Es superior a mis fuerzas. No puedo aguantarlo más. Oigo a todo el mundo hablar de la
guerra
mil veces al día y no veo que nadie se escandalice ni se indigne por la monstruosa prostitución de este término.
Unos inmundos malhechores se han introducido en mi casa para robarme y darme muerte. Planto cara como puedo a esos bandidos y a eso se llama
guerra.
Si mi mujer y mis hijos mueren en la contienda, si lo que tengo por más valioso resulta destruido, se dirá que son gajes del oficio. Si los asesinos simulan cansarse y desesperados de vencerme piden una tregua sin ofrecer reparación de ninguna clase, con la mira puesta sólo en rehacerse para aprestarse a un nuevo ataque, se dirá que soy un insensato por rechazarla y que el exterminio de los malvados, la satisfacción que anhelo, es una exigencia bárbara. Seré requerido para una conciliación y probablemente acusado por un juez íntegro que me reprochará lo exorbitante de mi temperamento vindicativo. Siendo juez de paz, me hablará naturalmente de guerra. Acabaré siendo el culpable.
Miembro de una generación que guarda aún memoria de la gran epopeya de Napoleón, repleta desde mi infancia de los más gloriosos recuerdos, la ignorancia actual de cualquier grandeza militar es para mí una aberración inefable; pero este completo envilecimiento de lo más elevado que hay en la historia de nuestra patria me parece más humillante e intolerable que la peor insania.
Mancillar el nombre de la guerra es lo que hace Alemania de tres años a esta parte, abolir pura y simplemente el sentido de las palabras, al tiempo que desaparecen las nociones más rudimentarias del honor. No puedo sino repetir lo que escribí hace dos años:
«… Arrojarse como bestias armadas hasta los dientes sobre pueblos desprevenidos, degollar a miles de seres indefensos y deshonrarlos mediante la tortura, prender fuego, darse al pillaje, devastar sin motivo las más hermosas regiones del planeta, destruir con visajes de simio loco obras maestras venerables, con la idea de que así harán temblar a todo el orbe… Tal es la obsesión de la Alemania prusianizada y la de todos sus intelectuales que rinden pleitesía a un farsante lamentable.
»La verdad que hemos de gritar por doquier es que nosotros no estamos en guerra. Defendemos como podemos nuestra tierra, nuestras costumbres, a nuestras mujeres e hijos, contra la más colosal empresa de expolio y asesinato que han visto los siglos. Decir que estamos en guerra con Alemania es tan absurdo como decir que un infeliz que se ve atenazado por una horrible ménade presa de todos los demonios de la lujuria y de la que se defiende con todas sus fuerzas, ha contraído nupcias con semejante posesa.
»Si me cupiese el honor de un mando militar, no me avendría nunca a tener por soldado a un alemán y no me molestaría demasiado en hacer prisioneros.
»El uniforme de esos crápulas confunde nuestra inteligencia de combatientes caballerosos y nos hace pasar por alto que estamos en presencia de una colosal turbamulta de infames comadres disfrazadas de soldados. ¿Tomar prisioneros? Tratamos con consideración suma, con honor incluso, a bribones execrables que avergonzarían a nuestros propios presidiarios…».
Si desde los primeros momentos nuestra conciencia sublevada hubiera vomitado en el rostro de Alemania el inmenso horror de su bandidaje, si un clamor unánime la hubiera denunciado cual puerca indigna de llevar armas, y si hubiera tenido por único trofeo de sus inmundas victorias un estigma universal de oprobio inacabable, ciertamente nuestros sufrimientos no hubiesen sido menores, pero algo esencial habría cambiado. La repugnancia habría cortado por lo sano cualquier tentación de perdón, la exclusión formal de la idea de la guerra hubiera tenido como consecuencia necesaria la exclusión correlativa de la idea de paz, dejando en los corazones todos sólo el deseo vehemente de un castigo implacable y la más augusta voz del orbe cristiano no se hubiera desacreditado tan horriblemente hablando del
honor
de las armas alemanas.
Pero, ¡ay!, nos hemos habituado y yo mismo, trémulo de cólera, ¿no me veo obligado a emplear la palabra guerra en todas y cada una de mis páginas, si quiero hacerme entender? No se habla más que de guerra, del fin de la guerra a cualquier precio, y de lo que seguirá a esta abominable ficción. Dios quiera que la ficción de paz que resulte de tan monstruoso solecismo no sea aún más abominable.
Saber dónde estamos en lo espiritual, lo que aún puede quedar de la riqueza de antaño, lo poco o mucho que podemos esperar o temer del mañana, si es que nos es dado afrontar algún mañana; tal es la tarea que hay que emprender en un momento en que se manifiestan traiciones inconcebibles, en que se han descubierto o se sospechan las artimañas más negras por doquier, ante el enorme estupor de las gentes sencillas a quienes les gustaría suponer al menos un mínimo de pudor en los políticos y en las autoridades a las que han otorgado su confianza.
Y he aquí que de repente asistimos a la más trivial de las prácticas comerciales. Y sin embargo se trata de almas, de puras y simples almas, pero se tasan, se pesan, se les pone precio cual mercaderías. Las hay que están a la venta y su número causa espanto, pero sólo unas pocas tienen salida, quedándose las más sin vender. No salen las cuentas.
Hay ruinosas existencias de almas
de segunda mano
que nadie quiere, que amenazan con atestar los almacenes y que habrá que liquidar con pérdidas, traspasándolas a los traperos, negocio fallido, pues costaron a precio de oro. Hay otras que, sin ser despreciadas por los eventuales compradores, tienen difícil colocación, no se sabe bien por qué. Y otras, en fin, que se pueden contar con los dedos de la mano, que no están por suerte a la venta y que despiden con cajas destempladas a los compradores, cualquiera que sea la oferta. Artículos rarísimos merecedores de premios en exposiciones universales o dignos de exhibirse en escaparates, dada la necesidad de llamar la atención de la clientela.
A pesar de ser inmortales, hoy sólo se toma a las almas por mera mercancía, buena o mala, de mediana o de pésima calidad, ruinosa o lucrativa; se han convertido en materia de especulación para la mayoría y son la levadura de la astucia más aplicada, pues el diablo se aloja en el vientre de los especuladores. Se trata de un negocio tan antiguo como el mundo, pero que ha crecido extraordinariamente, generalizándose desde hace tres años por obra del ejemplo y el trato de los alemanes. No obstante, lo reitero, se necesita una profunda astucia.
Se da el caso de pagar en exceso por una alma cualquiera de la que nos encaprichamos y que no podremos colocar a un chalán alemán, pues hasta los
boches
más brutos conocen el paño. La menor insinuación de belleza, la más mínima tacha de virtud, se les revela al instante.
Otras veces creeremos aprovechar la ocasión única que proporciona el apremio de una liquidación aparente anunciada a bombo y platillo, maniobra audaz de un estratega de la especulación que inunda el mercado con cantidades increíbles de género devuelto.
Comprenderemos al punto que el comercio de almas es extremadamente peligroso para el crédito. Los mismos
boches
pueden sentirse defraudados, pues las almas son en ocasiones mercancía viva, dispuesta a la acción y a vengarse de sus explotadores. «¿Cómo quiere que ese hombre no sea rico? —dijo alguien de Talleyrand
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—; ha vendido a todos cuantos lo han comprado», aunque, dicho sea de paso, cuesta mucho suponer un alma a Talleyrand, pero el término tiene alguna importancia y merece ser meditado.
El inventario que imagino sin aconsejarlo a nadie es en verdad lo más complicado que hay en el mundo; tanto es así, que sólo Dios es capaz de hacerlo, justamente Dios que no tiene la condición de
comerciante.
Resulta incompatible con su eternidad. No teniendo principio ni fin, las operaciones a plazo le están vedadas, y no hay más que decir.
Una sola vez rescató todas las alma, sin hacer acepción, y cada una de ellas a un precio exorbitante, dejándoles, es cierto, la libertad para revenderse a sí mismas cual reses desahuciadas. Asistimos hoy a la feria sin igual de las almas, en la que no podemos esperar encontrar a Dios. ¿Cómo podría Él estar presente? Con lo que se comercia es con la Sangre de su Hijo, la preciosísima Sangre de su Hijo derramada para la salvación de todo el género humano. «En mi Agonía, pienso en ti, esa gota de sangre que derramo va por ti». Esa gota que veía el pobre Pascal no es sino el precio de cada una de las almas de los hombres. Chicas o grandes, por todas ha habido que abonar un precio exorbitante. El alma de un necio o de un pillastre, el alma de un espía o de un traidor que se cree pagado con una suma ínfima, tiene un valor real infinitamente superior al de todos los mundos juntos, y Dios no tiene nada que hacer con ese populacho mercantil que le ultraja vilipendiándolo hasta el horror.
Él permanece en su cielo, escuchando el cántico sobrenatural de María, el canto eterno conocido como Magníficat, con el que esta Madre que contiene su Brazo le habla sin cesar de su Misericordia y de su Poder, haciéndole notar entre súplicas que aún no ha enaltecido a los humildes ni saciado a los hambrientos y que acaso los hombres esperan, para adorarlo, el cumplimiento de sus promesas. Lo adormece por algunas horas, arrullándolo como antaño en la humilde morada de Nazaret. Pero la Predilecta del Espíritu Santo no puede contenerlo más, sabe de sobra que no cabe pedir a su Hijo que repita la Pasión para salvar a Judas, más presentable sin duda que los traficantes de almas, pues él al menos devolvió las monedas.
Son los que no devuelven ni devolverán ninguna moneda, salvo que sin miramientos de ningún tipo nos lancemos a destriparlos, desenlace más que probable en un plazo menor de lo que pueda pensarse y que yo acortaría, loco de contento, si estuviera en mi mano. Son horribles a más no poder.
Los ricos por su casa, objeto de solemnes maldiciones en el Evangelio, no me agradan más. He compuesto un libro entero para vomitar mi espanto por esos criminales cuya función social consiste en comerse a los pobres y mancillarlos mientras los devoran. He llegado incluso a reprocharme el no haber dicho todo cuanto sentía.
Sin embargo, pueden alegar en su favor el beneficio de una especie de prescripción. Algunos pueden hacer valer no sé qué servicios prestados antiguamente por antepasados de los que no queda memoria y que una justicia superior recompensa en sus inútiles descendientes.
Otros, ayunos de antepasados dignos de mención y cuya opulencia procede de fuentes más recónditas que las del Nilo, pueden invocar la sapiencia de reputados tratadistas que han demostrado desde antiguo la necesidad de las grandes fortunas para el equilibrio y la estabilidad de la sociedad. Otros, en fin, cuya riqueza tiene un origen francamente infame, cuentan con el recurso de anteponer lo sublime de sus intenciones y el deber que tan caritativamente se han impuesto de reparar los crímenes de sus padres colmando a los indigentes con la centésima parte de lo que les sobra. Nada habría que replicar a esto: el venerado código civil de los notarios y el bendito celo de los gendarmes constituyen una barrera infranqueable para la indignación de los pobres.
Las trazas de los nuevos ricos son muy otras. No pudiendo contar con la aprobación o la desaprobación de nadie, responden por sí mismos con cínica y admirable audacia. No se declaran positivamente ladrones ni asesinos de pobres, pero no les desagrada que se piense tal cosa ni que se admire su habilidad.
¡Reparemos, pues, en ella! ¡Hacer fortuna mientras la ruina amenaza a todo el mundo, sacar provecho de las catástrofes agravándolas, tornar fecunda la desolación, abonar la desesperación, ser las prósperas moscas y los voraces gusanos de los cadáveres después de haber sido el último tormento de los agonizantes! ¿No sería el colmo de la estupidez desaprovechar la oportunidad del inexplicable reposo de la guillotina?
Acaparar víveres, dosificar o sofisticar la alimentación del pueblo entero para centuplicar su valor son prácticas tradicionales que antaño se pagaban con la horca y que hogaño despiertan la admiración y la envidia.
Hay logreros chicos y grandes y no es fácil determinar cuáles de ellos son más horribles. Los grandes asesinan a los pobres a distancia, de manera indiscriminada, al socaire de tal o cual combinación administrativa siempre enigmática. Los chicos, los llamados minoristas, degüellan a diario a los pobres que se ponen a su alcance. Artífices de colusiones admirables, fijan los precios que les vienen en gana y se embolsan ganancias del 300 o el 400 por ciento. ¡Es la guerra!, dicen con una sonrisa, y llevan a buen puerto su infamia, a sabiendas de que ninguna sanción contrariará sus designios.
Esperan con ahínco alcanzar la fortuna, pero como son, a semejanza de los especuladores al por mayor, tan necios como malvados, ninguno se para a pensar qué será de ellos al día siguiente de su innoble victoria. Siempre olvidan que en el frente hay un millón de hombres acostumbrados, y van tres años, a matar a otros hombres, exponiéndose ellos mismos a la muerte, acostumbrados, por consiguiente, a considerar la vida humana como una futesa. Volverán un día, con la impaciencia de arreglar las cuentas pendientes. ¿Qué dirán ante el espectáculo de la proliferación de canallas y con qué ojos verán la prosperidad diabólica de los mercaderes que han matado de hambre, que han torturado a sus mujeres y a sus hijos, mientras ellos aguantaban por mor de la defensa común los peores horrores?
Es posible que entonces los alegres y sonrientes logreros no encuentren escondrijos suficientes para hurtarse al furor de esos incontrolados para quienes poder despanzurrarlos sería una delicia paradisíaca. Nunca se recomendará bastante a los interesados la meditación sobre este futuro.
Bourg-la-Reine,
16 de julio -15 de octubre de 1917
E
VANGELIO DE
S
AN
J
UAN
Capítulo IX
Así interroga Jesús al ciego de nacimiento al que acaba de curar: «¿Crees tú en el Hijo de Dios?», y éste le pregunta: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?». Y Jesús le responde: «Pues le has visto, y el que habla contigo Él es».
Estas últimas palabras resultan abrumadoras. ¡Así pues Jesús habría dado la vista a ese mendigo ciego que nunca vio nada, para que lo primero que tuviese ante sus ojos fuese precisamente al Hijo de Dios! El Hijo de Dios deseaba la mirada
virginal
de este miserable. La mirada de los demás, de quienes habían visto tantísimas cosas antes que su presencia, no le bastaba. Esa muchedumbre podía haber contemplado la creación entera, desde la de los animales y las plantas hasta la de los minerales. Podía haber visto las estrellas todas del firmamento, pero nadie había podido gozar del privilegio insólito de ver, como primera cosa, al Hijo de Dios. Nadie fuera, claro está, del Padre, que contemplaba indeciblemente a su Hijo antes de que la creación fuese visible…