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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

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Cuando la puerta de la zona de comederos se cerró, el resto de la cuadra quedó sumida en la misma penumbra que me había rodeado en la caballeriza anterior.

—George, Rick, encended las luces —indicó Shaun.

Tuve tiempo de protegerme los ojos con el brazo antes de que se encendieran las luces del techo. Me llegó un débil ruido de arcadas procedente de Rick, y a continuación lo oí vomitando en un lugar indeterminado detrás de mí. No me sorprendió en absoluto; en estos paseos, todo el mundo acaba sacando la primera papilla, al menos una vez…, yo misma lo había hecho. Cuando hubo pasado el tiempo necesario para que los ojos se ajustaran al límite de su capacidad, bajé el brazo. Lo que vi ante mí era puro caos. La cuadra de partos ya me había parecido un lugar macabro, pero comparada con ésa no era más que un puñado de manchas extrañas y un montón de gatos muertos; aquí también había cadáveres de gatos tirados por el suelo. En cuanto a lo demás…

Lo primero que pensé fue que habían empapado de sangre toda la caballeriza; no sólo como si la hubieran manchado unos chorros, sino como si literalmente la hubieran embadurnado, como si alguien hubiera cogido un cubo de sangre y se hubiese dedicado a pintar las paredes con ella. Esa primera impresión desapareció en cuanto me fijé en que la mayor parte de la sangre se hallaba repartida en dos lugares: pintando una franja en las paredes a más o menos un metro del suelo o empapando el propio suelo, que había adquirido una docena de tonos marrones y negros, resultantes de la mezcla irregular de lejía, sangre y excrementos secos. Me quedé mirando atónita, sin pestañear, hasta que me entraron las ganas de vomitar. Hacerlo una vez estaba bien. Dos no, sobre todo delante de otra gente.

—Tienen una inscripción con el nombre de los caballos —dijo Shaun desde el otro extremo de la cuadra, donde inspeccionaba uno de los boxes—. Este se llamaba
Tristeza del Martes.
¿Qué clase de nombre es ése para un caballo?

—Les gustaba ponerles nombres relacionados con el tiempo. Piensa si no en
Buen Tiempo para la Fiebre del Oro
y en
Cielo Rojo Matinal.
Si en este lugar ocurrió algo extraño, encontraremos las pruebas en los boxes.

—Debajo de dos mil litros de sangre —masculló Rick.

—¡Espero que hayáis traído palas! —gritó Shaun con una jovialidad infame.

—Tu hermano es un extraterrestre —repuso Rick, con la mirada clavada en Shaun.

—Sí, pero uno de los monos —respondí—. Empieza a revisar los boxes.

Yo ya había recorrido la mitad de los boxes que se abrían a mi lado, y justo me encontraba entre
Vendaval de Dorothy
y
Alerta de Huracanes
cuando Rick gritó:

—¡Venid aquí! —Shaun y yo nos volvimos hacia él. Estaba señalando un box en un rincón—. He encontrado el box de
Fiebre.

—¡Genial! —exclamó Shaun. Nos acercamos a él—. ¿Has tocado algo?

—No —respondió Rick—. He preferido esperaros.

—Bien hecho.

La puerta del box colgaba de los goznes retorcidos, que habían sido arrancados desde dentro, y la madera estaba astillada y marcada con las lunas crecientes de las herraduras del caballo. Shaun silbó entre dientes.


Fiebre
tenía unas ganas locas de salir de la cuadra.

—No lo culpo —dije, inclinándome hacia la puerta para examinar la madera destrozada—. ¿Shaun, llevas puestos los guantes? ¿Puedes abrirla?

—A ti te daría el mundo entero… o al menos te abriría la puerta de una cuadra nauseabunda.

Shaun abrió la puerta de un empujón y la sujetó a un pequeño gancho para que se mantuviera abierta. Me asomé para grabar con la cámara hasta el último centímetro del cubículo. Shaun, por su parte, se metió directamente en el box, y algo crujió bajo sus pies.

Rick y yo nos volvimos a él y de pronto me quedé rígida. En una zona de riesgo, los crujidos casi nunca son el presagio de algo bueno. En el mejor de los casos puede tratarse de una advertencia; en el peor…

—¡Shaun! ¡Informa!

Con el rostro lívido, Shaun levantó primero un pie y luego el otro. Tenía un trozo de plástico con el borde afilado incrustado en la suela de la bota izquierda.

—Sólo es basura —respondió. Su rostro adquirió una expresión de alivio—. Nada grave. —Se agachó para quitárselo.

—¡Espera!

Shaun se quedó paralizado. Me volví sorprendida a Rick.

—Explícate.

—Está afilado. —La mirada de Rick iba de mí a mi hermano—. Es un trozo de plástico afilado, ¡en una cuadra!, ¡en un rancho de cría de caballos! ¿Veis alguna ventana rota cerca? ¿Algún aparato roto? Porque yo no lo veo. ¿Qué hace un trozo afilado de algo en un box? Los caballos tienen cascos duros, pero la parte central es blanda y resulta relativamente fácil que se corten.

Unos cuidadores competentes nunca permitirían que hubiera objetos punzantes cerca de las cuadras.

Shaun bajó el pie haciendo equilibrio para apoyarlo únicamente sobre la punta y no apretar el plástico contra el suelo.

—Maldito cabrón…

—Shaun, sal de ahí. Rick, busca un rastrillo o algo. Tenemos que remover esa paja.

—Entendido. —Rick dio media vuelta y se dirigió al rincón opuesto del establo, donde supuse que habría visto antes algún material de limpieza. Shaun salió a la pata coja del box, todavía con el rostro lívido. Le di un golpe en el hombro con la palma de la mano derecha en cuanto lo tuve cerca.

—Idiota —le solté.

—Seguramente —convino conmigo, recuperando cierta calma. Si yo estaba insultándole, eso significaba que tampoco había ocurrido nada grave—. ¿Crees que hemos encontrado una pista?

—Me parece probable, pero ahora mismo tu principal preocupación no debería ser ésa. Busca unos alicates, sácate esa maldita cosa de la bota y métela en una bolsa. Como la toques te mato.

—Ya lo he pillado.

Rick regresó con un rastrillo en las manos. Se lo cogí y empecé a rastrillar la paja.

—Rick, vigila al estúpido de mi hermano.

—Sí, señora.

Con el rastrillo, removí la paja que había pisado Shaun, y aparecieron más trozos de plástico y una pieza en concreto, larga y torcida, que me resultó familiar. A mi espalda, Shaun contuvo la respiración de repente.

—George…

—Ya lo veo. —Continué rastrillando la paja.

—Eso es una aguja.

—Lo sé.

—Si no hay razón para que encontremos trozos de plástico en la caballeriza, ¿qué pinta aquí una aguja?

—Nada —respondió Rick—. Georgia, prueba un poco más a tu derecha.

Me lo quedé mirando.

—¿Por qué?

—Porque ahí la paja está menos aplastada. Si hay algo más a tu derecha, es probable que siga intacto.

—Bien visto. —Me concentré en el sector derecho del compartimiento. Las tres primeras rastrilladas no dieron resultado. Ya había decidido que el cuarto sería el último en esa zona cuando los dientes dejaron a la vista una jeringa en perfectas condiciones; no sólo eso, sino que estaba cargada. El émbolo no había llegado hasta el fondo y todavía se veía una pequeña cantidad de líquido lechoso a través del vidrio manchado de barro. Los tres nos la quedamos mirándola fijamente.

—¿George? —dijo Shaun al cabo.

—¿Mmm?

—Ya nunca volveré a pensar que eres una friki paranoica.

—Bien. —Con sumo cuidado acerqué la jeringa con el rastrillo—. Id a los contenedores de residuos y mirad si se han dejado alguna bolsa aislante. Hay que sellar al vacío la jeringa para llevárnosla, y no me fío de nuestras bolsas para residuos biológicos.

—¿Por qué? —preguntó Rick—. Han pasado las pruebas Nguyen-Morrison.

—Porque sólo se me ocurre una cosa que alguien haya podido inyectar a un animal sano como un roble, y que lo haya transformado completamente y convertido en el paciente cero de un brote viral —respondí. La sola visión de la jeringa me provocaba náuseas. Shaun podría haberla pisado. Un paso un poquito más allá y…

«Piensa en otra cosa, Georgia. Piensa en otra cosa.»

—Las jeringas son herméticas —señaló Shaun, dando media vuelta y enfilando hacia los contenedores de residuos médicos—. La lejía no puede penetrar en ellas.

—¿Estás diciendo que…?

—Si mi suposición es correcta, tenemos delante de nosotros la cantidad suficiente de Kellis-Amberlee para transformar a la población de todo Wisconsin. —Esbocé una sonrisa sarcástica—. ¿Qué os parece el siguiente titular para nuestra página principal: «Rebecca Ryman murió asesinada»?

El virus Kellis-Amberlee puede sobrevivir durante un tiempo indefinido en un huésped apropiado, lo que es lo mismo que decir «en el interior de cualquier mamífero de sangre caliente». No se ha encontrado una cura y, si bien se pueden purgar de agentes víricos pequeñas cantidades de sangre, el virus no se puede extraer ni de los tejidos blandos del cuerpo, ni de la médula ósea, ni de la médula espinal, ni del cerebro. Gracias a la inventiva humana que lo creó, está con nosotros todos los días, desde el momento que somos concebidos hasta que morimos.

A lo largo de nuestra vida sufriremos multitud de «infecciones» de la cepa original del Kellis. Se manifiesta atacando rinovirus que tratan de atacar nuestro cuerpo y actúa apoyando al sistema inmunitario. Algunos individuos también presentarán manifestaciones poco importantes del Marburg-Amberlee, que despierta de su letargo cuando aparecen tumores cancerígenos que han de destruirse. La síntesis de esos virus tan dispares no los ha desviado de su propósito original, lo que en el fondo nos resulta beneficioso. Ya que si vamos a tener que aceptar el hecho de que los muertos se levanten de sus tumbas con la intención de devorar a los vivos, más vale que saquemos alguna ventaja de todo eso.

Los problemas surgen únicamente cuando la forma conjunta de estos virus pasa al estado activo. Diez micras de Kellis-Amberlee en estado activo son suficientes para desencadenar una cascada viral imparable, que inevitablemente desemboca en la muerte del organismo que lo hospeda. Una vez activo el virus, uno deja de ser «uno mismo» en todos los aspectos y se convierte en una reserva andante del virus, en un medio para propagarlo; el virus siempre está hambriento y al acecho. Un zombie es una criatura con dos objetivos: alimentar el virus y propagarlo en otros seres vivos.

Se puede infectar a un elefante con la misma cantidad de virus que a un humano. Diez micras. Para que os hagáis una idea, en el punto de esta frase caben más de diez micras del virus. El caballo que desencadenó la infección que acabó matando a Rebecca Ryman recibió una inyección con más de novecientos millones de micras del Kellis-Amberlee en estado activo.

Ahora miradme a los ojos y decidme que no se trata de una acción terrorista.

Extraído de
Las imágenes pueden herir tu sensibilidad
,

blog de Georgia Mason,

25 marzo de 2040

Quince

R

esulta que llamar a un senador de los Estados Unidos de América desde una zona en cuarentena para informarle de que has encontrado una gatita viva y una jeringa que contiene lo que sospechas que es una cantidad pequeña pero aterradora de Kellis-Amberlee en estado activo, es una manera genial de atraer la atención inmediata del ejército y del servicio secreto. Siempre he sabido que las llamadas por radio y por teléfono móvil que se hacen desde zonas en cuarentena estaban controladas, pero nunca lo había visto tan claramente ilustrado. Las palabras «jeringa intacta» apenas acababan de salir de mi boca cuando nos vimos rodeados por un pelotón de hombres con cara de pocos amigos y enormes armas.

—Seguid grabando —indiqué entre dientes a Rick y a Shaun, que me respondieron con un leve gesto afirmativo; por lo demás, se habían quedado tan helados como yo, con la vista clavada en la cantidad ingente de armas desplegadas a nuestro alrededor.

—¡Dejen la jeringa y todas las armas en el suelo, y levanten las manos por encima de la cabeza! —bramó una voz distorsionada por un altavoz.

Shaun y yo nos miramos.

—¡Eh! ¡Somos periodistas! —gritó mi hermano—. Tenemos licencia de clase A—15 y el correspondiente permiso para llevar armas ocultas. Estamos siguiendo la campaña del senador Ryman, así que llevamos mogollón de armas y nos inquieta un poco todo este asunto de la jeringa. ¿De verdad quieren esperar aquí mientras vamos quitándonos todo lo que llevamos encima?

—Por Dios, espero que no —mascullé—. Nos pasaremos aquí todo el día.

El hombre armado más cercano a nosotros, que iba vestido de militar y no con el traje negro del servicio secreto, se llevó un dedo al oído derecho y dijo algo entre dientes. Tras una larga pausa asintió con la cabeza y gritó con una voz mucho más intimidante que la del altavoz:

—¡Suelten la jeringa y todas las armas que lleven a la vista, levanten las manos y no hagan ningún movimiento sospechoso!

—¡Eso simplifica las cosas, gracias! —respondió Shaun, esbozando una sonrisa fugaz. Al principio no entendí qué se proponía mi hermano malgastando energía en hacerse el chulo delante de todos aquellos agentes y militares, que probablemente debían de estar hechos un manojo de nervios y ser de gatillo fácil. Pero entonces seguí su mirada y tuve que reprimir una sonrisa. ¡Hola, cámara fija número cuatro! ¡Hola, índices de audiencia increíbles! Sobre todo con Shaun dándolo todo para que el espectáculo no perdiera interés.

Di un paso adelante y dejé la jeringa en el suelo. No suponía ningún riesgo, puesto que se encontraba en el interior de una burbuja de plástico reforzada, que a su vez estaba en el interior de una segunda burbuja de las mismas características. Una delgada película de lejía separaba ambas burbujas. Cualquier cosa que saliera de esa jeringa estaría muerta antes de llegar al aire. También dejé mi pistola en el suelo con mucho cuidado y la alejé un par de metros; a continuación dejé mi arma de descargas eléctricas, el
espray
de pimienta que llevo colgado de la mochila (en el mundo exterior hay muchos otros peligros además de los infectados, y la mayoría de ellos odia que le rocíen los ojos con una sustancia irritante), y la vara extensible que Shaun me había regalado por mi último cumpleaños. Levanté las manos para mostrar que no llevaba nada más y caminé hacia atrás para regresar a la fila.

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