Los guarismos siguieron su marcha inexorable.
—¿Qué? —preguntó Rebecca, ahogada por la ansiedad—. Ha conseguido parar el…
—¡Chis! —ordenó Tomás.
El historiador hizo un esfuerzo para concentrarse en el enigma.
«
Thy mania by I
».
Parecía inglés antiguo y quería decir literalmente: «tu manía por mí». Shakespeare era una posibilidad, pero si era una referencia a un verso del poeta inglés, estaba todo perdido. No había tiempo de localizar la referencia ni el verso, ni mucho menos de encontrar la palabra o frase que pararía la explosión de la bomba.
Sin conseguir controlar el nerviosismo, lanzó una mirada al reloj.
Dos gotas de sudor le corrieron por la cabeza. La verdad, la triste verdad, es que no había tiempo para nada. La única esperanza era ver si se trataba de un anagrama. Si era otra cosa, estaba todo perdido. ¿Sería un anagrama?
Aunque lo fuera, el tiempo corría sin misericordia.
«Veamos», pensó, escribiendo el enigma en un pedazo de cartón que arrancó de una caja que había en la ambulancia.
«
Thy mania by I
».
Un espasmo de dolor le hizo gemir. Era como si le clavaran una aguja en la herida que latía, pero respiró hondo, controló el sufrimiento y, aunque le costó, volvió a concentrarse.
Si era un anagrama, tendría que usar las mismas letras, alterando el orden para dar con la frase. Debía de ser una referencia islámica: una palabra con dos «Y», dos «A», una «T», una «M».
¿Sería «
Allah u akbar
»? No, las letras no coincidían. ¿Y los primeros versículos del Corán? ¿Y «
Bismillah Irrahman Irrahim
»? No, tampoco podía ser. Tenía que ser algo secreto, algo que sólo supiera Ahmed. Esas frases islámicas eran demasiado obvias para que las hubiera escogido como código.
Volvió a sentir el dolor agudo. Apretó los dientes, hizo fuerza con todo el cuerpo, cerró los ojos hasta que le brotaron lágrimas por las comisuras y espero a que pasara el espasmo. Cuando el dolor remitió, volvió a mirar el enigma. Sabía que, costara lo que costara, tenía que concentrarse.
¿Y si era un nombre? Movió afirmativamente la cabeza, animado por aquella línea de pensamiento. Sí, un nombre. «Mahoma» o «Muhammad» no eran, seguro, las letras no coincidían y, además, era una opción demasiado evidente. Claro que su antiguo alumno podía haber utilizado su propio nombre.
Negó con la cabeza. Tampoco. Ahmed no coincidía. Era un nombre demasiado corto y obvio. Además, la pista no incluía la «E». Al ser un nombre, parecía claro que debía de ser un nombre secreto, un nombre que…
Caramba, quizá… quizá…
—¡Ibn Taymiyyah! —exclamó—. ¡Es Ibn Taymiyyah!
Se agarró al teclado y escribió «Ibn Taymiyyah», el nombre de guerra de Ahmed en Al-Qaeda. En su desesperación, estaba convencido de que era «Ibn Taymiyyah».
Acabó de introducir las letras, con el rostro cubierto de sudor, que le corría abundantemente por la nariz y el mentón, y clavó los ojos en el reloj, con ansiedad.
—¡No! —exclamó—. ¡No!
El reloj no se había detenido.
La bomba atómica iba a explotar al cabo de veinte segundos y borraría Manhattan del mapa. Estaba todo perdido. ¡La palabra del código que paraba la cuenta atrás no era «Ibn Taymiyyah»! Era otra cosa. Otra cosa.
Pero ¿qué?
Sus ojos volvieron a concentrarse en el enigma que Ahmed le había planteado, escrito en el pedazo de cartón. «
Thy mania by I
». Claro, era evidente que no podía ser «Ibn Taymiyyah». El nombre de guerra de Ahmed tenía tres «Y» y el enigma sólo contenía dos. No podía ser lo mismo.
—¡Tom! —imploró Rebecca, muy angustiada—. ¡Tom!
Oyó a la mujer rezar a su lado y volvió a sentir el dolor agudo en el hombro, como una ola insaciable que iba y venía cada vez más aprisa, a medida que la herida se enfriaba. En ese momento volvía y en su auge parecía una daga que le lacerara la carne. Sin embargo, sabía que en aquel momento tenía que estar por encima de todo, incluso del sufrimiento más insoportable, hasta de aquel dolor que le desgarraba el hombro. Apretó los labios y respiró hondo, en un esfuerzo por hacer caso de la herida. El sudor le chorreaba por la cara como una cascada. Al fin la ola de dolor remitió y Tomás consiguió recuperar la concentración.
No había tiempo para buscar soluciones alternativas al enigma. Además, intuía que «Ibn Taymiyyah» era la línea correcta, aunque algo fallaba. ¿Qué? ¿Qué sería?
Observó las letras de las palabras que encerraban la solución y buscó una nueva forma de obtener el nombre de guerra de Ahmed.
—¡Tom, esto va a explotar! —gimió Rebecca.
El miedo se había apoderado de su voz.
—¡¡¡Tom!!!
El sudor le corría cada vez más por la cara y le bajaba en un hilo continuo por el mentón. Se pasó el brazo por la cabeza para limpiárselo. Sabía que el tiempo volaba y que sólo tenía una oportunidad.
La última.
Volvió a mirar el enigma. Lo cierto es que todas las letras del enigma y del nombre coincidían. Todas. La excepción era la maldita y griega. ¿En qué se estaba equivocando? Clavó los ojos en las dos «Y» del enigma, como si mirarlo intensamente le fuera a permitir arrancarle el secreto que ocultaba. Y si…, y si…, ¿y si la ortografía era diferente? ¿Por qué no? En ese momento recordó que en árabe no había uniformidad a la hora de escribir «Ibn Taymiyyah» y que en ciertos textos usaban solo dos…
—¡Oh, Dios, vamos a morir!