hombres? —pregunté incrédulo.

—Viene recorriendo la costa en busca de supervivientes de la Armada, a los que asesina cruelmente —me aclaró—. De paso, quiere dar un escarmiento a los clanes que no se pliegan a sus exigencias.

Estaba claro, MacClancy era uno de sus objetivos. Y, con tal ejército, el destacamento de nuestro protector no podía ofrecer resistencia alguna.

—¿Qué piensa hacer? —lo interrogué refiriéndome al jefe del clan.

—No lo sé. Hemos de preguntárselo a él. Venid, lo haremos ahora mismo.

Pedimos ver a MacClancy inmediatamente. Nos dijeron que estaba conferenciando con sus hombres, sopesando las diferentes opciones que tenía y ponderando las posibilidades de éxito frente a los diestros soldados de Fitzwilliams y Bingham. Así que esperamos pacientemente a que terminase sus meditaciones, hasta que se nos anunció que íbamos a ser recibidos en sus aposentos, dentro del torreón que emergía del lago.

Cuando pasamos a las dependencias donde se alojaba el señor, lo vimos acompañado por algunos de sus hombres principales. Al vernos entrar se entristeció mucho, pues la noticia que había de darnos nos volvía a dejar en el más absoluto de los desamparos. Pretendía abandonar el fuerte y retirarse a las montañas con sus gentes y sus ganados. Esta vez no podía hacer frente a los ingleses; todo estaba perdido. Cuéllar y yo intentamos convencerlo de que había que ofrecer resistencia, pero él lo tenía claro: su clan era más importante que sus tierras, y si no podían defenderlas ocuparían otras en cualquier lugar, aunque ello le causara un gran disgusto. Y si su generación estaba perdida, no debía estarlo también la que le seguía, la cual daría continuidad a su estirpe.

Salimos de allí con la desazón de vernos de nuevo en peligro. Además, si ahora abandonábamos el castillo y tomábamos un camino diferente al de MacClancy, podíamos ser víctimas de Bingham más fácilmente aún. Si, por el contrario, nos retirábamos a las montañas con aquella tribu, posiblemente salvaríamos la vida algún tiempo, pero el hecho de ser españoles y no contar con la protección suficiente, nos exponía ante los salvajes herejes y los luteranos ingleses, sin que pueda yo saber cuál de ambos grupos era más sanguinario y cruel.

—Hemos de hablar con los demás —propuse.

Al fin y al cabo éramos nueve españoles que nos exponíamos al peligro hiciésemos lo que hiciésemos. Cierto era que Dios nos había conservado la vida y que tal vez lo había hecho para darnos la oportunidad de defender a aquella pobre gente que nos había acogido amigablemente y nos había cuidado como si fuésemos de los suyos. Teníamos poco que perder, pues cada día moríamos un poco más en aquella tierra que, si la Virgen Santísima no lo remediaba, sería nuestra tumba.

Nos reunimos de inmediato y don Francisco les expuso la situación lo más detalladamente posible. Luego, pedimos la opinión de cada hombre del grupo. Había allí andaluces, extremeños y gallegos, y a todos ellos quisimos escuchar. Pero todos, sin excepción alguna, consideraron que había de hacerse lo que dijese el capitán, por ser éste el oficial al mando de aquel improvisado escuadrón. Así somos los españoles: un desastre mirado uno por uno, ténganlo por seguro vuestras mercedes; pero no hay mayor disciplina y fuerza de voluntad que la de un grupo de los nuestros. Y más cuanto mayor sea el peligro que nos acecha. Por lo que, sin pensarlo dos veces, sugerí al capitán que nos quedásemos a guardar aquel fuerte:

—El ejército de Fitzwilliams no arrastrará artillería, supongo. Si viene desde lejos, recorriendo el litoral, probablemente vendrá con acero y algún arcabuz o mosquete. No más.

—¿Qué quieres decir? —me preguntó Cuéllar.

—Este fortín tiene un único acceso que es una lengua de tierra firme. El resto es agua y pantanos en los cuales un hombre se hunde hasta la cintura.

—Mala hornada esta, mala hornada —dijo el
Carbonero
mientras se rascaba la cabeza, con cara de preocupación y mirando a un punto fijo del suelo.

El capitán miró a Díaz sin decir nada, con el pensamiento puesto en nuestras posibilidades. Estaba muy abstraído. Luego pareció volver en sí con determinación:

—¿Creéis que no podrán atacarnos? —me preguntó.

—Podrán hacerlo, pero todos por el mismo sitio. Son un blanco fácil si sabemos organizamos y MacClancy nos da cuanto armamento posea.

—Y bastimento para aguantar un asedio —apuntó don Francisco.

—Un asedio… —murmuré mientras meditaba acerca de tal circunstancia—. Un asedio en pleno invierno, sin más cobijo que el propio cielo. Les resultará muy difícil penetrar aquí. Si consiguen acceder al fuerte, nos recluiremos en el torreón, y allí les va a ser imposible entrar.

—Y si entran —dijo finalmente el capitán— venderemos bien caras estas nueve vidas.

Capítulo 35

E
stábamos a las puertas de un invierno que se adivinaba crudo en aquellas latitudes, y por eso los preparativos que hacían los pobladores del fuerte para ausentarse y buscar refugio en las montañas tuvieron que ser tan minuciosos. Dispusieron en carros y bestias todas las pieles que tenían a mano, así como enseres y armas para su propia defensa. Se obligó a cada familia principal a dejar bastimentos suficientes para nuestro mantenimiento durante seis meses, y no hubo hombre, ni mujer, ni niño que no viniese a hacernos reverencias, una vez que el propio MacClancy anunció públicamente nuestra decisión de permanecer allí en defensa de sus moradas y de aquella fortaleza.

Las muestras de agradecimiento fueron precedidas de las de admiración, pues ni los hombres más valientes y adiestrados de la tribu podían augurarnos más que la muerte. Todos apreciaban nuestro atrevimiento y gallardía: los niños nos admiraban como a héroes y las mujeres nos lanzaban miradas indiscretas y atrevidas.

Éramos, más que nunca, soldados dispuestos a empeñar la vida, aunque ellos no podían entender que por entonces creíamos estar demorando el tránsito a la otra vida por capricho divino, y que entendíamos que poner fin a nuestros días era cuestión hecha. Si habíamos de morir, tendría que ser luchando contra los herejes, en defensa de la verdadera fe. Ése era el mandato de nuestro rey, y no huir como cobardes si todavía existía la más mínima posibilidad de causar bajas en el enemigo.

Con esa fe ciega en nuestras personas se hicieron los preparativos para la defensa del fuerte y se llevaron dentro del castillo del señor todos los aderezos, ornamentos y reliquias de la iglesia; se acarrearon varias barcadas de piedra, seis mosquetes y seis arcabuces, además de otras armas que se pudieron reunir. Y finalmente nuestros bienhechores se fueron despidiendo de nosotros, pidiéndonos que defendiésemos por Dios mismo sus hogares, prometiéndonos los más inverosímiles premios si salíamos airosos de tan imposible misión. Nosotros los consolábamos dándoles la confianza de la que carecíamos, y era de ver cómo el
Carbonero
los animaba con su gracejo particular, diciéndoles en un español que ninguno de ellos entendía:

—¡Cagüen! ¡A esos herejes les daremos lo suyo! ¡Por la Virgen de Soterraño! —y escupía al suelo como en un juramento, gesticulando y haciendo aspavientos, lo cual hacía sonreír a hombres y mujeres, y hacía las delicias de aquella mujer oronda y mofletuda que le tenía sorbido el seso.

Al despedirse de ella intentó abrazarla; pero, como siempre, sus cortos brazos no fueron capaces de abarcarla. Ella dejó de sollozar y sonrió. Luego lo apartó con fingida desgana, haciéndose la huidiza.

—Cuando vuelvas —le dijo el
Carbonero
para consolarla— le pediré permiso a don MacClancy para casarme contigo. Y luego ya veremos si nos vamos a España o nos quedamos aquí cortando gaznates luteranos.

Finalizada la ceremonia de despedida salieron todos por las puertas del fortín, en fila, comenzando el forzado éxodo para alejarse en busca de su salvación. Los vimos partir ordenadamente, resignados a su suerte, mirando hacia atrás y alzando sus brazos para desearnos, una vez más, la fortuna que habíamos de necesitar en aquella empresa.

Al llegar el turno de las mujeres de la familia MacClancy, el protagonismo lo tomaron sus hermanas, su esposa y su hija. Niahm y Blaithin se acercaron con presentes para cada uno de los soldados, fueron besando en la frente uno por uno a todos y finalmente se detuvieron frente a donde estábamos Cuéllar y yo; Niahm me besó en las mejillas y colgó de mi cuello una extraña cruz celta. Luego hizo lo propio con Cuéllar, al que se abrazó. Estaba yo ansioso por ver cómo se comportaba Blaithin conmigo en aquella despedida tan especial, y se me acercó mirándome fijamente a los ojos, hasta que me perdí en la inmensidad de los suyos. Cuando estuvo apenas a un palmo de mi cara, rozándome muy suavemente con sus pechos, me susurró al oído unas palabras en su idioma y luego las tradujo despacio:

—Llevaré conmigo parte de vuestra alma y os la devolveré si vuelvo a veros vivo —me dijo apretando fuertemente la cruz celta que su madre había colgado de mi cuello—. Haced lo imposible por que así sea, pues si no, os removeréis inquieto por los siglos en el mundo de los muertos, sin que nadie acoja gustoso media alma al otro lado.

Me pareció que aquellas palabras contenían algo de brujería, pero no reparé más en ello, pues me interesaba cuál sería su actitud ante el capitán, así que puse todos mis sentidos cuando se acercó a él. Lo besó en la frente, sin más, y luego le deseó suerte y se marchó junto a su madre y sus tías. Los nueve nos quedamos allí como pasmados, viéndolas alejarse, tan lozanas y bellas como siempre. Yo estaba arrobado por aquel efímero triunfo, aunque esté mal escribirlo aquí y hacer a vuestras mercedes partícipes de una vanidad que sabrán, sin duda, disculpar.

Luego pasamos a ver a MacClancy, quien nos esperaba en una estancia de su torreón junto a sus hombres de confianza. Todos ellos eran principales, respetados por el clan debido a sus méritos y trayectorias. Nos acercamos y sentimos los ojos clavados en los nueve, sin signo alguno de agradecimiento por nuestra valentía.

Sucedió entonces que con muchos rodeos y frases enrevesadas vino el jefe a reconocernos los recelos que habían enraizado tras nuestra propuesta de defender la fortaleza, escapándose aquí y allá sonrisas de incredulidad y comentarios que ofendían nuestra honra, con la insinuación de que saldríamos por las puertas en cuanto se alejasen camino de las montañas, y venderíamos sus propiedades a los ingleses a cambio de nuestra libertad. Por eso, MacClancy, asesorado por alguno de sus malos consejeros, vino a advertirnos así:

—Amigos españoles. No quiero desconfiar de la intención de vuestras mercedes, pues se consideran nobles y por tales los tenemos.

MacClancy se apartaba el cabello de los ojos para poder vernos. Su estampa era ciertamente tan poderosa que hacía temblar a quien no conociese sus buenas intenciones.

—Téngalo por seguro —lo interrumpió Cuéllar.

—Por eso —continuó diciendo el irlandés—, quiero tomar juramento individual a cada uno por separado, para que ante Dios y ante los hombres oigamos públicamente que no se abrirán estas puertas hasta que yo mismo vuelva aquí. Incluso hasta que muera el último de los nueve, ya sea de hambre, enfermedad o guerra.

Lo dijo muy en alto, para que todos los principales que lo acompañaban pudieran oírlo. Si bien es cierto que nos sentimos ofendidos, comprendimos al momento que aquellas dudas eran razonables, pues nueve contra mil setecientos era una desproporción tal que no se sostenía por sí.

Así que, tras conferenciar entre nosotros, acordamos hacer juramento uno por uno, tal y como se nos había pedido, de manera que todos partieron tranquilos al escucharlo de nuestros labios. Fueron los últimos en abandonarnos, dejándonos tan solos que no podíamos creerlo. Ni un hombre de aquellos que formaban la guarnición y que se denominaban soldados, había osado hacer frente al enemigo.

Después de que se cerraran las puertas estuvimos en guardia varios días, a la espera de que se aproximaran los hombres de Fitzwilliams. Echábamos de menos la belleza de las mujeres, sus risas y cuidados. No había chiquillería ni menestrales que hicieran ruido al amanecer con sus herramientas. En definitiva, aquel poblado tan rebosante de vida tan sólo un día atrás, pareció muerto; y nosotros, almas en pena vagando y deambulando en su interior. Hasta que una mañana, cuando mirábamos al lago conversando de temas triviales, oímos en la lejanía una trompeta que, amenazante, nos llamaba a la rendición sin condiciones.

Capítulo 36

F
itzwilliams y sus secuaces entendieron de inmediato que la fortaleza era mala de tomar, por lo que la sitiaron con el ánimo de desgastar nuestras fuerzas. Sabíamos por los mensajeros que enviaba el virrey que estaba muy indignado por nuestra actitud, y que no habría cuartel para ninguno de nosotros si llegaban a traspasar las puertas. Y como no hay mayor defensa que aquélla en la que se expone la propia vida, estábamos dispuestos a perecer de hambre si hacía falta, por no dar ventaja a tan crueles herejes. Más aún después de haberlos visto martirizar, degollar, decapitar y ahorcar a nuestros compatriotas: gente honrada y guardianes de la verdadera fe, nobles y soldados de primera fila, marineros fieles y abnegados, todos ellos muertos en el litoral de aquella tierra de la cual nos proponíamos ahora defender una porción.

—¡En qué locura nos hemos metido! —decían algunos soldados al vernos tan solos bajo la amenaza de los ingleses.

—¡Bah! —respondíales yo con insolencia—, ¡al infierno con los luteranos! Si Dios está con la Iglesia de Roma, que venga al fin a ayudar en algo.

Parece que una y otra vez erramos sobre lo mismo, por lo que de nuevo dudaba yo de las intenciones del Creador y lo retaba a demostrar su amor por los católicos del mundo. Aunque he de aducir en mi defensa que mis compañeros hacían iguales o parecidos comentarios.

Las tropas se asentaron muy cerca del fuerte, extendiéndose por la ladera hasta llegar a la orilla a oriente y a poniente de los muros. No osaban acercarse, pues desde el principio demostramos que estábamos bien pertrechados y que teníamos armamento suficiente como para desbaratar cualquier intento por entrar en tromba hacia el castillo.

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