—Ah, ahora lo veo. Van a meter el contador geiger dentro.
—Eso mismo. Y vamos a instalar micrófonos por toda la casa.
—¿Y si el contador no detecta nada? Recuerde que el material puede estar bien protegido…
—Si no detectamos nada y vemos que no hemos completado el registro, esta madrugada, mientras Fireball duerma, introduciremos una unidad en la casa para hacer un registro exhaustivo.
Tomás se sorprendió con esa parte del plan.
—¿Eso no es arriesgado?
Ted se volvió hacia atrás y sonrió.
—Vivir es arriesgado.
El FBI cumplió con el plan con la precisión de un reloj. Al anochecer, conforme a lo previsto, las luces de la casa se apagaron de manera repentina. Tomás vio una luz tenue a través de una de las ventanas: seguramente era Ahmed, que se movía por la casa con una vela en la mano.
Una hora después llegó al lugar una furgoneta con las palabras «General Electric» estampadas en las puertas. Dos hombres de mono azul oscuro se apearon de la furgoneta llevando el equipo y llamaron a la puerta. Después de un breve compás de espera, volvió a verse algo de claridad y se abrió la puerta. Alguien que parecía ser Ahmed —era difícil saberlo con certeza con aquella luz— miró desde la puerta a los dos hombres y tras intercambiar algunas palabras, los tres desaparecieron tras los muros de la vivienda.
—Ya estamos dentro —murmuró Ted, que apagó la música de la radio y aumentó el volumen del intercomunicador.
Los dos hombres del FBI sacaron las armas de las pistoleras que llevaban ocultas bajo el traje y comprobaron la munición.
—¿Qué pasa? —preguntó Tomás, desconcertado—. ¿Va a haber lío?
—Si hubiera alguna anomalía, nuestros hombres tienen órdenes de alertarnos —dijo Ted sin quitar los ojos de la pistola—. En ese caso, tendremos que asaltar la casa de inmediato.
Pasaron dos horas de espera angustiosa. Cada quince minutos, los agentes de los diferentes coches del FBI que vigilaban la casa se comunicaban para comprobar que todo iba bien. La respuesta siempre era la misma: «Sin novedad».
De pronto volvió la luz a la casa y, minutos más tarde, los dos hombres de mono aparecieron en la puerta y se despidieron de Ahmed, que los había acompañado hasta allí. Se metieron en la furgoneta y se marcharon.
Crrrrrr
.
—Electric One, Electric One —llamó una voz por el intercomunicador—. ¿Han descubierto algo?
—Nada, Big Mother —respondió otra voz, presumiblemente la de uno de los supuestos electricistas—. El contador geiger sólo se animó levemente al pasar por la cocina, pero nada especial. En el resto de la casa, según el geiger, todo es normal.
—¿Y en el sótano?
—No hemos podido bajar.
—¿Por qué?
—Estaba cerrado y Fireball nos ha dicho que, a oscuras, no encontraba la llave. Parecía un poco nervioso, por lo que hemos preferido no insistir.
—¿Y los micrófonos?
—Los hemos instalado todos. Puede probarlos.
—Okay, gracias Electric One. Buen trabajo.
Rebecca y Tomás siguieron la conversación desde el coche donde se encontraban. Una vez acabada, Ted bajó el volumen del intercomunicador, volvió a encender la radio y sintonizó una emisora de
jazz
.
—¿Y ahora qué?
—¿No ha oído a nuestros hombres? —preguntó Ted, algo impaciente—. No hemos podido registrarlo todo. No han conseguido entrar en el sótano.
—¿Eso quiere decir que harán un nuevo registro esta madrugada?
—
Yep
.
Fuera estaba oscuro y Tomás comenzaba a tener hambre. Se preguntó si servía de algo que se quedaran allí, pero, como Rebecca no daba señales de querer marcharse, decidió dejarlo estar
.
—
¿Hay alguna duda de si Ahme…, uh,
Fireball
es una amenaza para la seguridad de los Estados Unidos? —preguntó
.
—No —respondió Rebecca—. En este momento, no hay duda de que es el encargado dentro de Al-Qaeda de hacer explotar una bomba atómica en el país.
—Entonces, ¿por qué no lo detienen inmediatamente?
—Porque no sabemos dónde está la bomba.
La respuesta sorprendió un poco a Tomás.
—Bueno…, si lo detienen, él se lo puede decir, ¿no? Además, si lo dejan suelto, puede escaparse en cualquier momento y hacer explotar el artefacto.
Rebecca le clavó sus ojos azules.
—Su antiguo alumno es un fundamentalista islámico, ¿no?
—Supongo que sí.
—Entonces, no nos dirá nada que nos sirva —dijo ella—. Detenerlo sólo serviría para alertar a sus compañeros de Al-Qaeda de que vamos tras ellos. Si la bomba no está en la casa, estará en manos de otros miembros de la organización que la podrían hacer explotar más aprisa. Por eso debemos ser pacientes y actuar en el momento oportuno.
—De ahí la importancia del registro de esta madrugada.
La mujer asintió y volvió la vista hacia la casa que todos vigilaban.
—Tenemos que encontrar la maldita bomba.
T
res días.
Tomás empezaba a estar harto de la inactividad. El registro de tres días antes no había dado resultados y ahora el FBI se limitaba a vigilar a Ahmed. Se pasaba casi todo el tiempo encerrado en aquella maldita furgoneta, aparcada en un paseo a dos manzanas de la casa donde se alojaba su antiguo alumno.
La furgoneta era enorme, con monitores, cámaras y todo lo imaginable. Al fin y al cabo, era la Big Mother, el centro de control de aquella operación. Los tres hombres del FBI que la ocupaban, incluido el jefe de la operación, conversaban relajadamente entre ellos, y Rebecca, a su lado, apoyaba la cabeza en el cristal opaco y parecía dormida.
La tediosa espera estaba acabando con Tomás. El portugués tenía el cuerpo dolorido de estar sentado todo el tiempo y, por más que cambiaba de postura, no conseguía estar cómodo. Miró el
The New York Times
tirado en el suelo y lo cogió por tercera vez. Ya lo había leído de punta a punta, pero alimentaba la esperanza de encontrar algo nuevo que lo entretuviera.
Arregló el periódico con gran estruendo y pasó la vista por los titulares. La noticia del día eran las supuestas irregularidades financieras de un senador. Ojeó el diario y se detuvo en otra noticia que daba cuenta de un nuevo escándalo de
insider trading
en Wall Street: habían detenido a un inversor famoso del que Tomás no había oído hablar nunca. Un titular especulaba sobre el tenor del discurso del presidente de los Estados Unidos ante la Asamblea General de la ONU, esa misma tarde. Ya lo había leído todo. Saltó a las páginas de deportes y casi lloró al ver que no había referencia alguna al fútbol europeo. El periódico parecía considerar más excitante el partido entre los Cardinals y los Philadelphia Eagles por el campeonato de la American Football Conference.
—¡Qué rollo! —gruñó con frustración, tirando el periódico al suelo.
Suspiró y se recostó en su asiento preparándose para más horas de tediosa espera. A su lado, Rebecca aún dormía. Los cabellos color trigo le caían por el rostro lácteo, dándole un aire salvaje. Era guapa. Sintió ganas de despertarla y charlar con ella, pero se contuvo. La norteamericana estaba cansada y necesitaba recuperar fuerzas. Extendió el brazo y le acarició la cara con cariño, deslizando los dedos por su piel aterciopelada y cálida.
—Hmm —ronroneó ella, al sentir la tierna caricia.
Ahora, Tomás no tenía ganas de charlar con Rebecca, sino de besar sus labios húmedos y entreabiertos. Se inclinó hacia el rostro sereno, pero en el último instante dominó el impulso de pegarse a la boca de ella y, en lugar de eso, le susurró al oído:
—Chis, duerma.
Tut-tut
.
Los tres agentes del FBI que había en el interior de la furgoneta dieron un salto, como si les hubieran dado una descarga eléctrica, y tomaron de inmediato posiciones.
—¡El teléfono! —exclamó el jefe de la operación haciendo señas a sus subordinados—. Bob, localiza la llamada. Carl, activa la grabadora.
La súbita agitación despertó a Rebecca. Despertada de manera repentina, miró a su alrededor y, sin entender qué pasaba, se volvió hacia el portugués.
—Tom, ¿qué pasa?
Tomás se puso el índice delante de la boca.
—¡Chist! —dijo—. Alguien está llamando a Ahmed. Déjeme escuchar.
Tut-tut.
—Hello?
Era la voz de Ahmed.
—Ibn Taymiyyah?
—Nam.
—Surat-an-Nisaa, ayah arba’a wa sabiin.
Al oír estas palabras, Ahmed hizo una pausa, como si estuviera digiriendo su significado, y exclamó:
—Allah u akbar!
Clic.
En la furgoneta, los agentes del FBI y los dos miembros del NEST parecían congelados, atentos a la llamada que habían interceptado.
—Fuck! —vociferó el jeque del equipo del Bureau—. Los
motherfuckers
ya han colgado. —Giró la cabeza a un lado—. Bob, ¿has conseguido localizar la llamada?
Bob negó con la cabeza, sin dejar de mirar el monitor con desánimo.
—
Nope
—dijo—. Ha sido demasiado corta. Lo único que hemos conseguido averiguar es que se trataba de una llamada nacional.
El jefe del equipo entornó los ojos.
—Ya me lo imaginaba. —Se volvió al segundo subordinado—. ¿Lo has grabado todo, Carl?
—Sí.
—Al menos tenemos algo. Manda la grabación inmediatamente a Federal Plaza. Quiero que el traductor de árabe trabaje con el material lo antes posible.
Tomás cogió el maletín de Rebecca, se levantó y se acercó el jefe del equipo buscando en el interior el libro que sabía que la norteamericana guardaba allí.
—Disculpe.
El hombre se volvió hacia él.
—¿Qué? —preguntó, irritado—. ¿No ve que estamos trabajando,
goddamn it
?
—Yo sé árabe.
El jefe de equipo lo miró con súbito interés.
—¿Por qué no lo ha dicho antes? —preguntó sin esperar respuesta—. ¿Qué decían estos
motherfuckers
? ¿Algo importante?
—Ha sido una llamada extraña. El tipo que llamó le dio un versículo del Corán a Fireball. Fireball ha dicho que Dios es grande y han colgado.
El responsable del FBI se rascó la barbilla.
—Un versículo del Corán, ¿eh? —Se volvió hacia sus hombres—. ¿Tenéis un ejemplar del Corán a mano?
Como un alumno aplicado, Tomás estiró el brazo y alargó al norteamericano el libro que acababa de sacar del maletín de Rebecca.
—Aquí —dijo—. ¿Podrían volver a pasar la grabación para que pueda tomar nota de la referencia coránica?
Carl puso en marcha la grabadora y se oyó por los altavoces el breve intercambio de palabra entre Ahmed y el desconocido. Cuando el desconocido dijo: «
surat-an-Nisaa, ayah arba’a wa sabiin
», el historiador anotó la referencia en su bloc y de inmediato se puso a hojear el libro sagrado del islam.
—
Surat-an-Nisaa…, surat-an-Nisaa
… Es la sura 4 —dijo.
Localizó el capítulo coránico y el versículo citado en la grabación.
—
«Ayah arba’a wa sabiin
» es el versículo 74 —dijo deslizando la punta del dedo por los sucesivos versículos de la sura—. Aquí está…, aquí está…, versículo 74.
Afinó la voz y leyó:
—«¡Combatan por la causa de Dios los que cambian la vida mundana por la otra! A ésos, que combatan en la senda de Dios y que mueran o venzan, les daremos una enorme recompensa».
Reflexionaron todos durante un momento sobre aquellas palabras.
—¿Una enorme recompensa? —preguntó Carl—. ¿No me digan que al tipo le ha tocado la lotería?
Los hombres del FBI se echaron a reír en el interior de la furgoneta, pero la pareja del NEST no los acompañó. Ignorando las bromas a su alrededor, Tomás releyó el versículo en silencio, buscando su verdadero sentido.
—Esto es serio.
—¿Por qué lo dice? —quiso saber Rebecca, intuyendo la amenaza que el mensaje escondía.
—En primer lugar, fíjese en el comienzo del versículo: «Combatan por la causa de Dios». En el original del Corán en árabe, la palabra combate debe de ser «yihad». Por tanto, es una orden divina de hacer la yihad. Luego viene esta expresión extraña: «los que cambian la vida mundana por la otra». En el original árabe, «la vida mundana» es esta vida, mientras que la «otra» es la vida después de la muerte, en el Paraíso. O sea, con estas palabras, Alá está prometiendo el Paraíso a los musulmanes que mueran en la yihad. La segunda parte del versículo refuerza esta idea: «A esos, que combatan en la senda de Dios y que mueran o venzan, les daremos una enorme recompensa». La recompensa para los que mueren es, como se deduce de la referencia inicial a la «otra» vida, el Paraíso.
—Veamos, ¿cómo entiende usted ese versículo?
—Es una orden de Alá a los creyentes, en la que les manda que hagan la yihad y en la que promete a los
shahid
el Paraíso —dijo Tomás—. Eso es lo que quiere decir el versículo.
Los hombres del FBI, que se habían callado mientras hablaba el historiador, movieron la cabeza casi al mismo tiempo.
—¿Se creen eso? —se preguntó el jefe del equipo—. ¡Qué idiotas!
Tomás leyó de nuevo el versículo en el contexto de la operación que Al-Qaeda estaba llevando a cabo.
—Es una orden operativa —sentenció—. Fireball ha recibido instrucciones de prepararse para el martirio y pasar a la acción.
—¿Qué quiere decir con eso?
Convencido de que había interpretado todo lo que había que interpretar, el portugués cerró el Corán y miró al responsable del Bureau.
—Prepare a sus hombres.
—¿Para qué?
Sin perder más tiempo, Tomás cogió sus cosas, hizo una señal a Rebecca para que lo siguiera, abrió la puerta de la furgoneta y salió a la calle. Sin embargo, antes de marcharse, lanzó una última mirada al hombre del FBI.
—El atentado será hoy.
L
a puerta de la casa se abrió lentamente.
Crrrrrr
.
—
Standby
.
Instantes después de que el jefe del equipo diera la orden por el intercomunicador del FBI, salió un viejo Pontiac verde de la casa. Instalados en los asientos traseros del coche de Ted, Tomás y Rebecca vieron a los hombres del Bureau lanzar un sinfín de fotografías sobre el coche en marcha.
—Es él —confirmó Ted, con el ojo pegado a la cámara con
zoom
—. El
motherfucker
está saliendo.