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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

En esto creo (8 page)

Temple parecido, aunque carácter mucho más severo, mostraba mi otra abuela, Emilia Boettiger. Ella descendía de inmigrantes alemanes originarios de la ciudad de Darmstadt en la Renania. Mi bisabuelo Philip Boettiger, ferviente lasallista, salió de Alemania cuando Ferdinand de Lasalle se unió al Canciller de Hierro Otto von Bismarck, bajo la confundida convicción de que sólo la alianza de la aristocracia prusiana —los Junkers— y el socialismo proletario, podían salvar al país de la vulgar avaricia y arribismos burgueses. En realidad, Lasalle el socialista era un revolucionario elegante movido por su profundo desprecio hacia la vulgaridad y falta de maneras de Karl Marx, su contrincante de chalecos manchados. Los hermanos Boettiger se embarcaron rumbo a las Américas y recalaron en la Nueva Orleans. Allí, sus caminos se dividieron. El hermano mayor se fue al Norte, a Chicago, donde se convirtió en un próspero hombre de negocios cuyo nieto se casó con Anna (Boettiger), la hija del presidente Franklin D. Roosevelt. Mi abuelo llegó a Veracruz, se enamoró del pueblo y la laguna de Catemaco, allí fundó un próspero beneficio cafetalero, tuvo tres hijas —mi abuela Emilia, mis tías abuelas María y Luisa—, incorporó a la familia a su pequeña hija mulata, Ana, nacida fuera del matrimonio, y prohibió el uso del alemán en la casa. Quería ser mexicano, dejar atrás al Viejo Mundo.

Mi abuelo paterno, Rafael Fuentes Vélez, era hijo de un comerciante emigrado de las Islas Canarias, Carlos Fuentes Benítez, quien contrajo nupcias con una bellísima criolla, Clotilde Vélez, que fue asaltada en el Camino Real. El bandido le pidió sus anillos y, ella, rehusando entregarlos, los perdió de un bárbaro machetazo. Mi abuelo creció en el puerto jarocho y conoció a mi abuela en las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan. Él tenía cuarenta años y ella diecisiete. Las fotos muestran a un hombre de baja estatura, nariz aguileña, y ojos penetrantes bajo extraordinarias cejas arqueadas como dos acentos circunflejos, que le daban un aspecto permanente de enojo y hasta diabólico. Mi abuela Emilia, en cambio, parecía una estatua gótica, delgada, severa, alta, agraciada con un perfil perfecto, recto y dispuesto a darle al rostro una simetría noble y eterna.

Tuvieron tres hijos, Carlos Fuentes Boettiger, el mayor, destacó muy pronto como poeta, discípulo preferido de Salvador Díaz Mirón y joven galán alto, esbelto y rubio. A los veintiún años, partió a estudiar a la ciudad de México y nunca regresó. Sucumbió víctima de una de esas epidemias de tifoidea que asolaban a un México retrasado, insalubre y caótico. Pero la familia tuvo años de alegría, primero en el puerto, donde mi abuelo era el gerente del Banco Nacional de México, y más tarde en Jalapa, donde ocupó el mismo puesto y vio su salud, gradualmente, deteriorarse, víctima de una parálisis progresiva que al cabo lo dejó mudo, sentado en una silla de ruedas y sin más expresión —como el anciano Villefort de El Conde de Montecristo— que la de sus extraordinarias cejas. Por mi padre sabía que este hombre anciano al que alcancé a conocer, era un voraz lector en español, francés, italiano e inglés. Conservo de mi abuelo Rafael unas bellísimas y antiguas ediciones de Dante, de Swift, de Walter Scott, impresas en el siglo XIX con una letra tan pequeña que debió necesitar lupa para ser leída. Mi padre me contaba cómo, cada mes, mi abuelo lo llevaba de la mano al puerto en espera del paquebote de Liverpool y Le Havre, que llegaba a Veracruz con las revistas ilustradas —The London Illustrated News, La Vie Parisienne— y las novelas de moda: Pierre Benoit, Alphonse Daudet, Fierre Loti.

Sin esperanza de que su marido recuperase la salud, mi empeñosa abuela Emilia Boettiger se trasladó a la ciudad de México y estableció, en los altos de la esquina de Mérida y Álvaro Obregón, una casa de huéspedes que atendía a los veracruzanos de paso por la capital. Seguían el éxodo que llevó a muchas familias afectadas por el movimiento revolucionario, de la provincia a la capital. Mujer de extraordinaria energía y voluntad, mi abuela Emilia cuidaba a su marido incapacitado, gobernaba una deliciosa cocina jarocha de manchamanteles, moros y cristianos, plátanos fritos, ropavieja y pulpos en su tinta, mientras mi tía Emilia, dominada por la fuerte voluntad de su madre, la ayudaba y se sentía —hasta su propia muerte— encargada de cuidar a sus padres más que a sí misma. Sacrificó, como en las novelas de moda, su propia felicidad a los deberes filiales.

En cambio, mi padre, Rafael Fuentes Boettiger, dejó atrás la provincia de su infancia y juventud para atender una vocación que le animaba desde que, de niño, iba con mi abuelo a recibir el paquebote. Lector precoz, desde la infancia tendía a escenificar sus lecturas, apropiándose del papel de D’Artagnan en adaptaciones representadas en el vasto gimnasio del banco en Veracruz. A los trece años, como cadete de la preparatoria militarizada de Jalapa, partió a Veracruz en defensa del puerto invadido por los «marines» norteamericanos. No llegó muy lejos; la ocupación se consumó velozmente. Tampoco llegó lejos cuando a los diecinueve años decidió unirse a la compañía teatral de Fernando Soler y Sagra del Río, saliendo de Jalapa a escondidas. Mi abuelo lo esperaba en la estación de Córdoba y lo bajó del tren de una oreja.

Joven abogado y maestro en la Facultad de Derecho de la universidad veracruzana, a los veinticinco años, mi padre ingresó al Servicio Exterior Mexicano como abogado de la Comisión de Reclamaciones México-Norteamericana, creada para atender las quejas de ciudadanos de los Estados Unidos afectados por los actos de guerra en la frontera norte. Conoció a mi madre en uno de esos viejos y añorosos tranvías amarillos que entonces surcaban la ciudad de México, se casaron y salieron al primer puesto diplomático en Panamá, donde yo nací nueve meses después, el 11 de noviembre de 1928.

Formamos una familia feliz. A los ojos de Tolstoy, pues, no una familia demasiado interesante. Pero ¿quién quiere ser interesante al precio de ser infeliz? Mi hermana Berta nació en México en 1932 y pasamos la infancia en las embajadas de México en Washington, Santiago de Chile y Buenos Aires. Seguramente nos unió la vida andariega y mutante de la diplomacia —«gitanos con frac», decía mi padre— pero, sobre todo, el ambiente de mutuo respeto y constante cariño de nuestra vida en común. Alfonso Reyes dejó testimonio de mi padre: «Era un hombre esencial, sin espuma.» Ese hombre sin espuma llegó un día a la Embajada de México en Río de Janeiro y encontró al máximo escritor mexicano contestando oficios, descifrando cables y archivando recortes. «Yo me ocupo de la oficina, don Alfonso», le dijo mi padre. «Usted dediqúese a escribir.» Con otro gran embajador, Francisco Castillo Nájera, enviado del gobierno cardenista en Washington, mi padre afinó su extraordinaria disciplina de trabajo y atención al detalle, cualidades que lo distinguieron durante sus años al frente del Protocolo en la Secretaría de Relaciones Exteriores y luego sus embajadas en Panamá, La Haya, Roma y Lisboa. Dejar la diplomacia, jubilado, lo mató. Buscaba, retirado en México, su chofer, sus informes, su agenda diplomática diaria. Sin todo ello, se fue apagando, desconcertado, con una conmovedora mirada de ausencia y nostalgia.

Le debo mi información literaria básica. Su impulso, su tácito homenaje a la promesa incumplida del hermano muerto, me movieron desde niño. Era un hombre de humor, de ternura y puntualidad: buen ejemplo, buena muestra. Mi madre, a su lado, vivió con él un amor sin interrupciones. El mismo día de su muerte, mi padre hizo dos cosas. Se probó un traje nuevo y acosó sexualmente a mi madre. Ella representó siempre la dignidad y formalidad del hogar, la certeza de que detrás de los viajes, las necesarias adaptaciones a escuelas, lenguas, costumbres, había un principio de seriedad, rectitud y hasta impaciencia con la gente ambiciosa, arribista o intrigante. No carecía de humor. Excelente jugadora de póquer, la vi «despelucar» a los generales de la revolución que, para su desgracia, apostaban contra ella en las cenas de las embajadas. Y hasta el día de hoy, achacosa pero entera a sus noventa años, me confiesa: «Tengo una frustración en la vida. Hubiese querido manejar un helicóptero.»

Lo que manejaba maravillosamente era nuestro Buick, cada verano, desde Washington a México, soportando el calor, las discriminaciones texanas («No se admiten perros o mexicanos») y las curvas de Tamazunchale. Esta destreza práctica compensaba con creces la disposición más soñadora y desinteresada de mi padre. Mi madre es la que organizaba el hogar, disponía los horarios, tenía lista la ropa y contraía las deudas para el automóvil, la escuela, el apartamento. Miraba más al futuro que mi padre, un hombre disciplinado y puntual al extremo, pero también —bravo por él— soñador, tierno, sin ambiciones monetarias. Podía ser enérgico e intolerante. Lo fue conmigo, desde luego: aún me duelen las cuerizas que me propinó. Lo era con toda muestra de impuntualidad, indisciplina o falta de cortesía. Lo era con los políticos mexicanos corruptos o altaneros. Recuerdo aún su enfrentamiento, nariz con nariz, con el cacique potosino Gonzalo N. Santos por una falta de respeto. Recuerdo su decisión de renunciar, durante el gobierno de Abelardo Rodríguez, a la secretaría general del Distrito Federal, horrorizado ante los ofrecimientos de «mordidas» y violaciones a la ley. Duró dos meses en el puesto. Creo que pasará la eternidad en el cielo.

FAULKNER

La libertad ya existe. Tal es el postulado implícito en toda legislación del progreso. ¿No son libres el empresario, el trabajador, el niño, la mujer, el individuo, la humanidad en suma, puesto que así lo declara la Ley? Si la libertad ya existe, pace Rousseau y vía las revoluciones democráticas de Francia y los Estados Unidos, nada es trágico. De Dostoyevsky a Kafka, los escritores trágicos nos dicen que no es así. La libertad verdadera consiste en la posibilidad mínima de darle sentido a la realidad y darle realidad al mundo siempre consiste en una tarea por hacer. La libertad no nos es dada. La debemos hacer y la hacemos buscándola. Ni siquiera el sombrío (aunque siempre sonriente) Maquiavelo se atrevió a decir lo contrario: «Dios no lo hará todo, pues ello nos despojaría de nuestro libre albedrío y esa parcela de gloria que nos pertenece a cada uno de nosotros.»

Tuvimos que llegar al siglo XX para consagrar simultáneamente al totalitarismo y al nihilismo de suerte que, en la legislación kafkiana, el mundo tuviese un sentido final, definido por la Ley. En consecuencia, se declara inútil buscar otro sentido a la realidad. ¿Insiste usted, Herr K.? Entonces será usted el eliminado en nombre de la Ley. La Ilustración termina en Kafka: Tiene usted la obligación de ser feliz o correr el riesgo de convertirse en insecto.

El absurdo de la libertad y la Ley en Kafka nos recuerda con extraordinaria fuerza que la verdadera coincidencia de la sociedad y el ser humano requiere una visión trágica, es decir, una visión de conflicto y reconciliación, opuesta a la visión maniquea que ha regido la historia moderna, visión de pecado y exterminio. Cuando una religión reclama fundamentos históricos, sugiere Nietzsche, lo hace para justificar su dogmatismo «bajo la mirada severa… de la ortodoxia». Tú debes ser culpable a fin de que yo sea inocente. En el Prometeo de Esquilo, la Tragedia exclama: «Cuanto existe es justo e injusto a la vez…» ¿Quién encarna estas realidades de manera más inquietante que Iván Karamazov cuando traspasa el umbral decidiendo estar del lado de la Justicia y en contra de la Verdad, cuando la Verdad y la Justicia no coinciden?

Ésta es la decisión inmoral que el héroe trágico no tiene por qué tomar. La tragedia no sacrifica la Verdad a la Justicia ni la Justicia a la Verdad porque en la Tragedia las fuerzas en conflicto son igualmente legítimas, idénticamente morales en el sentido más hondo: son capaces, cuando son derrotadas, de hermanar el valor a la derrota. Valor, no pecado. Y una de las dimensiones del valor sin pecado que, aun cuando es ignorado y a veces, violado, es el valor del otro. Éste es el valor que William Faulkner identifica maravillosamente: la restauración de la comunidad dividida, no por la historia (en esta instancia, la fuerza económica y militar del Norte) sino porque los hombres y las mujeres ya habían dividido, desde antes de la guerra, sus almas.

La literatura de los Estados Unidos de América revela la tensión constante entre el optimismo de fundación y el pesimismo crítico. Aquél, consagrado en la Constitución y las leyes de la democracia norteamericana, se convierte, asimismo, en el credo de la vida social y económica: «Nothing succeeds like success.»

El optimismo progresista se transforma en la máscara de la expansión imperial. De las trece colonias inglesas del Atlántico, los Estados Unidos se expanden hacia el Oeste —la Luisiana francesa—, los territorios del Golfo de México —Texas—, hasta el Pacífico —California— y hacia el Caribe —la Florida española, Cuba, Puerto Rico y Centroamérica hasta Panamá. Todo ello en nombre del «destino manifiesto» de una nación designada por Dios para ser, como la Roma antigua, caput mudis.

La vitalidad de la literatura norteamericana se debe, en gran medida, a la oposición crítica de sus escritores. Aparte de literatura de azúcar como la serie de Polyanna, «la niña feliz», los novelistas y cuentistas, a partir de Hawthorne y siguiendo con Poe, Melville, Henry James y el propio Mark Twain en el siglo XIX, y con Dreiser, Sinclair Lewis, Frank Norris, Fitzgerald y Dos Passos en el XX, retratan el reverso de la medalla. Las pesadillas del sueño americano, los fantasmas diurnos y las oraciones nocturnas, la brutalidad de los ascensos sociales, la mediocridad de la clase media mediadora, la desilusión del éxito, la oquedad de la fama, son temas críticos constantes de la narrativa estadounidense, William Faulkner le da a este proceso crítico su corona más rotunda, milagrosa, brillante y sombría. Porque Faulkner va más allá de la crítica para alcanzar la tragedia. Está y no está solo. Franz Kafka y Samuel Beckett son, acaso, los otros dos escritores trágicos del siglo pasado. Es natural que no abunden. «La muerte de la tragedia» anunciada por Nietzsche acaso date, como creía el filósofo alemán, de la razón socrática. Lo que me parece indudable es que en primer término, el cristianismo no podía convivir con la tragedia, toda vez que prometía la salvación eterna.

Despojado de vestiduras religiosas, el progreso laico, sobre todo a partir de Condorcet y la Revolución Francesa, renuncia a Dios pero no a la felicidad. Si, como creía Condorcet, la línea ascendente del ser humano hacia la felicidad es segura, la conciencia trágica queda excluida de las sucesivas visiones progresistas de Saint-Simon, Comte y Marx.

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