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Authors: Léon Bloy

Tags: #Ensayo,Otros

En tinieblas (8 page)

El ciego iluminado fue preguntado: «¿Dónde está el hombre que te dio la vista?», y dijo: «No sé». A la acusación de que se trataba de un pecador, replica: «Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que habiendo sido yo ciego, ahora veo». Preguntados sus padres, contestan que no saben nada, salvo que es su hijo y nació ciego. Los mismos que preguntan reconocen ignorar de dónde puede venir el autor del prodigio. Nadie sabe nada.

Sin embargo, sí desean saber qué pensaba el infeliz de quien le abrió los ojos, a lo que respondió: «Es profeta».

Y agregó: «Si no viniera de Dios, nada podría hacer». He aquí en verdad una oscuridad harto singular que se adensaría hasta convertirse en las Tinieblas tangibles de la Novena Plaga, si algún doctor extraordinariamente inspirado fuese tan discreto como para preguntar a este ciego devuelto a la luz quién era él mismo, a lo que éste respondería lo que figura en el Evangelio: «Pues esto es lo maravilloso, que vosotros no sepáis de dónde sea».

Antes de intentar, con una temeridad rayana en la demencia, una interpretación cualquiera, deseo detenerme en el privilegio exclusivo, inquietante e inconcebible del ciego de nacimiento, elegido entre los hombres todos para contemplar virginalmente, sin visión previa, la Faz de Jesús. Innumerables eran los que, anteriormente a él, lo habían visto —si es posible, con todo, emplear semejante término.

La contemplación en su esencia no es afectiva ni activa, y la razón no tiene más parte que la voluntad. «La contemplación —decía Rusbrock el Admirable
[13]
— es un conocimiento superior a las demás formas de conocimiento, una ciencia superior a las formas de sabiduría… Es una ignorancia alumbrada, un espejo magnífico en el que se refleja el eterno fulgor de Dios; no conoce medida y todas las diligencias de la razón ceden ante ella». Todas las facultades del que contempla están en las garras de la Paloma que va donde le place, que hace su gusto, que viene de no se sabe dónde, que no tiene principio ni fin.

Claro es que los primeros adoradores del Niño Jesús, los Pastores, avisados por los Ángeles o los Magos, iluminados en el fondo de su ser, lo habían contemplado, sin que quepa admitir ninguna otra expresión. Pero la multitud innumerable, incluidos Apóstoles y Discípulos, ¿cómo pudieron, hasta su muerte, que les causó espanto y escándalo, dejar de verlo sino con ojos carnales, como lo veían los animales, objeto visible que no podían dejar de
comparar
con los demás objetos que habían pasado de su vista a su memoria, antes de que se les mostrase?

Privilegio infinito. Muchos siglos después, especialmente hoy, los cristianos capaces de amor no pueden evitar sentir celos de los bienaventurados que vieron al Señor asiduamente y hasta de quienes lo vieron solamente una vez. Los Patriarcas y los primeros Hebreos suspiraban, se decía, por su venida, y lloraban de ganas invocando al Bienamado en las montañas y en los valles profundos. Cuando fue llevado de muy niño a Jerusalén, el justo anciano Simeón murió de gozo.

¡A nosotros, cristianos tardíos, debe bastarnos la esperanza! Pero en lo que hace a la Faz de Cristo encarnado, a sus benditos Ojos, a su divina Boca que sólo se abre para proferir parábolas y alegorías, a su Mano de Unigénito de Dios vivo que sanaba las llagas del cuerpo y del alma, a su inefable Corazón palpitante y a su entero Cuerpo de Cordero Místico que ha de ser sacrificado para el rescate de los que creen en él; en lo que hace a todo eso, nuestra singular esperanza es, valga la palabra,
retrospectiva
, en el sentido de que anhelamos ver lo que hace veinte siglos vio un pueblo entero durante treinta años.

Sabemos por la fe que lo veremos al cabo
si nos lo ganamos
, ahí estriba la diferencia. Y aun ganándonoslo, no lo veremos igual. Ya no en carne perecedera. ¡Dichoso Judas! ¡Dichoso Caifás! ¡Dichoso Herodes! ¡Dichoso Pilatos!, que lo vieron con sus propios ojos. Poco importa que padezcan ahora horribles tormentos. Lo que contemplaron, sin hacerse una idea, no puede pagarse ni con una eternidad de suplicios.

El caso del ciego de nacimiento es completamente distinto. Le fue dada la luz para ver a Jesús, una luz sin parangón que nos permite pensar que siguió siendo ciego para todo cuanto no fuera Jesús.

El Señor había sanado a otros muchos: el del camino de Jericó, por ejemplo. Pero éste no era ciego de nacimiento y sabía sobradamente quién era Jesús, pues le llamó «Hijo de David». El milagro se obró de modo distinto. «¿Qué quieres que te haga?», le preguntó Jesús. «Maestro, que recobre la vista». Y Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Enseguida recobró la vista. Una palabra, ningún gesto.

Pero el ciego de nacimiento mereció una especie de ceremonia litúrgica: «En tanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo». Dicho esto, escupió en tierra, hizo lodo con su saliva y untó con el barro los ojos del ciego, y le dijo: «Ve a lavarte en el estanque de Siloé» (que traducido, es el Enviado). Fue entonces, y se lavó y regresó viendo.

¿Qué sentido tiene esta saliva de la luz del mundo, qué este lodo y qué hay que pensar del estanque? La respuesta no es fácil, que digamos; el mismo san Agustín, en sus tratados sobre el Evangelio de san Juan elude la cuestión, afirmando que es suficientemente clara y que, por tanto, no hay que detenerse en ella. No obstante mi respeto por este gran Doctor de la Iglesia, reconozco que por más intentos que he hecho no he conseguido sacar nada en claro, ni siquiera una mínima vislumbre del misterio que encierra este pasaje evangélico.

De entrada, ¿qué es un ciego de nacimiento, un ciego congénito? La primera respuesta que se nos pasa por la cabeza es decir que el ciego del Evangelio es símbolo del linaje humano cegado por el pecado. Pero esta respuesta metafórica no me contenta, pues Jesús parece decir con todas las palabras que ni el ciego, ni tampoco sus padres, pecaron, y que nació ciego «para que las obras de Dios se manifestaran en él».
¡Las Obras de Dios…!
Aun tomándolo en el sentido más vulgar y corriente, en el de ceguera material y congénita, ¿cómo concebir un estado semejante?, ¿cómo ponerse en su lugar? Pues no en vano esta circunstancia puramente física merece un capítulo entero de san Juan, y pronto hará veinte siglos que nos interpela. Se trata del inicio, de la base de todo este misterio, y exige que nos pronunciemos. Pero, una vez más, ¿por dónde tomarlo?

Los ciegos por accidente o por enfermedad no son ciegos auténticos. Han visto lo suficiente y se guían por las imágenes que conservan en su memoria. Se asemejan a los mutilados que hicieron uso de sus miembros. Su situación no es comparable ni guarda similitud con la de un ciego de nacimiento. Su caso es ciertamente inconcebible. Ya llamemos a sus tinieblas interiores o exteriores, habita en ellas, en toda su extensión, y éstas son el Imperio del Mal. Si es hijo de cristianos, recibe el bautismo en tinieblas; es confirmado en tinieblas; el Cuerpo radiante de Jesucristo le es dado en tinieblas; muere a tientas en medio de las más espesas tinieblas. No ha visto ni puede siquiera imaginar en qué consiste ver. Ignora el aspecto de los hombres y de sí propio. Ignora el aspecto de las mujeres, de los niños, el color de la sangre, el color del fuego, el color de las lágrimas, el color de los cielos, y no llega siquiera a barruntar la apariencia del Redentor. Sin el don de la vista no se puede entender nada. La suya no es una indigencia desmedida, es una indigencia monstruosa.

¿Qué pensar, entonces, del ciego de nacimiento del Evangelio, que sin haber presenciado nunca nada en su covacha de la Sinagoga es llamado repentinamente a ver al Hijo de Dios, de modo que, por un milagro no inferior a la creación de las estrellas, fue exaltado a la categoría de Vidente de la Divinidad doliente? «
Credo, Domine,
creo, Señor», dijo; y arrodillándose, le adoró. En este instante grandioso como los siglos, ¿qué vio, no habiendo tenido jamás el presentimiento ni siquiera el deseo de ver nada y con la Faz de Jesucristo por todo horizonte?

Nada fuera de esta Faz cargada con todos los crímenes del mundo, incomparablemente más dulce y más terrible a sus limpios ojos que la que gozaron después los santos favorecidos por las mayores visiones.

La Faz de Jesús reprendiendo al viento y domeñando el mar, llorando en la sepultura de Lázaro y sudando sangre en Getsemaní; la Faz lívida y escarnecida del Señor azotado, crucificado, agonizante, profiriendo las Siete Palabras inconmensurables, una por cada uno de los Siete Días del Génesis; que al final se hará visible en una gloria inconcebible, más allá de las doradas elevaciones de la Resurrección, en una lejanía misteriosa y formidable, en la que tendrá su asiento el Juicio final.

Y era necesario que así fuese, puesto que el Señor, para dar la luz a este ciego, sólo para eso, obró de igual modo que para la creación de la Estirpe humana. Tomó tierra, pero al mismo tiempo, y dado que había cargado con la culpa toda de la estirpe, que no es sino el precio de la Redención, la untó con su saliva en cumplimiento de la ley solemne de Moisés establecida en el Levítico: «Quien escupa sobre alguien puro, inmundo será hasta la tarde».

La estatura del pobre ciego adquiere en ese instante proporciones ignoradas. De inmediato, no se le ve más que a él y su ceguera se convierte en un faro que ilumina el Evangelio. La humillación infinita del Hijo de Dios, su estado de oprobio y de miseria profetizada por David y su infamante muerte
en las tinieblas de la noche;
todo esto vendrá determinado simbólicamente por su curación milagrosa. Luego son de plena aplicación a este ciego, como ya he dicho, las palabras que dijo él de su salvador: «Pues esto es lo maravilloso, que vosotros no sepáis de dónde sea».

Lo más chocante de esta sorprendente historia, que por más veces que he leído siempre me ha parecido la primera, es el testimonio de los padres y la airada protesta de los doctores de la Sinagoga. «
Sabemos
que éste es nuestro hijo», dicen los primeros. «… Preguntadle a él,
aetatem habet, ipse de se loquatur;
edad tiene; él hablará por sí mismo». Habida cuenta del carácter Absoluto de las Sagradas Escrituras y de su concordancia luminosa, resulta difícil no pensar, en este punto, en «la edad de la plenitud de Cristo» de que habla san Pablo e imposible de todo punto pasar por alto que únicamente Dios puede
hablar de sí mismo,
pues tal es el sentido profundo de toda la Revelación escrita.

Entonces, ¡oh!, entonces ese ciego a quien Jesús alumbra sería el mismo Jesús, su imagen enigmática reflejada en un espejo. Y a esos padres que saben de sobra que es su hijo pero que afectan no saberlo por miedo a los judíos y a sus doctores, cómo no identificarlos con los propios padres de Jesús cuando, a los doce años, hubo que buscarlo durante tres días seguidos en Jerusalén, ciegos ellos mismos o creyéndolo acaso ciego, para terminar dando con él al cabo en el Templo, sentado en medio de los doctores, admirados de su ciencia.

A menudo la respuesta de este adorable Niño a sus desconsolados padres se ha considerado una dificultad grave: «¿No sabéis que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?». Términos estos muy similares a los de la respuesta de Jesús en la plenitud de su edad: «Para que las obras de Dios se manifestaran en él», en este hombre, ciego de nacimiento por más señas, cuyos ojos por mí iluminados me devuelven mi propia imagen incontaminada.

«Edad tiene». Esta afirmación paterna es de una importancia tal que el Evangelista la registra
dos
veces, como si el Espíritu Santo que lo inspira quisiera que reparásemos en los dos Testamentos. Y esto es lo que exaspera a los judíos de la Sinagoga: «Hazte tú discípulo de quien te ha dado la vista, del que nosotros abominamos», dicen al alumbrado mientras le injurian; «hazte su discípulo, que nosotros lo somos de Moisés». Y lo echan fuera, recogiéndolo Jesús.

«Edad tiene», una vez más. Ese hijo nacido en tinieblas, crecido en tinieblas y libre ahora de las tinieblas, ¿qué edad puede tener? Sin duda la misma edad que Jesús, y la edad de Jesús coincide con la de Dios, con la de Dios en su plenitud, con la edad de la creación, de los Patriarcas todos, de los Profetas todos, de los pueblos y los planetas todos, la edad de la Trinidad y de la Eternidad.

Tan luego como vemos o entrevemos esto, llegamos a la conclusión de que resulta enteramente imposible desenmarañar este pasaje, que es, como todas las parábolas de la Escritura, impenetrable a los hombres. Por no saber, no sabemos quién es Jesús y quién el ciego de nacimiento. Cuando se dice que éste es expulsado por los discípulos de Moisés, pensamos de inmediato en Jesús; y cuando estos mismos dicen de Jesús: «Nosotros sabemos que ese hombre es pecador», a fuer de mentirosos aciertan, aciertan plenamente, porque el Hijo de Dios, al cargar con todos los pecados, se convierte en pecador, al punto de encarnar el Pecado, como dice san Pablo. Mientras los vecinos,
vecini,
del ciego de nacimiento —es decir, todos los Profetas de la Antigua Ley que lo habían visto mendigar— decían: «¿No es éste el que se sentaba y mendigaba?», unos respondían: «Él es».

Y otros: «A él se
parece».
El iluminado, a su vez, dice: «Yo soy, ego sum».

Ante estas palabras acabadamente divinas, bastantes por sí solas para detener cataratas y hacer retroceder montañas, caemos a tierra, como los acompañantes de Judas en el monte de los Olivos, y lloramos, no sabiendo a punto fijo en presencia de quién estamos… Una vida no bastaría para decir cuanto se nos ocurre.

¿Sabe alguien en qué acaba convirtiéndose este ciego iluminado que ciertamente fue un hombre, lo que no obstante cuesta trabajo creer, cuando a infinita distancia nos preguntamos por el significado simbólico de este pasaje al que el Evangelio dedica un capítulo entero?

¿Se trata de un discípulo de Jesús, como parece decir él mismo, o más bien de uno de sus verdugos?

Pues ateniéndonos a su naturaleza humana, no es más que uno de los muchos a los que curó o dio consuelo y que poco después no dudan en crucificarlo con saña. Desaparece todo rastro de él después de este capítulo IX de san Juan
[14]
.

Nada he dicho aún del estanque de Siloé, y acaso por ahí podamos dar con un poco de luz. La palabra que emplea la Vulgata es harto extraña.
Natatoria.
En sentido estricto es un lugar donde se nada, dispuesto para la natación. Había una fuente de Siloé al pie de la colina del Templo, al sudeste de Jerusalén, extramuros. Su nombre, antiquísimo, significaba Enviado, tal como subraya el Evangelista, particularidad asaz misteriosa que puede explicar su situación
extramuros
de Jerusalén, cuando se considera, en esta figura, la expulsión judaica, pertinaz, veinte veces secular, de Jesús, el Enviado por antonomasia.

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