Fabulosas narraciones por historias (4 page)

A los postres, don Alberto Jiménez tomó la palabra para darles las gracias por su presencia. Les recordó que el proyecto pedagógico, moderno y europeizante en el que estaban embarcados tenía muchos enemigos. Enemigos poderosos que trabajaban sin prisa, pero sin pausa, para hundirlo. Recordó las enormes dificultades económicas por las que atravesaban. Recordó que sobrevivían sin apenas subvención oficial, gracias a la generosidad de quienes confiaban en La Casa. Advirtió que los peligros de zozobrar eran en aquel momento mayores que en cualquier otro en la historia de la Residencia. Confesó que la posibilidad de tener que abandonar el barco en medio de la mar océana no era desgraciadamente una hipótesis lejana; los enemigos de La Casa sabían que ésta atravesaba un momento crítico, y estaban dispuestos a realizar un último esfuerzo para hundir el más audaz intento de renovación pedagógica y espiritual que había conocido ese país. Les pidió que se mantuviesen alerta y que hicieran oídos sordos a la campaña de mentiras y difamación orquestada por los sectores más siniestros de la sociedad española y por la prensa más reaccionaria. Les exhortó a cerrar filas y a defender como un solo hombre el buen nombre de la Residencia. Luego dijo que, en medio del temporal, era un honor y una tabla de salvación recibir a una figura de la talla de Juan Ramón Jiménez, quien públicamente había expresado cientos de veces su apoyo al Proyecto. Quiero brindar, dijo el director para concluir, por su buena disposición (la de los residentes) para hacer agradable la vida de quien un año más nos la está dando. Ojo al juego de palabras.

Dos años atrás, la última vez que Juan Ramón Jiménez se había alojado gratis en la Residencia, ésta debía de estar atravesando también un momento de crisis, porque el director acababa de repetir el mismo discurso de entonces. Aquella vez, cuando don Alberto concluyó con esa bonita frase, Vacunin, el anterior presidente de los Republicanos, gritó que Juancho, el fino, no les daba la vida, sino la lata. Primero los Republicanos y después los demás residentes, excepto los Ultras y los del Sindicato, empezaron a patear el suelo y a gritar que se fuera, que se fuera. Fue una explosión espontánea y memorable. Don Alberto y don José Moreno tuvieron que llevarse en volandas a Juan Ramón Jiménez, que presentaba síntomas de asfixia, y convencerle para que se quedara, diciéndole que los residentes habían sido manipulados y que la mayoría de ellos se sentía honrada con su presencia allí. Le prometieron el oro y el moro, y al final se quedó. Al día siguiente el Vacunin fue invitado a que tomara un esquife y a que abandonara el buque insignia de la Residencia porque su actitud decadente no casaba con la flotilla de proyectos pedagógicos, modernos y europeizantes dirigidos por ella. El Vacunin declinó la invitación, y entonces no hubo más remedio que tirarle por la borda. Luego, tuvieron que admitirle porque casi todos los residentes estaban de su parte y habían amenazado con amotinarse. Pero cuando volvió a la tripulación ya estaba paralítico a causa de la tunda que unos desconocidos le habían metido en el Campo Campana. Todos sabían que los desconocidos eran del Sindicato, pero la Dirección y la Guardia Civil mantuvieron siempre que habían sido los tiburones.

Esta vez, sin embargo, después de que el director pronunciara la célebre frase, todos habían aplaudido a una seña de Moreno. Juan Ramón Jiménez se levantó a saludar y dio las gracias por el recibimiento tan cálido del que había sido objeto; dijo que era un honor para él poder vivir desde dentro la gran renovación cultural, artística y científica que estaba llevando a cabo La Casa, y que brindaba por ella. Brindaron todos excepto los Republicanos, que se mantuvieron sentados en señal de protesta. Después algunos grupos se demoraron en la sobremesa, mientras que otros se disolvieron con rapidez para ocupar un buen sitio en el Salón de Té, donde iba a celebrarse el recital. Poco a poco, los asistentes se fueron acomodando frente a una pequeña tarima sobre la cual había un piano. Una vez que la sala estuvo llena, tras unos instantes de espera, el Moreno subió a las tablas, pasó lista y dijo que quería presentar a un poeta de incontenible vitalidad que, sin embargo, parecía obsesionado por la idea de la muerte, una muerte rodeada de angustia, de violencia y de crueldad. Podría decirse, dijo, que su poesía era la celebración de un rito de culto a la muerte; y que en cada uno de sus versos latía el malestar y la frustración; y que en toda su creación la vida y la muerte se retorcían enlazadas. Además, lo popular y lo culto, la vida y las canciones del pueblo, vivificaban su arte sabio y exigente. En una palabra: él había sido capaz de reflejar como nadie el secreto del alma de Andalucía. Moreno tenía el honor de presentar ante todos ellos a Federico García Lorca, y pedía un aplauso, por favor. Se aplaudió, como estaba mandado.

Los tíos de Santos vivían en el número once de la plaza del Ángel, un lujoso edificio con ascensor, agua corriente y gas en cada piso, situado frente al Victoria, el hotel de los toreros. Les abrió la puerta Marc, a quien siguieron a través del larguísimo y oscuro pasillo en el que se iban abriendo a derecha e izquierda las puertas de las demás estancias. Sentados en el saloncito les esperaban la tía Carmen y el tío Marcelino. Éste se puso en pie al verlos entrar.

—¡Hola, Santitos, hijo! Otra vez de vuelta, ¿eh? —le saludó, tendiéndole una mano blanda. Santos notó a su tío más apagado que hacía tres meses: esos minúsculos y brillantes ojos, que, junto a su bigotillo recto y blanco, casi albino y transparente, le daban aspecto de ratón inteligente, habían perdido fulgor. Intercambiaron un par de frases sobre la familia y otras dos sobre el verano mientras Patricio presentaba sus respetos a la tía Carmen. Luego, Santos se acercó a besarla, y le hizo entrega solemne de unos cuantos chorizos, lomos y salchichones. Mientras el tío Marcelino les preparaba un dry-martini para abrir el apetito, la tía Carmen se interesó por la familia:

—¿Cómo están tus padres y tus hermanas?

—Pues allí andan, con los cerdos, que dan mucha faena.

—¿Cómo es que no coge tu padre cuatro o cinco mozos?

—Eso le digo, pero ya sabe usted cómo es mi padre: los mozos cuestan perras.

—Perras, perras… ¡Tu padre tiene más perras de las que puede gastar! —exclamó la tía Carmen, y Santos se rió.

El inminente viaje de Marc a Londres ocupó gran parte de la cena. El tío Marcelino era practicante, y su máxima ambición era que su hijo estudiara medicina y que se especializara en histología, pero Marc pensaba que ésa era una especialidad muy poco creativa. La palabra «creatividad» le sacaba de quicio al tío Marcelino, que, en tono sarcástico y sin dejar de mirar a su creativo hijo, se expresó en los siguientes términos:

—Afortunadamente, la creatividad no existe en las disciplinas serias. Los literatos creativos debéis tener en cuenta que, lamentablemente, el tejido epitelial se llamará siempre así, y no puede ser utilizado metafóricamente para expresar tejido adiposo, aunque tengáis una enorme capacidad creadora. Por más desbordante que sea vuestra imaginación, los tejidos tienen células, protoplasmas, parénquimas y otros muchos elementos, cuyos nombres se deben aprender de memoria. Si no lo hacéis o los denomináis de otros modos más imaginativos, seréis suspendidos. Ni la histología ni nada que da dinero es poesía.

Patricio se rió:

—Tiene usted toda la razón, don Marcelino. Lo que sucede es que sus puntos de vista, que yo comparto totalmente, no sintonizan con los tiempos que corren.

—¡A mis años, hijo mío, como te puedes imaginar, me importa bien poco! Ya sé que allá arriba, en la Residencia, les animan a ustedes a ser poetas.

—¡Y no sabe usted hasta qué punto! En estos momentos, por cierto, se está celebrando un recital de poesía en homenaje a Juan Ramón, cuya asistencia ha sido calificada como recomendable para la convivencia pacífica.

—¿Cómo es eso de la calificación?, ¿cómo es eso? —preguntó don Marcelino, asombrado.

—La Dirección clasifica los actos según su importancia. Éste lo han juzgado recomendable para la convivencia pacífica, lo cual significa que todos los que asisten tienen un punto más en la nota final.

Ahí empezó todo: mientras el tío Marcelino se mostraba incrédulo y se rasgaba las vestiduras por la hipocresía y el fariseísmo innatos a esa versión intelectual del protestantismo que era el krausismo español, Santos se había sorprendido con los ojos clavados en el pecho de la tía Carmen. La encontraba atractiva por primera vez en su vida, y eso le confundió. No era que la tía Carmen fuera guapa o fuera fea, era que nunca la había mirado con esos ojos libidinosos que ahora se habían quedado obstinadamente fijos en la casi imperceptible protuberancia de sus pezones.

Después de cenar pasaron al salón, y mientras esperaban el café, Santos se puso a hojear, para serenarse, el último número de
Mujer de Hoy.
La tía Carmen coleccionaba aquella revista ilustrada y enviaba los números atrasados a Fuentelmonge para que su familia se pusiera al día. En sus páginas había contemplado él, antes de pisar Madrid por primera vez, a Sus Majestades acompañados del presidente del Consejo de Ministros así como del incansable luchador por la europeización cultural de España, y se había embelesado ante las litografías de las muchas fiestas benéficas que María Luisa Elbosch ofrecía anualmente al todo Madrid en su palacete de Santa Bárbara.

Pero la tía Carmen se sentó a su lado y quiso que pasaran juntos las páginas de aquel número, que ella aún no había visto. Mientras Pátric y Marc escuchaban al tío Marcelino disertar sobre la conveniencia del golpe de Estado que acababa de dar Primo de Rivera, Santos y la tía Carmen contemplaban a María Luisa Elbosch de Babenberg, que, junto al mencionado e incansable luchador por la europeización cultural de España, lucía un vestido firmado por Liberty Charpe, de talle bajo y escote cuadrado, con bullones y largos flecos muy divertidos; a la derecha, su marido, el barón Leopold Klaus Babenberg, con un atuendo informal de calle para caballero, compuesto de terno y trinchera de Monsúriz. Los botines de fieltro eran una creación de Inchausti a medida. En otra litografía posaba el ilustre Patronato de la Residencia de Estudiantes junto al incansable y antedicho luchador, que también aparecía en una recepción ofrecida por Josefina Caturla, condesa de Montealegre, a los intelectuales españoles.

—El Ortega y Gasset está en todos los sitios —exclamó Santos, algo acalorado por la proximidad de su tía.

—¿Quién es Ortega y Gasset? ¿Este carcamal que sale en todas las fotos al lado de la Babenberg?

—Éste, éste, el de la cabeza grande.

—Pues dicen que es su querido, ya ves tú. Yo no sé lo que verá esta chica tan mona en un viejales como ése.

—Pues usted se da un aire a la Babenberg —le hizo saber el galán de Santos, que, después de decir eso, sintió una gran flojera.

—¡Qué cosas tienes! —repuso la tía Carmen, que no pudo evitar pavonearse—. De todos modos, no me parezco en los gustos, hijo mío, porque yo, puesta a echarme un querido, me lo echaba de tus años y no de los suyos.

Y en ese momento la mirada de Santos tropezó con el escote de su tía, levemente descompuesto por un descuido tonto que le permitió ver efímero, durante el breve tiempo de una inspiración, el nacimiento brutal y pecosillo de su busto y sentir el inmenso ritmo pausado de su respiración maternal. No sabe todavía cómo reprimió aquel violento deseo de besar su canalillo transpirante y abrirse paso entre las dos enormes y apretadas tetas de su tía. ¿Acaso ella no había tenido pechos antes? ¡Pues claro que sí! Entonces, ¿por qué reparaba en ellos ahora y no la primera vez que llegó a Madrid o cuando ella regresó al pueblo, después de casarse, hacía ya muchos años? ¡Cualquiera sabía! ¿Y por qué no los besaba? ¿Por qué no acercaba su morrillo al busto de la tía Carmen?

Santos no se atrevió a levantar la cabeza. Se quedó mudo y notó calor, y advirtió también que se le venían todos los síntomas encima. Su tía sí le miró a él, y le vio tan encarnado que no pudo reprimir una carcajada diáfana y voluptuosa. Intentó amortiguarla con el pañuelo de seda blanca que escondía en el pecho; se echó hacia atrás, y, al hacerlo, el zapato, que estaba desprendido del talón, cayó al suelo. Santos, que, como ya se ha dicho, presentaba todos los síntomas, vio el pie descalzo de su tía y se desmayó.

Federico era moreno, de ojos oscuros y piel aceitunada. No muy alto, tenía las espaldas caídas, el culo gordo y las piernas quizá un poco cortas respecto al tronco. Había escuchado de pie, frente al piano, la definición de su carácter y de su poesía, y sonreía, complacido, al aplauso general. Para empezar tocó dos canciones de cuna y una sonata, compuestas por él; a continuación leyó cinco piezas inspiradas en el romancero popular, cantó tres murgas, entonó dos habaneras y leyó completo el libreto de una función para títeres que acababa de terminar, utilizando una voz distinta para cada uno de los veinte personajes que aparecían. Tras el intermedio, imitó a Primo de Rivera y al rey Alfonso XIII; jugó a las adivinanzas; recordó anécdotas sucedidas en los cuatro años que llevaba viviendo en la Residencia de Estudiantes, intercalando entre ellas los célebres pasodobles
En er mundo, Suspiros de España, España cañí, El gato montés
e
Islas Canarias
; recitó su último poema,
Romance sonámbulo,
inspirado en una tragedia rural; y se disfrazó de enemigo de la Residencia y de Benito Pérez Galdós. Para terminar, como otros años, se tumbó en el escenario y simuló estar muerto durante unos minutos. Fue en ese momento, aprovechando el silencio de la muerte y el aburrimiento de los presentes, cuando el Temario se subió a su silla y empezó a gritar:

¡Juanito Giménez, la mayoría de nosotros queremos que te vayas! Óyelo de una vez: no queremos que te quedes. Tu presencia altera nuestro ritmo de vida. ¡Aquí sólo cuentas con la simpatía de los cuatro escritorzuelos y poetuchos que quieren publicar; los demás queremos que te vayas, queremos que te largues, óyelo de una vez!

Pero Juan Ramón Jiménez no oía porque los Ultras habían empezado a aplaudir, siguiendo el ejemplo de don José Moreno, para ensordecer con su estruendo las palabras del Temario. El director le hizo salir rápidamente del Salón de Té; les siguió la plana mayor de los ilustres invitados, y Moreno corrió tras ellos para que nadie puchera decir que no había hecho nada cuando vio que Alburquerque callaba al Temario de una patada en el pecho, y que no había impedido que el Cantos le pusiera un pie en el cuello y le dijera al oído con amor infinito:

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