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Authors: Léon Bloy

Tags: #Ensayo,Otros

En tinieblas (3 page)

VI
El corazón del abismo

¿Cómo hay que entender esta locución:
el Corazón del Abismo?
La Biblia, un abismo ella misma, invoca el abismo desde sus versículos iniciales, declarando que al principio había tinieblas sobre la faz del abismo. En un salmo se dice que los juicios del Señor son como el abismo inmenso y en otro que su vestido es el abismo. El mismo Señor pregunta a Job si se ha paseado por el fondo del abismo y el profeta Habacuc habla del grito del abismo en su célebre cántico. El Evangelio, en fin, refiere que la legión de demonios que poseía a un infeliz rogó a Jesús que no la mandase ir al abismo, sino que le permitiera entrar en una piara de cerdos que pacía en el monte, precipitándose inmediatamente por un despeñadero.

La palabra abismo ocupa un lugar tan singular en la Revelación que uno está tentado de pensar que se trata de un pseudónimo de Dios y que el corazón de este abismo no es sino el Corazón de Dios, el Sagrado Corazón de Jesús, adorado por la Iglesia toda. En él debemos aguardar a ver cuando se agoten las cosas visibles. Si hasta los mismos demonios tienen miedo, ¿qué temblores no sentirán los humanos? En el momento de la Pasión pudieron ultrajar su Faz, envuelta entonces en tinieblas, ¿pero qué poder tienen sobre su Corazón?

Sea todo lo más grande o lo más grandioso. Sea el Himalaya, del que se afirma que ni aun veinte elevaciones como el Pic du Midi componen una escalera bastante para coronarlo. Sea la terrorífica majestad del Océano polar en el momento en que una infinita tempestad agita violentamente sus inmensas placas de hielo bajo la difusa claridad del ocaso. Sean las más pavorosas convulsiones del globo, los más inconcebibles temblores de tierra, como los que azotaron en el siglo
VI
a Iliria o Siria, haciendo sucumbir en apenas un instante provincias enteras y populosas ciudades, la corteza terrestre entreabriéndose ávida de personas y haciendas para cerrarse al punto con tal estrépito que sus ecos llegaron hasta Constantinopla.

Sean también las grandezas humanas, las colosales edificaciones de Indochina o de Java, comparadas con las cuales las ciclópeas construcciones de los pelasgos o de los egipcios resultan insignificantes. Sean también nuestras sublimes catedrales que la barbarie alemana quiere derruir, y el prodigioso canto de todas las artes de Occidente; las pinturas de los hombres primitivos y las sinfonías de Beethoven, Dante y Shakespeare, Miguel Ángel o Donatello. Sea, para acabar, Napoleón, por no mencionar la luminosa muchedumbre de los Amigos de Dios.

¡Todo eso es infinitamente accesorio ante el esplendor, el poder y el anonadamiento del alma; el valor de esas cosas y esos hombres es cero cuando se para mientes en el Corazón del Abismo!

Una piedad rampante y vil hipnotizada por las apariencias ha mancillado a más no poder ese misterio de dilección y de horror con imágenes cuya villanía pueril e irreverente realismo provocan el llanto de los Ángeles que circundan los altares. Pero lo Absoluto, la Irrefragable morada, es el inmenso abismo que tenemos al lado, a nuestro alrededor, en nosotros mismos. Para descubrirlo es indispensable ser precipitado en él. Ni el milagro ni la trascendencia mística bastan. Es fama que Pascal lo veía sin cesar, pero era el abismo negro de su jansenismo, y en modo alguno el abismo de luz cuya sola vislumbre basta y sobra para matar a los santos.

A un viejo eremita mitad egipcio mitad escita, pero que veneraba a Dios con toda la sencillez de su corazón, se le ocurrió pedir permiso a Dios para pasearse por el fondo del Abismo. Regresó después de un siglo para morir de admiración y al pie del sicomoro de la ciencia donde fue sepultado brotaron retoños de la talla de san Juan Crisóstomo, san Ambrosio, san Jerónimo, san Agustín, san Gregorio Magno, santo Tomás de Aquino, san Bernardo y los demás portadores de luz.

VII
Los ciegos

La muchedumbre infinita, la población toda del globo, todos ciegos. No sólo el mundo entero duerme, sino que a fuerza de dormir, el mundo entero se ha quedado ciego, incluso en los mismos sueños, de suerte que, de despertarse, lo hará a ciegas, acometido por el miedo horrible de caer en algún hoyo. Pero lo más chocante de esta universal ceguera es que los más ciegos son precisamente los clarividentes, los que pasan por ver más allá que los demás, por ver antes que los demás.

Entre los antiguos judíos, o mejor entre los antiguos israelitas de la Biblia, anteriores a la fundación de Roma, se llamaba
vidente
al profeta. Cuando el peligro acechaba, se pedía consejo al Vidente y éste al Señor.

Hoy nada es igual. Los videntes modernos carecen de Dios al que consultar. No lo necesitan. Les está vedado, además, elevar su mirada, la Revelación democrática lo prohíbe taxativamente. Ha de bastarles con interrogar a la Opinión. Bajan los ojos, fijando la mirada en los puntos o en las tinieblas más densas. Pueden augurar con autoridad plena, como aquel afamado novelista que dijo poco antes de la guerra que ya no había que temer a la barbarie, pues el Estado Mayor alemán era un valladar infranqueable.

De tres años a esta parte, no faltan profetas de tamaño vigor y tamaña agudeza. Puede afirmarse incluso que hay tantos videntes como electores. Tal ha de ser el cabal cumplimiento, pasados veinte siglos, de las palabras de las Sagradas Escrituras: «Después de esto, derramaré mi espíritu sobre toda carne, profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, sueños soñarán vuestros ancianos y visiones verán vuestros jóvenes».

Si hacemos caso de este texto, llegarán por su paso, si es que no han llegado ya, y a porfía, prodigios en el cielo y en la tierra; «sangre, fuego, humaredas» y en fin «el Gran Día del Señor», que no podía ser otro, claro está, que la triunfante democracia universal.

Lo confieso, añoro los años, ya tan lejanos, en los que se podía salir, incluso en los peores momentos, sin exponerse a tropezar con profetas; en los que conocí a seres sencillos y humildes —en gran número— que no se consideraban soberanos ni dioses y cuya fatídica perspicacia se limitaba a anticipar modestamente ciertos meteoros o a rogar con fervor cuando se anunciaban calamidades. Entonces, no todos lo sabían todo. Los más reputados zapateros no se jactaban de poder conducir ejércitos a la victoria y era posible hallar un considerable número de albañiles y de barrenderos que no aspiraban a ocupar las carteras de Hacienda o de Marina.

Estoy hablando, claro, de la época anterior a la Comuna, en la que el sentido del ridículo connatural a Francia aún no se había extinguido por completo. Muchas personas mantenían la compostura y ni el parloteo incontinente ni tampoco el furor sectario constituían recomendaciones infalibles. Se dormía, qué duda cabe, y se tenían sueños, pero cada cual en su lecho y sin pretender que sus sueños prevaleciesen. Todo eso ocurrió hace tanto, lo vuelvo a repetir, que la generación presente nunca lo ha oído y no puede por tanto entenderlo.

Hoy, tras el fracaso de tantas experiencias necias y criminales y la imposibilidad irrebatible de aguardar un punto de equilibrio, se ha formado una especie de callo de insensibilidad en unos y de estupidez en otros. Tras las primeras convulsiones del horror y la fatal resignación ante los más gravosos sacrificios, la voluntad se ha enervado. Se acepta un futuro incierto. Completamente ciegos, se cierran los ojos por
clarividencia,
por conocimiento. Se afirma que el mal, por enorme que sea, tendrá un fin que nadie precisa. Se aguarda una paz cualquiera, resignados de antemano a las humillaciones más temibles.

Y sin embargo se espera la llegada de Alguien, Alguien nunca visto cuyos pasos me parece oír en el fondo del abismo. La divina Francia, el Reino de María no puede perecer, es menester que Él venga. Cuando al fin Él se presente, cuando Él llame a la puerta de los corazones con la divina Espada a guisa de aldaba, el despertar de los ciegos será prodigioso.

VIII
Un alarido nocturno

«¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me turbas?». Viajaba por Normandía o por Bretaña. El tren atravesaba sordamente la opaca noche y mi tristeza era infinita. Acababa de leer el relato de una de esas inmolaciones terribles que hacen parecerse a Francia a un inagotable surtidor de sangre. Algunos de mis seres queridos habían sucumbido y rogaba en mi interior a la Virgen de los Desamparados y a los Ángeles plañideros que me surtieran de lágrimas bastantes para lavar todos esos pobres cadáveres, ya sin alma, que ni siquiera merecían la caridad de una sepultura.

De repente, se hizo un gran silencio. El tren se paró en seco en pleno páramo, como tantas otras veces, sin duda para dejar pasar un convoy de heridos o moribundos. Entonces, sí, entonces, ocurrió algo terrible. De las entrañas de ese paisaje desconocido, sepultado por las tinieblas, se oyó el alarido de un hombre que revelaba un dolor indecible. Ese sollozo, al principio débil y que hubiera podido tomarse por el gemido de un ave devorada por cualquier rapaz nocturna, se amplificó enseguida, revelando el paroxismo del sufrimiento humano.

Y no se trataba, no, del sufrimiento del cuerpo humano, sino del sufrimiento del alma, la desolación sin tasa de una madre que ha presenciado el degollamiento de sus hijos y que no encontrará ya nunca consuelo. No sabría expresar la angustia que transmitía ese lamento proferido en la oscuridad y que se extendía por toda aquella región invisible.

No era un lamento articulado, sino, como digo, un alarido enorme, convulso, propio del instante de la muerte, un pánico de aflicción que se diría universal, que recordaba acaso lo referido por los antiguos respecto del duelo de las mujeres de pueblos bárbaros velando a sus difuntos. Sin embargo, esta equiparación clásica, de la que no fui consciente, quedaba en entredicho por un no sé qué de augusto, de cristiano, que sobrenaturalizaba el tormento y que hacía estallar mi corazón de compasión…

El tren reanudó la marcha y no volví a oír el horrísono lamento. Los demás pasajeros dormían profundamente y recuerdo que tardé algún tiempo en caer en la cuenta de que el destinatario de ese alarido era únicamente yo.

Pasado un tiempo, recorrí otras varias regiones, Orleáns, Turena, Perigord, Auvernia, los departamentos del Mediodía. Por doquiera el milagro se renovaba. Por doquiera idéntico alarido en la noche profunda e idéntico sopor en los demás pasajeros. ¡Acabé por comprender que se trataba de la gran Francia de antaño que lloraba en mí, la infeliz anciana madre de todos los hijos de Francia!

IX
El dolor

En este siglo tan abandonadamente sensual, si hay alguna cosa que recuerde en algo a una pasión violenta, es el odio al Dolor, odio tan profundo que llega a confundirse con la esencia del hombre.

Esta antigua tierra sembrada antaño de Cruces por todos los lugares por los que pasaban los hombres y en la que, como dice Isaías,
germinaba
el signo de nuestra Redención, es llevada al desgarro y a la devastación para forzarla a proporcionar la felicidad a la raza humana, a este ingrato linaje del dolor que no desea sufrir más.

Si hay algo universalmente inflexible, es esta ley del sufrimiento ínsita en todo hombre, yuxtapuesta a la conciencia de sí mismo, que preside el desarrollo de su libre personalidad y que gobierna tan tiránicamente su sentimiento y su juicio, que los antiguos, horrorizados, la tenían por el Dios ciego de su Panteón, al que adoraban bajo la terrible advocación del Destino.

La pura y simple verdad que enseña el catolicismo es que es necesario de todo punto sufrir para
salvarse,
y esta postrer palabra lleva consigo una
necesidad
tal que toda la lógica humana, auxiliando a la metafísica más trascendente, no atinaría a explicar.

Dios, habiendo comprometido el hombre su salvación eterna por lo que conocemos como Pecado, quiere que entre así en el orden de la Redención. Dios lo quiere infinitamente. Se desata entonces un combate terrible entre el corazón del hombre, que quiere huir por mor de su libertad, y el Corazón de Dios, que quiere adueñarse del corazón del hombre por mor de su poder. Es creencia común que Dios no precisa de toda su fuerza para doblegar a los hombres. Esta convicción acredita una ignorancia supina y honda de lo que es el hombre y de lo que es Dios en relación con él. La libertad, ese don prodigioso, incomprensible, incalificable, por el cual nos ha sido dado vencer sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, dar muerte al Verbo hecho carne, apuñalar hasta siete veces a la Inmaculada Concepción, ahuyentar con una sola palabra a los espíritus todos que pueblan los cielos y los infiernos, contener la Voluntad, la Justicia, la Misericordia, la Piedad de Dios en sus Labios e impedir que descienda sobre su obra, esa inexpresable libertad no es otra cosa que el respeto de Dios por sus criaturas.

Inténtese por un momento concebir esto:
¡el respeto de Dios!
Y ese respeto llega a tal extremo que nunca, desde la gracia, se ha dirigido a los hombres investido de autoridad, sino muy al contrario con cortedad, con dulzura, e incluso añadiría con la obsequiosidad, a prueba de desalientos, de un pordiosero. Por designio, inescrutable e inconcebible a más no poder, de su eterna voluntad, se diría que Dios ha renunciado hasta la consumación de los tiempos a ejercer, respecto de sus vasallos y súbditos, sus derechos como señor y soberano. Para tomar posesión de nosotros ha de recurrir a la seducción, mas si Su Majestad no nos agrada, podemos apartarla de nuestra presencia, cruzarle la cara, darle de latigazos y crucificarla con el aplauso de la canalla más vil. No presentará defensa recurriendo a su poder, sino solamente echando mano de su Paciencia y de su Belleza, y ahí empieza el terrible combate del que hablaba hace un momento.

Entre el hombre revestido indeliberadamente de libertad y un dios deliberadamente despojado de poder, el antagonismo surgirá de inmediato, el ataque y la resistencia tenderán a equilibrarse razonablemente, siendo esa perpetua lucha de la naturaleza humana en contra de Dios el manantial inagotable del Dolor.

¡El Dolor, palabras mayores! ¡He ahí el camino para toda vida humana sobre la tierra, el ápice de toda preeminencia, el cedazo de todo mérito, el criterio infalible de todo adorno moral! Nos resistimos a creer que el dolor es completamente necesario; desbarran quienes afirman que el dolor es útil. La utilidad tiene siempre carácter adjetivo y contingente, mas el dolor es
necesario.
Es la espina dorsal, la médula de la vida moral. El amor se reconoce en esa señal, y cuando esa señal falta, el amor no es más que la prostitución de la fuerza o de la belleza. Alguien me ama cuando ese alguien acepta sufrir por mí o por mi causa. En otro caso, ese alguien que pretende amarme no es sino un usurero sentimental que desea establecer su ruin negocio en mi corazón. Una alma noble y desprendida persigue arrebatadamente, con delirio, el dolor. Cuando una espina la hiere, la clava aún más para no perder ni un adarme de la amorosa voluptuosidad que ésta puede proporcionarle, desgarrándola más profundamente. ¡Nuestro Salvador Jesús padeció a tal extremo por nosotros que fue preciso, no cabe duda, un convenio entre su Padre y Él para que no nos fuese vedado, en adelante, referirnos sin más a su Pasión y para que la mera mención de ese Hecho no constituyera una blasfemia tan enorme que redujera el mundo a polvo!

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