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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

Fénix Exultante (25 page)

BOOK: Fénix Exultante
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Dafne había esperado un desierto. Su conocimiento de las Rocosas venía de relatos históricos y novelas baratas victorianas sobre el Lejano Oeste, ninguna de las cuales estaba ambientada en períodos posteriores a la recuperación de la Quinta Era. Se sintió defraudada. Las pirámides todavía estaban en Egipto, ¿verdad? ¿Por qué no preservar la Escultura de Arena Pintada del Desierto de fines de la Cuarta Era?

En cambio vio, al acercarse a su destino, un verde valle con pinos y pseudopinos, enmarcado entre altos árboles. A lo lejos, el destello del agua delataba la presencia del lago Caída del Cielo, en el cráter formado cuando una de las primeras ciudades orbitales se desintegró en una oscura época entre la Tercera y Cuarta Eras.

A poca distancia, una casa daba sobre esa magnifica vista. Se elevaba entre un jardín de rocas y un huerto. En ese alto prado había algunos objetos que ella reconoció: un farol de piedra sobre un poste estaba solitario en la hierba; más allá un sendero de tierra rodeaba un polígono de tiro, una pista para justas y, más allá, un techo largo y bajo, sostenido por las cabezas de telamones armados, protegía una cancha de esgrima. Más allá, le deleitó ver la esquina de un establo y un cobertizo. Pero algo en el silencio del lugar le indicaba que hacía tiempo que esa granja estaba abandonada.

Al acercarse, vio que la casa era pequeña, sencilla, austera y limpia, hecha de vigas lisas de madera clara, con paneles de papel de arroz y láminas de cerámica parda. El techo tenía tejas de cristal de recolección solar cultivadas a mano, de tono azul oscuro. Los aleros estaban meticulosamente recortados, como por un maestro artesanal, y cada teja era estrictamente idéntica en tamaño y forma, excepto el gablete.

Un hombre abrió la puerta de la cabaña y salió al porche arenoso. Usaba una túnica y faldas rasgadas de tela oscura, estampada con hojas de bambú blanco. Una faja ancha le ceñía la cintura, donde tenía dos vainas que contenían una espada y un cuchillo cuyo diseño Dafne no reconoció. Las armas eran esbeltas, levemente curvas, y carecían de toda guarda o travesaño.

El hombre tenía el pelo cortado al rape. Su rostro era calmo, huesudo, de nariz grande. Hoscos músculos le aureolaban la boca. Sus ojos parecían de águila. Ella se le acercó.

Él la saludó con un gesto que Dafne no reconoció, alzando el puño derecho y cubriéndolo con la palma izquierda.

—¿Señora?

Aquí no había Sueño Medio que le diera indicaciones. ¿Cómo debía devolver ese saludo? Se atuvo al protocolo Gris Plata, llevándose la fusta al ala del sombrero de seda. Luego puso su sonrisa más simpática, movió la cabeza y saludó con voz jovial.

—Mi nombre es Dafne. ¿Tienes vivipiscina? He cabalgado un largo trecho para verte, y huelo como un caballo.

—¡Hola, hola! —gorjeó la sortija.

—¿Puedo ayudarte, señora? —respondió el hombre con voz rígida y neutra, como si ayudar a alguien fuera lo último que se le ocurriría.

Dafne se calmó y desistió de la sonrisa. Al parecer la jovialidad no tenía sentido.

—Busco al mariscal Atkins Ving-et-un Reglamentario, autocompuesto, jefe de estado mayor de la jerarquía militar.

—Yo soy Atkins.

—Pareces más pequeño en la vida real.

Un leve aumento de tensión en las mejillas fue el único cambio de expresión. ¿Socarronería? ¿Huraña impaciencia? Dafne no pudo discernirlo. Quizá él sólo procuraba abstenerse de señalar que ella estaba montada.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó lacónicamente.

—Bien. Sí. Mi esposo cree que nos invaden del espacio exterior.

—¿De veras?

—Sí, así es.

Hubo un momento de silencio. Atkins se quedó mirándola.

—De veras que él lo cree. No sé si yo lo creo —dijo Dafne.

Más silencio.

—Muy interesante, sin duda —dijo él, con una voz que sugería que no le interesaba en absoluto—. ¿En qué puedo servirte? ¿Por qué estás aquí?

—Bien, ¿tú no eres el ejército? ¿La infantería? ¿La guardia de caballería, la escolta de la reina, la Orden de los Caballeros Templarios, la Brigada Ligera, los mosqueteros, la caballería y los acorazados de la Real Armada de Su Majestad, todo en uno?

Esta vez Atkins sonrió, y fue como ver una fisura en un glaciar.

—Soy lo que queda de ellos, supongo.

—¡Estupendo! ¿A quién debo ver para que se declare una guerra?

Él se echó a reír. Una risa breve, pero risa al. fin.

—No puedo ayudarte en eso. Pero quizá pueda ofrecerte una taza de cha. Entra.

9 - La espada del leviatán

Llamaba «cuartel» a la casita encantadora donde vivía.

—Debes saber que no hay nada que pueda hacer por ti.

—Puedes traerme un poco de té, mariscal.

—De acuerdo.

Había una piscina de viviagua bajo el bruñido piso de madera. Él corrió un panel, se agachó y cultivó dos frágiles cuencos de concha de caracol, que sumergió de nuevo en el fluido. El calor de la nanoconstrucción entibió el té, y las sustancias orgánicas no utilizadas se evaporaron en un vaho mentolado.

Dafne miró las paredes pálidas y desnudas. Una anticuada chaqueta onírica dorada y verde colgaba de unas clavijas. Estaba tiesa, como endurecida por la falta de uso. Un biombo mostraba signos dragontinos rojos y brillantes. Los cuatro ideogramas decían: «Honor, Coraje, Fortaleza, Obediencia». Había circuitos mentales tejidos en las letras rojas, vio Dafne, y adivinó (con incredulidad) su propósito.

Circuitos de comunión; enlaces mentales; formularios de comunicaciones de mil ciclos. Quien mirase esa pantalla, si tenía los receptores adecuados incorporados a su sistema nervioso, se fusionaría con una supermente de nivel casi sofotec, y controlaría miles de millones de operaciones simultáneas. En este caso (¿qué otra cosa?), operaciones militares.

Era imposible. Esta simple pantalla no podía ser el comando y control de los armamentos, legiones robóticas, nanoplagas y máquinas de guerra que aún poseía la Ecumene Dorada. ¿O sí? (Siempre que aún existieran dichos aparatos. Dafne tenía la vaga idea de que las viejas máquinas de guerra estaban almacenadas en un museo, y que había gran cantidad de ellas.)

Esta habitación austera no parecía el ámbito adecuado para una sala de comando central. ¿No tendría que haber banderas y penachos en las paredes? ¿Filas de lanzas? ¿Grandes mapas y mujeres de uniforme impecable empujando naves de juguete sobre mesas? ¿Un auditorio de cíborgs buitre interconectados escrutando fríamente anchas esferas holográficas. con cables oscuros insertados en las cabezas? Así aparecían siempre en los relatos históricos.

En la cuarta pared, frente a la puerta, un pequeño bastidor exhibía un mosquete y al sentarse Atkins depositó allí la espada larga. El mosquete tenía culata de madera lisa, cañón de metal oscuro, guía de bronce bruñido. La espada estaba en una funda de cuero labrado a mano, y un nudo de cordel de seda roja colgaba de los anillos. Atkins conservó el puñal en la cintura.

No había otro mobiliario en la habitación, salvo las sobrias esteras tejidas donde se sentaban, y un corto trípode que sostenía un traslúcido y rosado cuenco de fuego. Bebieron té.

—¿Vives solo aquí?

—Mi esposa me dejó porque yo no quería renunciar al servicio —respondió él con voz glacial.

Ese tono frío y neutro le hizo pensar en Faetón. Era como si Faetón le hubiera hablado al oído, diciendo:
Mi esposa se ahogó porque yo no quería renunciar a la nave estelar.

—Lo lamento —murmuró Dafne.

—No tiene importancia.

—¿Puedo hacerte una pregunta personal?

—Preferiría que no.

—¿Por qué sigues siendo soldado? En esta época, ¿la idea del soldado no es un poco… no sé…?

—¿Anacrónica?

—Iba a decir «estúpida».

Atkins endureció los ojos con disgusto, pero súbitamente rió de buen humor.

—¡Dafne Tercia Estrella Vespertina! ¡Eres una obra de arte! No te andas con rodeos, ¿verdad?

Ella puso su segunda sonrisa deslumbrante, y extendió las manos en un gesto de impotencia.

—La mayoría de las personas sintonizan sus filtros sensoriales para mitigar los comentarios demasiado groseros. Supongo que no tengo la costumbre de vigilar mis palabras. Pero no te preocupes. Sin duda te recobrarás.

—En la actualidad nadie tiene la costumbre de vigilar sus palabras. ¿Quién dijo que una sociedad desarmada era una sociedad grosera?

—Creo que fue alguien a quien mataron en un duelo —dijo Dafne—. ¿Hamilton, tal vez?

Atkins resopló.

—Nadie tiene la costumbre de vivir la vida real, de lidiar con las limitaciones, de tomar decisiones. Vosotros los sumergidos vivís en pequeñas burbujas de percepción, y dejáis que la Mentalidad dirija vuestras vidas, amores y pensamientos de una a otra burbuja. Alguna vez tendríais que tratar de ser reales.

«Sumergidos» era una palabra en jerga que aludía a las personas que usaban filtros sensoriales y era empleada por aquéllos (en general primitivistas) que no los usaban. Se sobreentendía que un «sumergido» estaba a un paso de ahogarse.

—Nací real, gracias —replicó Dafne—, y mis padres me han fastidiado bastante con ese sermón. A mi entender, la realidad está sobrevalorada. —Sólo después de hablar se le ocurrió una objeción más convincente: si no hubiera sido por la tecnología de simulación, por la grabación de Mentalidad y la alteración de recuerdos y otras presuntas irrealidades, ella misma, Dafne Maniquí Tercia, nunca habría «nacido». Y tampoco Faetón.

—Disiento, señora. La realidad es real. Por eso permanezco en el servicio.

—¿Por qué?

—Porque es real. Es como si fuera el único hombre real del planeta. Monto guardia para que todos los demás puedan jugar. Es lo que me gusta de tu esposo. Lo que él hace también es real. Y mucho menos aburrido que montar guardia.

—No ha habido una guerra, ni siquiera una gresca, desde principios de la Sexta Era.

—Bien —repuso él con sarcasmo—. Me pregunto por qué será.

—¿Crees que es porque todos vivimos apabullados de terror por ti?

La línea de tensión de su mejilla, que le servía de sonrisa, mostró que esto era exactamente lo que pensaba Atkins.

—No viniste aquí para debatir teorías políticas conmigo —dijo sin embargo.

—Quería preguntarte por mi esposo.

—Adelante, dispara.

Ella se tapó la boca con el guante cuando rompió a reír.

—¿Te pasa algo? —preguntó él.

—No, no —dijo ella, tratando de sofocar su sonrisa—. Es sólo esa expresión, «dispara». Viniendo de ti, resulta graciosa.

Atkins no se inmutó.

—Sólo quería preguntarte —dijo Dafne con seriedad— por los invasores que persiguen a mi esposo. ¿Son de otro sistema estelar? Yo comulgué con los recuerdos de Faetón, y descubrí que estabas investigando algo parecido…

Él resopló, sonrió a medias, sacudió la cabeza.

—Ante todo —dijo—, le pedí a tu esposo que no contara a todo el mundo lo que yo estaba investigando. Por otra parte, no hay invasión. ¿Estaría sentado en casa a solas si la hubiera? Al menos una invasión me daría algo que hacer.

—Él te vio rastreando a un delegado neptuniano.

—Quizá los sofotecs sintieron lástima de mí, o algo parecido, y aconsejaron al Parlamento que me asignara una investigación. No se me permite realizar trabajo policíaco, pero cualquier investigación que implique inteligencia militar, y supongo que eso incluye a personas que fingen ser amenazas externas, cae en mi especialidad. Todo resultó ser una travesura de la Mascarada. Quizá ignores que hay personas a quienes les fastidia que se me permita existir. No les gustan los hombres armados. Y no les gustan las bombas, virus y dispositivos de haces de partículas y gusanos mentales que se mantienen a costa del público… Bombas nucleares, bombas supernucleares, bombas de neutrones, bombas de neutrinos, bombas cuásar, bombas de pseudomateria, bombas de antimateria, bombas de reacción supersimétrica. En ocasiones, la gente me toma el pelo, o grita alarmada para ver si acudo a la carrera.

—¿Una travesura?

—Te puedo informar de quién fue el responsable. ¿Por qué no? Mi informe al Comité Asesor Parlamentario de la Mente Bélica consta en actas públicas, aunque ningún miembro del público se moleste en echarle un vistazo. —La miró a los ojos—. Los Nuncaprimeristas fueron los culpables. Fueron Unmoiqhotep y su pandilla.

Dafne quedó desconcertada.

—Faetón dijo que la Ecumene Dorada sufría el ataque de criaturas de otra estrella, o de una colonia perdida. ¿Cómo podría ser una travesura?

Atkins se encogió de hombros y le preguntó con un gesto si quería más té. Ella agitó el dedo negativamente. Él ordenó al cuenco de té que volviera a llenarse.

—Sabes quién es Unmoiqhotep, ¿verdad? —preguntó—. Es un varón que antes era mujer; nació como Ungannis de ío, la hija clónica de Gannis. Su madre era Hathorhotep Veinte Minos de la Mansión Gris Plata. Unmoiqhotep odia a ambos padres, odia a las mentes Gannis, a los Gris Plata, odia a todos. Nunca se sobrepuso al hecho de que, en la actualidad, llevar los genes de alguien no permite automáticamente heredar sus pertenencias cuando muere y cambia de cuerpo, así que se cambió el sexo y el nombre y con el tiempo llegó a ser influyente en el movimiento Nuncaprimerista.

—Pero Faetón te vio persiguiendo a un neptuniano.

—Perseguía a alguien que adoptó la forma de un cuerpo neptuniano, sin duda. Pero no era neptuniano. Se elevó en el aire y se puso en órbita, ¿recuerdas? ¿Para establecer contacto con su lanzadera? Bien, ¿cuántos neptunianos se pueden costear un yate espacial propio? La mayoría llegan al interior del sistema en órbitas de muy bajo impulso, y duermen veinticinco años mientras viajan. Sólo usan su propio cuerpo, o quizá una capa de metal ablativo. No tienen muchas naves. Y el nombre de la nave era
Roc Acechador.
Un juego de palabras, que hace pensar en una roca que está por despeñarse. Nadie oyó hablar de un neptuniano que bautizara su nave con un ave mítica como el roc. Pero alguien cuya madre era Gris Plata podría hacerlo. Todos vosotros, los Gris Plata, bautizáis vuestras naves con nombres de aves míticas. Y quizá esto explique por qué Ungannis quería implicar a Faetón en la travesura. Él era un Gris Plata, como su madre, pero, a diferencia de Ungannis, Faetón amasó su propia fortuna sin tener que heredar dinero de Helión. ¿Entiendes?

—No me incluyas entre los Gris Plata, por favor —replicó Dafne—. Ya no formo parte de esa escuela. Ahora pertenezco a la mansión Roja de Estrella Vespertina.

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