Fabulosas narraciones por historias (10 page)

«Cuando yo llegué a la Residencia, acababan prácticamente de construirla. Éramos la primera generación de residentes. Entonces todo era muy aburrido y todos los internos muy estudiosos; cada uno iba a lo suyo y no se metía con nadie. Excepto Luis Buñuel, su amigo Patricio y yo. Nos dedicábamos a gastar bromas a todo el mundo, pero bromas muy inocentes: poníamos cajones del revés para que se cayera todo al abrirlos, hacíamos la petaca en la cama o soltábamos un murciélago en la habitación de Jiménez Fraud. Teníamos la caradura de llamarnos Sindicato de las Artes o algo así. Luego se metió Federico, que fue quien puso el nombre, ése de Hermanos de la Orden de Toledo porque íbamos mucho a Toledo a emborracharnos. Entonces Federico se hizo muy amigo de uno al que llamábamos el Cantos porque tenía los puños muy duros. Federico le metió en la Orden y las cosas cambiaron radicalmente. El Cantos empezó a hacer bromas salvajes. Cogía a los novatos, les ponía una venda en los ojos y les daba vueltas hasta que se mareaban; les sentaba en el alféizar de una ventana del primer piso, les decía que estaban en el tercero y les empujaba. Un día casi se muere uno. A otros les subía en la azotea y les ataba los testículos a una cuerda que en el otro cabo tenía un pedrusco. Les decía que la cuerda no llegaba hasta el suelo y que se iban a quedar sin partes. Y entonces tiraban el pedrusco por la ventana. El Cantos era un verdadero salvaje.

»Luego, por el Cantos, entraron el Olivitas, los hermanos López Paradero, Pedro Fereno, Guillermo Cortarena y Benito Sumidero, unos muchachos de piel muy morena a quienes llamaban los Saharauis. La cosa se desvirtuó mucho. Empezaron a llamarse El Sindicato, así, a secas; llevaban pistolas, y pedían dinero a cambio de inmunidad. Todos los antiguos nos salimos. Se salió mucha gente.»

Sebastián Casero,
El último vistazo. Memorias,
Madrid,

Las Monedas de Judas, 1989, pág. 80.

Martiniano Martínez, sobrino no del gran Pereda, sino de ese otro gran maestro del habla española, de ese artífice genial de un estilo que refleja la diversidad y profundidad del alma española, de ese escritor sensible a los más imperceptibles matices de la observación que es Azorín, reposa su espalda poderosa, brillante, cubierta de una película grasa en el tabique blanco, desinfectado, aséptico. Hace tanta fuerza que a punto está de sentir el fatal estallido de los tímpanos. Nada. Silencio. Ella no quiere salir, deslizarse, surgir. Está congestionado y siente en las sienes el vigoroso latir de la sangre. Recupera el resuello y lo intenta de nuevo. Toma aire y aprieta con fuerza. Tiene las manos con las palmas hacia abajo. En los muslos. Esta vez está seguro de que sus globos oculares saldrán despedidos, disparados, como sale alegre el pus en el momento de reventar un grano, una espinilla, un quiste. Qué come en la Residencia. En Monóvar, piensa, no tiene estos problemas. Alimentos británicos, exactos, protestantes. Se caga en su tío. En su madre joven, viuda, alegre. Otro intento. Nada. Silencio. Brilla. Transpira. Suda. Qué hace allí, si él no quiere estudiar. Ni ser culto. Ni leer. Ni escribir. Ni pensar. Sólo quiere irse a su pueblo y ayudar a su madre en la zapatería. Se conocía. Se iba a poner nervioso. Y mataría poetas, cultos, demás. Hace un último intento. Se concentra. Toma aire. Sabe que va a sentir cómo se abren las junturas del cráneo. Pero seguirá haciendo fuerza. Uno. Dos. Y tres. Hace un esfuerzo sobrenatural. Se le abren las junturas del cráneo. Se le revientan todos los órganos internos. La yugular estallará, piensa. La vena empezará a escupir sangre como una tubería agujereada. Siente la dilatación del esfínter y sale la hez. Tiene espinas, cabezas de alfiler, raspas de pescado que le desgarran el recto, derecho, lineal. Cree sentir placer. Pero sabe que ésa es la sensación previa a la pérdida del conocimiento. Sigue haciendo fuerza. Tiene los ojos llenos de lágrimas. Por un momento piensa que no defeca hez, sino una castaña silvestre, un animal que ha vivido en su vientre todo el tiempo, un erizo, un cocodrilo con la boca abierta, un caballito de mar disecado, una nécora, una rata viva de las que pueblan el subsuelo de la ciudad, una tenia o solitaria. Se asusta. Su esfínter se contrae en un movimiento reflejo y secciona la hez. El excremento se desploma con un sonido lácteo. El agua del retrete le salpica las nalgas desnudas, regordetas, blancas. Está a punto de ponerse en pie sin limpiarse. De salir. Y matar al director. Modernos retretes de asiento. Oh tiempos y costumbres; qué se ha hecho de los retretes de pie. Quisiera levantarse, pero no puede. Han entrado de improviso los hermanos López Paradero. Cada uno de ellos le pone una mano en cada hombro.

—¿Martiniano Martínez? —pregunta el cejijunto, alopécico y grandullón Gervasio. Martiniano no contesta, calla. Otorga.

—Perdona que hayamos entrado sin llamar, pero como estabas cagando no hemos querido que te levantaras a abrir —explica Gervasio, pedagógico, claro. Son miembros del Sindicato. Sindicalistas. Le pregunta si quiere afiliarse, apuntarse, escribir su nombre. Martiniano pregunta el precio. Un duro al mes, contestan, dicen. Las ventajas, pregunta, inquiere.

—¿Las ventajas? Pues las ventajas son que perteneces al Sindicato.

Y luego, como si se acordara en ese momento, Gervasio, pedagógico, claro, añade:

—El Sindicato te defiende de las novatadas.

—Si lo único que ofrece el Sindicato es defenderme de las novatadas por un duro al mes, no me interesa, gracias —dice Martiniano. Los hermanos López Paradero se miran. Los novatos suelen pagar sin rechistar, sin hablar, sin reivindicar la propiedad de sus bocas. Los hermanos López Paradero no están acostumbrados a las preguntas.

—Las novatadas que hacen aquí son diferentes —le advierten pedagógicos, claros.

—Estoy muy estreñido y tengo un cabreo de la hostia. Por favor, dejadme en paz. Os he dicho que no me interesa afiliarme al Sindicato, ahora abandonad mi water-closet de una puta vez.

Los hermanos López Paradero se miran de nuevo. Se encogen de hombros. Se marchan, salen.

—Te arrepentirás —dice Gervasio antes de salir, pedagógico, claro. Es una amenaza. Cierran la puerta. Martiniano se levanta. Como el rayo. Martiniano se limpia. Como el gato. Martiniano lo prepara todo. Como el zorro. Ellos volverán pronto. Como los hijos. Como los hijos de puta.

Juan Ramón Jiménez no tenía abierta permanentemente su puerta a los residentes. Sólo recibía los sábados, después de la siesta. Patricio había sido citado a las cinco, y a las cinco en punto llamaba a la puerta. El poeta le invitó a pasar. El cuarto de Jiménez era de una sobriedad espartana; en seguida se veía que todo estaba dispuesto con orden y mantenido con limpieza. No había espejos ni peceras, como se decía. Era más bien como el cuarto de un niño muerto, aunque se percibía también el olor agrio y la rancia pulcritud amanerada y revenida que tienen las viviendas de los curas. La cama, como si nunca hubiese sido utilizada, tenía la colcha impecablemente colocada sobre ella. En la mesa de noche había un verdó, cuyo vaso estaba tapado con una hijuela, y un libro abierto. La mesa de trabajo, flanqueada por biombos, estaba frente a una pared y junto a la ventana, de modo que la luz le entrara por la izquierda. Sobre ella, unas cuartillas, una pluma y el manuscrito de
Los Beatles,
que el poeta tomaba ahora entre sus manos, mientras invitaba a Patricio a que se sentara. No hubo preámbulos.

—He leío ssu novela. Ettá plena d'assierto prometedoreh; pero huhgada com'un tó, he de dessil-le que é una obra demassiao inmadura, lo cua no é un defetto, ssino que é normá. Tenga utté en cuenta que para eccribí una novela é nessessario musha edá y ehperienssia y bla, bla, bla, ¿eh? —dijo Jiménez.

Pátric tuvo la sensación de que el cuarto, y con él ellos dos, se ponía del revés, como si la habitación estuviera dentro de una clepsidra que alguien hubiese invertido en el momento menos oportuno, coño. La alucinación duró un instante, de donde dedujo con resignación que aquella tarde ni siquiera se le iba a conceder el privilegio de la lipotimia.

Jiménez continuaba hablando sobre la incapacidad del jénero novela para expresar la experiencia sublime. La novela le llevaba indefectiblemente a uno hacia las ajuas podridas del naturalismo, de la zafiedad, de la jrosería. Tenía la novela de Patricio unas pájinas repujnantes (pronunciado: repunnantes), absolutamente pornojráficas, que no veía él, la verdad, lo que podían aportar.

—Penmítame que ssea ssuavemente ssínico —pidió el poeta—. La novela, hoy por hoy, ssarvo que vuerva ssu cabessa hassia lo inefable y sse haja lírica hatta en ssu lujareh má recónditoh, está llamá a desaparessé, sse lo dijo sho, que ssoy conssehero de loh editoreh y de la revittah máh importanteh. Hoy por hoy, una novela realitta a lo don Benito Jarbanssero é impenssable. ¿Quién lee hoy por hoy ar pobre don Pío? Cuatro viehoh y toah la shashah. No, essa novela humana, de arrabá, que paresse eccrita por mamíferoh y pa mamíferoh, indessente, má atenta a lo misserable que a lo intanhible, a la vía má arrastrá qu'al arte verdaderamente ssublime, essa novela, hoy por hoy, no tiene salía comerssial, sse lo dijo sho.

—Entonces, ¿no le ha gustado nada, nada?

—Cossah ssuertah, Patrissio. Poh ssierto, en cuanto ar título, Los vile…

—Perdón —interrumpió Patricio—, los bítels, se pronuncia los bítels.

—Bueno, como utté ssabe, Ssenobia, mi epposa, é norteamericana, y sho he vivió larja temporada ashí, en América del Ette. Loh norteamericanoh no pronunssian la letra té, utté lo sabe.

—Estoy seguro de que usted tiene razón y de que en América del Este no se pronuncia la letra té. En el título de mi novela la té, desde luego, sí que se pronuncia. Mi novela se titula
Los bítels.

A Jiménez le molestó notablemente esta actitud de Pátric.

—E utté un hovenssito mu orjuyoso, me paresse a mí. Claro que ya me lo había ahvertío don Hosé Moreno Visha.

Entonces comprendió. Si el Moreno había hablado con él, su novela y toda su persona física estaban quemadas con bastante antelación. Pensó coger el manuscrito y marcharse, pero logró contenerse. Prudencia.

—Tiene usted toda la razón, maestro, perdóneme. Es mi primera novela y me pierden las ganas de publicarla. Tenía tantas ilusiones puestas en ella… —dijo, y notó que a Jiménez se le ablandaba el gesto. Continuó:

—Estaría muy interesado en que usted me hiciera una crítica más detallada para saber exactamente los errores que he cometido.

Jiménez se revolvió en su silla algo incómodo por la repentina actitud de Patricio y su petición tan humilde.

—Una crítica detallá no va a sé possible pho rassoneh de tiempo —se excusó—. Ademáh no he tomao notah durante la lettura. En he neráh, sí puedo dessil-le que no tiene en primé lujá ninjuna hustificassión titulá la novela en injléh. Lo sejundo: la ponnojrafía. Me paresse indessente. Pero sha le he disho ante que la novela, tal y como sse entiende hoy por hoy, oblija al eccritó a adottá esa attitude jrosera y vurjare. Y, luejo, pa qué voy a dessil-le otra cossa, su novela, má que una novela paresse un ahverssario.

¿Un adversario? ¿Qué era eso de un adversario? Jiménez se quedó ahí, mirándole desde las negras cuencas de sus ojos, ligeramente inquieto; y Pátric tuvo en ese momento la certeza de que el maestro no se había leído su novela. Decidió comprobarlo.

—Maestro: no quiero cansarle más, pero dígame por último qué piensa del pasaje central de mi novela, sobre el que tuve muchas dudas; me refiero, ya sabe, al momento en el que Juan León mata a su padre, le corta en pedazos y hace un caldo con los huesos del fémur que todos los familiares elogian después del funeral, mientras el sacerdote que lo ha oficiado viola a su hija de seis años —preguntó. Jiménez volvió a removerse en su silla, descompuesto.

—¿Qué quiere que le dija? —preguntó—. No me párese adecuao. En esse passahe esttaba pensando al hablá de la jrossería y de la vurjaridá de su novela.

—Tiene usted razón, maestro. El pasaje es ciertamente grosero y fue un acierto por mi parte no incluirlo en la novela. No sé dónde lo ha podido leer usted —le espetó Patricio poniéndose en pie y cogiendo su novela. El poeta se puso también de pie y, hecho un basilisco, le dijo:

—¡Sha está bien de pamplinah! He intentao sé considerao con utté, pero no paresse apressial-lo. No he leído su novela, ni piensso hacel-lo, pocque su novela é un ladrisho, sseñó mío, una mierrda. Y ahora, hájame er favó de marcharsse.

Patricio se encaminó hacia la puerta que el poeta le abría. Sonriente, le dio las gracias al salir.

Santos, que esperaba fuera, le vio salir casi corriendo hacia su cuarto. Le siguió y entró con él. Allí, a solas, Santos le vio desinflarse y palidecer a punto de llorar.

—¿Cómo puede ser alguien tan hijo de puta? ¿Cómo puede alguien jugar de este modo con el trabajo de un chico joven como yo? ¿Como puede alguien tomarse a broma el esfuerzo de tantos años, las horas empleadas y los hielos padecidos? ¡Poeta tenía que ser! ¡Plaga de nuestro tiempo!

—¿Pero qué te ha dicho?

—¡Nada! No me ha dicho nada. No se la ha leído ni piensa hacerlo.

—¡Será cerdo!

—No me extraña que quieran echarle. ¡A gorrazos habría que sacarle de aquí!

—Lo más importante es no preocuparse. Lo pasado, pasado está. Ya verás como quien ríe el último, ríe mejor.

—¿Y qué hago yo ahora? ¿A quién acudo? ¿Cómo no me voy a derrumbar? ¿Cómo no me voy a meter treinta botellas de tintorro peleón entre pecho y espalda para olvidar este sinsabor? ¡Si éstas son las amargas tierras del trabajo que he de atravesar para publicar mi novela, te digo desde ahora que no pienso humillarme tanto!

—Nada de tintorro. Esta noche corre el whisky. Ahora mismo tu amigo Santos te va a pagar la mejor puta de Madrid como Dios.

—No, Santos, que no estoy de humor.

—¡Ay, qué coño! ¡Pátric, ponte en pie! ¡Te he dicho que te pago la mejor puta de Madrid y te la pago por tus muertos! —repitió Santos con firmeza; y como su amigo no reaccionaba, le cogió del brazo y a rastras le sacó de la Residencia.

—Compañero, lo que no puedes hacer es ponerte a llorar. Si ese cerdo te ha dicho que no, ya encontraremos a alguien que te diga que sí. Mientras tanto, nosotros de parranda.

Bajaron la calle Pinar y en la Castellana pararon un taxi, conducido por un extranjero, que les llevó sin perderse demasiado, pero dando un pequeño rodeo innecesario, a un chalecito de Sainz de Baranda que se llamaba Brotes de Olivo porque todas las niñas eran de Jaén. Les abrió la puerta una mujer de unos cincuenta años, elegante de aspecto y abundante de carne. Les dio la bienvenida con una voz de terciopelo que en otras circunstancias les hubiera dado mucha risa, y los condujo a un saloncito muy cuco.

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