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Authors: Léon Bloy

Tags: #Ensayo,Otros

En tinieblas (6 page)

La Iglesia militante ruega por todos los difuntos, a reserva de la inexpresada elección directa y plena de algunos que no conoce, pero que el Consolador que la acompaña en sus ruegos se complace en ocasiones señalando con signos milagrosos. Ignoro qué puede albergar este interminable camposanto que es hoy nuestra frontera. En todo caso, los bárbaros no consiguen franquearla. ¿Acaso le placerá a Dios que de toda esa hueste de guerreros inmóviles surja de pronto el Exterminador, del que nadie podrá afirmar si se trata de un vivo o de un muerto?

XVI
Conmemoración

Me refiero, claro está, a la de Todos los Difuntos, solemnidad mayor de la Iglesia. La que vulgarmente llamamos Día de los Muertos, y que viene a nuestra memoria cada vez que visitamos un cementerio, y más un cementerio de esta clase. La mayoría de los difuntos, olvidados sin dificultad, apenas idos, por sus deudos, no cuentan más que con esa festividad para esperar un socorro mínimo en la incomprensible tribulación de la otra vida. Pero no es de esta conmemoración de la que quiero hablar.

Se trata de otra por la que muy pocos cristianos parecen mostrar interés, a saber: la festividad de las Lágrimas de María, cuando lloró sobre la montaña de La Salette, el 19 de septiembre de 1846. La misma Iglesia afecta haber olvidado este acontecimiento nunca visto. El misal romano celebra el 11 de febrero una misa conmemorativa de la Aparición de Lourdes, la cual parece exclusivamente consoladora, sin acusar ni amenazar a nadie. La Aparición de La Salette, doce años anterior, no ha merecido nada. La miel de la devoción moderna encuentra en ella demasiada hiel, y el hecho de que la Virgen Santísima anuncie infortunios terribles, cuyos prolegómenos estamos experimentando, debidos a la flagrante indignidad criminal de los clérigos, no puede tolerarse. El fariseísmo ha protestado y un silencio impenetrable se ha extendido por doquier.

Sin embargo, determinadas almas no ceden al olvido. Hay algunas todavía, y éstas más que las otras, con exclusión incluso de todas las otras, capaces de sentir la necesidad y la inminencia del cumplimiento de las amenazas. Saben de sobra que resulta inútil detener el curso de las aguas. Es incluso demasiado tarde para el arrepentimiento. Todo cuanto es dable hacer es aceptar humildemente el sufrimiento extremo, el oprobio pleno, la muerte exenta de gloria.

Las Palabras de la Madre de Dios, que muchos han creído haber apagado completamente, aparecen grabadas a sangre y fuego hoy en letras más elevadas que las catedrales profanadas por los bárbaros. Esas Palabras, propias de una madre, si se las interpreta rectamente, se han tornado implacables y arrolladoras. Pueden aplicarse sobre todo al pavoroso cementerio. Pues, dicho sea de paso, la Virgen Santísima, Esposa mística del Paráclito, debe reinar con Él sobre el inmenso imperio de los difuntos. La
Regina mortorum
está sobrentendida en las Letanías.

Los que se tienen por vivos y sus cabecillas se han arrancado los ojos para no ver; ha desaparecido incluso la irrisoria esperanza de un amago de contrición aparente que recordaría los arrepentimientos intermitentes del Faraón cuando prometía la libertad al Pueblo hebreo cada vez que una plaga devastaba Egipto. Nuestros obispos, cuyo desacato ha sido de tanta ayuda al infame Guillermo para acabar con Francia, se han hecho insensibles al castigo y se han acerado cual demonios.

He aquí lo que me escribía un religioso en 1912:

«Desde hace más de sesenta años, la jerarquía de la Iglesia francesa rechaza con diabólica porfía los Mensajes misericordiosos proferidos entre llantos por la Reina del Paraíso con el propósito de que los ministros de Dios los den a conocer a la grey cristiana… ¡Si encontráis demasiado pesado el Brazo de vuestro Hijo, han respondido nuestros pastores, no hagáis más por detenerlo y dejad que nos aplaste! Preferimos mil veces los cataclismos desconocidos con que nos amenaza y que cada día parecen acercarse más a la humillación de transmitir tal Mensaje a vuestro pueblo. Haced zozobrar, si es vuestro deseo, a la Cristiandad en el piélago de todos los dolores; aplastadla bajo el peso de las más inconcebibles calamidades; pero tened por seguro que nunca obedeceremos, porque se nos ha faltado al respeto».

A estas alturas de 1917, se estaría inclinado a pensar que por lo menos han cambiado de lenguaje; pero eso sería desconocer el orgullo clerical, el más firme que hay en el mundo. Ha sucedido justamente lo contrario. En la mismísima Salette, el lugar señalado donde la Madre de Dios habló, no pasa un día que no sea desmentida por los capellanes de la Basílica encargados por sus superiores de contar a los peregrinos el relato de la Aparición, teniendo especial cuidado de ponerlos en guardia contra el Mensaje mismo que escamotean, denunciándolo como una impostura…

Los oyentes, llegados en ocasiones de muy lejos y que pueden conservar todavía en sus oídos el estruendo del cañón, deben extrañarse por esta cínica omisión de las amenazas
—verificadas
ya— de la Virgen Santísima y por la monstruosa supresión de su «presente llamamiento a los auténticos discípulos del Dios vivo»…

Ignoro qué esperarán esos fariseos que espetarían al mismísimo Dios: «¡Has mentido!», pero sé que es imposible vencerlos. El orgullo llevado al paroxismo acaba necesariamente en necedad. Nada podemos contra esos brutos bendecidos y alentados por el episcopado en pleno…

No cabe pensar, empero, que las lágrimas de la Madre de Dios sean vanas. Los sucesos de La Salette encierran algo inmensamente misterioso, que no comprendemos. «La Salette guiará al mundo», ha dicho el cura de Ars, profeta auténtico. Este suceso único en la historia ha debido de obedecer a alguna disposición harto particular de la insondable Voluntad divina, y el sordo desacato, el ultrajante desprecio de estos servidores infieles, es sin duda una prevaricación tan necesaria como lo fue antaño la perfidia judía para el cumplimiento de los designios prodigiosos que se nos ocultan.

XVII
El desastre intelectual

¿El inmenso crimen del universal desacato de los sacerdotes y sus príncipes puede verse contrabalanceado, siquiera mínimamente, por la indignación de los demás?

¿Alguien en el vasto orbe cristiano ha levantado su voz para protestar contra ese silencio monstruoso?

Desde el inicio de la guerra se han escrito y publicado innumerables libros. Bien o mal, con frecuencia más mal que bien, lo han dicho todo, salvo lo único que deberían haber dicho. Dirigidos a un pueblo sin Dios, ¿cómo habrían podido hablarle de un Dios que desconocen y señaladamente de una Virgen dolorosa cuya Aparición y Mensaje les han sido tan acabadamente ocultados?

Esos pobres autores no saben absolutamente nada, no han alcanzado siquiera el presentimiento oscuro de lo que les sobrepuja. Se dirigen al público como los cerdos al muladar y hacen lo mismo que antes de la guerra, que aprovechan ahora para exhibir las mercaderías de su tenebrosa vacuidad. Oficio lucrativo para algunos que no sienten el menor remordimiento y que consideran que todo marcha a pedir de boca si sus tristes libros se venden bien.

Quiero referirme a uno solo, puesto que parece tener más éxito que todos los demás juntos y revela más nítidamente que cualquier otro el nivel intelectual de la mayoría. Se trata de
El fuego
[10]
de Henri Barbusse, escritor al que no tengo el gusto de conocer y del que jamás había oído hablar.

(Diario de una escuadra),
se añade entre paréntesis. No contento con ese subtítulo real, el astuto editor ha impreso en la portada la palabra
novela
, truco destinado a embaucar a los concupiscentes.

El fuego
es todo un éxito editorial. Parece que se han vendido bastante más de cien mil ejemplares, cifra desconcertante que me recuerda el repentino e inesperado eco que tuvo
La taberna
[11]
hace cuarenta años. Ambas obras tienen algunas analogías.

Como Zola, Barbusse ha comprendido que al ser la democracia dueña y señora del mundo, hay que hablar su idioma, enormemente enriquecido, por lo demás, desde
La taberna;
al igual que Zola enseña con autoridad que es la única vía si no se quiere engañar. «Pondré las grandes palabras en el lugar que les corresponde —afirma—, porque tal es la verdad». Resultaría completamente ocioso preguntar a esa clase de personas qué entienden por Verdad, uno de los nombres indubitados del Hijo de Dios, pero que para ellas no significa más que exactitud fonográfica. El inmenso éxito de Zola fue revelador del nivel espiritual de su tiempo, y el de Barbusse alumbra a su vez la horrenda sima en que hoy se pudren las almas; pues la historia profunda de un pueblo anida en su lengua.

Pero hay más cosas, como la negación formal de Dios o más bien la repetición machacona de los tópicos más abyectamente pueriles: «El dolor me impide creer en Dios. El frío desmiente a Dios. Para creer en Dios, sería preciso que todo fuera distinto». Así hablan los infelices, los mutilados. «Estas ruinas de hombres, estos derrotados —agrega el autor—, experimentan un principio de revelación… ¡Contemplan el rostro de la verdad cara a cara!». Idéntica categoría humana que Zola.

Si no se tratara más que de las «las grandes palabras», de las cuales se abusa hasta la extenuación, hasta podríamos admitirlas. Son muchas veces inevitables, irremplazables, pero también existe la jerga atroz de las trincheras, la horrenda deformación de la lengua francesa, efecto de la deformación completa del pensamiento. Y esto es verdaderamente insoportable, tanto más cuanto que el autor es sin duda un escritor que domina su oficio, un escritor de talento, no me duelen prendas reconocerlo. ¡Ah!, pero ese talento no se eleva lo suficiente, no pica alto, y aunque da a menudo con la palabra justa, en muchas ocasiones incluso con la más vigorosa, sentimos que se queda corto.

Tenemos el episodio del zapador Poterloo, y el idilio de Paradis que quita con unción el barro de los botines de una muchacha a la que jamás ha visto. Tenemos el permiso de Eudore y el poema de los infelices soldados humillados por los burgueses en el Café de las Flores, pasaje que hubiera firmado Flaubert. Tenemos también a cierto cabo Bertrand que se erige en profeta y que vaticina lugares comunes trasnochados, aunque al menos lo hace en francés.

Una cosa que inmediatamente me llamó la atención fue la consideración de la censura para con este dilatado volumen. Ni una línea, ni una palabra tachada. Los censores, que tachan con tanta facilidad páginas completas de cualquier escrito, siempre en interés de la defensa nacional, no encuentran nada reprochable en este
Diario de una escuadra
que leen libremente cientos de miles de personas y que es precisamente el libro más desmoralizador que puede leer un soldado.

De la primera a la última página, ninguna inquietud distinta, ninguna prédica distinta del horror infinito de la guerra; no de esta guerra infame, envilecida y mancillada por los alemanes, sino de la guerra en sí misma, justa o injusta, independientemente de la nobleza, del heroísmo, de la santidad de los combatientes. «¡Maldita sea la gloria militar, malditos sean los ejércitos, maldito sea el oficio de soldado!». No pongo en duda el patriotismo de Barbusse, incluso lo creo animado por las mejores intenciones, dado que se permite creer en la próxima terminación de las guerras y en la fraternidad de todos los pueblos. ¿Pero cómo creer en el celo de una censura que pasa por alto este tipo de cosas?

La ceguera universal es tan completa que ha llegado a afirmarse que se trata de un escritor de genio. No han faltado plumas que han escrito esto, juicio que ha debido molestar no poco al infeliz. Demasiado inteligente para ignorar que del genio no se hacen tiradas de cien mil ejemplares y que el sufragio multitudinario es tan deshonroso para el pensador como para el escritor, se ha visto forzado sin embargo a confesarse que ha conseguido esta mezquina gloria mancillando a un tiempo el fondo y la forma de su pensamiento. Hasta los más benignos jueces se verán en la necesidad de concluir que sabía muy bien lo que hacía al componer con los más andrajosos harapos de la lengua las mentiras humanas más desacreditadas.

¿Cómo podría este autor leer sin bochorno el último capítulo titulado «El alba», en el que los supervivientes de un diluvio que ha anegado las trincheras y los cañones charlan entre sí en medio del fango, repitiendo hasta la saciedad: «Después de esto, no se necesitan más guerras… Hay que acabar con la guerra… El principio de igualdad debe acabar con la guerra…», etc.?

El libro concluye con estos necios postulados, pero el autor, se dirá, ha conseguido lo que quería: tiradas amplias y derechos de autor…

Henos furiosamente lejos de La Salette y de cualquier consideración religiosa. Apenas pensaba referirme aquí a un libro que me aflige como una catástrofe que hubiera acabado con la vida de cien mil personas, pero era menester mostrar entre lágrimas la enorme distancia que nos separa de aquello que habría podido salvarnos y de dar con la más terrible prueba de nuestra actual miseria que este documento aportado por un testigo de los peores sufrimientos que parece no haberse molestado en buscar en su corazón una palabra reconfortante de compasión ni en su cerebro un pensamiento consolador.

Y ahora podéis llorar, seguir llorando, oh Virgen Dolorosa, sobre vuestra montaña. Carecéis de pueblo y de hijos. Muchos de los que os hubieran podido acompañar en vuestro llanto yacen muertos, y los que quedan han renegado de Vos y fingen no conoceros. Ni siquiera un hueco hay para Vos en ese libro que es, sin embargo, un libro preñado de dolor, una crónica cruel del sufrimiento de los hijos de vuestro Dolor. Y su autor se cuenta entre ellos. No ha podido ignoraros del todo porque se trata de un cristiano y porque fue educado como cristiano. Pero como tantos otros ha renegado de Vos, no mostrando ningún interés por la existencia de Dios.

¿Qué vais a hacer? Sé que no podéis oponeros al desatamiento de la Cólera, pero sé también que no podéis admitir que vuestros hijos todos perezcan. ¿Qué vais a hacer? ¿Descender de vuestra montaña para llorar en los quicios de las puertas como cualquier vagabundo? ¿Reanudar como en Belén vuestro vano ruego cuando buscabais un refugio para dar a luz al Redentor? Los ministros de Dios os desalentarían con ignominia. Los cristianos y las cristianas que tienen a gala honraros en las iglesias os acusarían de impostura y los soberbios ateos, que creen haber borrado la impronta de su bautismo, os arrojarían a la cara su intelectualidad de vómitos. ¡Oh, mi Señora de la Compasión y mi Reina del Llanto, es preciso que perezcamos!

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