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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

En esto creo (7 page)

Occam nos pide pasar por alto el movimiento como mera reaparición de una cosa en un lugar diferente. En cambio, Borges, Balzac y Freud nos dan las pruebas de una experiencia que requiere del desplazamiento, del movimiento de un lugar (anímico o físico) a otro, pero mediante una transformación, una metamorfosis. ¿De qué? De la experiencia en destino.

Se dice con facilidad pero se opera, más que con dificultad —sin eximirla— con complejidad. Transformar la experiencia en destino implica, para empezar, el deseo. Pero el deseo, a su vez, se abre como un abanico de posibilidades. Es deseo de ser feliz. Un deseo que la Ilustración consagró como derecho, sobre todo en las leyes fundadoras de los Estados Unidos: «The pursuit of happiness.» Pero aunque hay filosofías que sólo entienden la felicidad como hermana de la pasividad, la cultura fáustica del Occidente, imperante e imperiosa, nos propone que actuemos para ser felices. La experiencia de la acción es la condición para llegar a la felicidad. Pero esa acción va a encontrar una multitud de escollos. Comparable al viaje de Ulises, la Odisea de la búsqueda de la felicidad navegará peligrosamente entre Escila y Caribdis, oirá los cantos de las sirenas, se entretendrá en los brazos de Calipso, correrá el riesgo de convertir lo que busca en su opuesto: el ángel en cerdo. Verá y será vista por el ojo temible del gigante Polifemo. Y regresará al hogar para enfrentarse a los pretendientes, a los usurpadores de lo que consideramos nuestro.

La experiencia activa va a encontrarse con el mal. Y lo malo del mal es que conoce al bien. El bien, por serlo, goza de la inocencia de sólo saberse a sí mismo. El mal lleva las de ganar porque se conoce a sí mismo y al bien. La experiencia del bien es cogida de sorpresa por el mal como los vaqueros por los indios en los desfiladeros del Lejano Oeste. Nuestro dilema es que para vencer al mal, el bien debe conocerlo. Conocerlo sin practicarlo. ¿Exigencia para santos? ¿O tenemos maneras de conocer el mal sin experimentarlo?

Como hombre fáustico occidental, me cuesta entender o practicar las filosofías orientales que saben vencer pasivamente al mal. La historia maligna de mi tiempo me lleva a oponerme activamente a los atentados contra la libertad y la vida. Pero no soy inconsciente de que la energía para ganar el bien es comparable a la energía para alcanzar el mal. Tanta energía, tanta experiencia dispensa el creador disciplinado —artista, político, empresario, obrero, profesionista— para obtener el bien como la que requiere para perderlo. La drogadicción, lo sabemos quienes la hemos visto de cerca, requiere tanta energía, tanta voluntad, tanta astucia, como pintar un mural, organizar una empresa o llevar a cabo un quíntuplo bypass cardíaco.

Se levantará el templo de la ética para que la experiencia humana sea, difícil, excepcionalmente, constructiva. Ello requiere, a mi entender, un alto grado de atención que rebasa nuestro propio yo, nuestro propio interés, para prestarle cuidado a la necesidad del otro, ligando nuestra subjetividad interna a la objetividad del mundo a través de lo que mi yo y el mundo compartimos: la comunidad, el nosotros. Si ésta es una variedad del imperativo kantiano, sea. Acaso Kant es el último pensador que pudo ser plenamente moral, antes de que la historia demostrase (Nietzsche) que ella, la historia, rara vez coincidía ni con el bien ni con la felicidad.

Semejante escepticismo nos ha hecho valorar, puesto que aún somos, decrépitos, arruinados, prisioneros de la última gran revolución cultural, que fue el romanticismo, la experiencia de la pasión, al grado de no poder concebir experiencia sin pasión. «Corazón apasionado», dice la vieja canción mexicana. Pues pasión significa reconocer y respetar y procurar la grandeza de las emociones humanas, al grado de creer que son las pasiones mismas las que constituyen el alma humana. La experiencia de la pasión trata de concebirse como libre obediencia a impulsos válidos, existenciales. Describo en una de mis novelas una pasión que abarca la entrega y la reserva necesarias para que el arrebato pasional culmine realmente.

A la entrada de la casa era reservado, discreto… En el segundo piso era entregado, abierto, como si sólo la exclusión le colocase a mitad de la intemperie, sin reserva alguna para el tiempo del amor. No pudo resistir la idea de esa combinación, una manera completa de ser hombre, sereno y apasionado, abierto y secreto, discreto vestido, indiscreto desnudo… Aquí estaba, al fin, desde siempre o inventado ahora mismo, pero revelador de un anhelo eterno.

Tener deseos y saber mantenerlos, corregirlos, desecharlos… ¿Cuál es el camino de este ideal de la experiencia? Precisamente el equilibrio difícil entre el momento activo y el momento paciente. Basta ver (no imaginar: constatar diariamente en imágenes y noticias) la manera como la pasión degenera en violencia, para reaccionar a favor de un equilibrio que no condene a la pasión, que tantas satisfacciones nos da, gracias a una paciencia que no es la de Job, sino la de la resistencia: el coraje moral de Sócrates, de Bruno, de Galileo, de Ajmátova y de Mandelstam, de Edith Stein y de Simone Weil, de todos los humillados y ofendidos de la ciudad del hombre, de todos los pacientes peregrinos a la ciudad de Dios.

El compás de espera es inseparable de la atención. No es resignación. No es la impaciencia terrible del confesionario católico, donde arruinamos la experiencia revelándosela a un hombre que puede ser tan lúbrico como lo revelan las instrucciones a los confesores de las colonias españolas («Niña, ¿te has visto desnuda en un espejo? ¿Has deseado el miembro de tu padre?») o tan indiferente como los soñolientos párrocos que dispensan padrenuestros y avemarias o tan atento, también es cierto, como el excepcional sacerdote que asume la voz de la confesión para apartarla del comercio de salón y hacerla objeto de comunión —de atención, repito, compartida…

El corazón de la experiencia, más bien, es la conciencia misma de que toda experiencia es limitada. Y no sólo porque nos embargue, como a Pascal, el vértigo de los espacios infinitos, sino porque la muerte, si no la vida, y la mirada de la noche, si no la ceguera del día, nos dicen que la experiencia es limitada y el universo, infinito. Nos lo comprueba el hecho de que no hay experiencia, por buena o valiosa que sea, que se cumpla plenamente. Lo sabe el artista, que no necesita dar el cincelazo de Miguel Ángel para asegurar la imperfección de la obra. Si la obra fuese perfecta, sería divina: sería impenetrable, sagrada. La muerte nos dirá lo mismo de la experiencia. Han muerto Sócrates y Greta Garbo. Ni el filósofo volverá a reunirse a dialogar, ni habrá más pensamientos suyos que los consignados por Platón. Todo lo demás (que no era lo de más) —memoria, humor, previsión, esperanza, física y psíquica actualidad— se ha ido para siempre. Greta Garbo nos mirará desde siempre y para siempre como la Reina Cristina, desde la proa del barco que la lleva lejos del amor a la memoria apasionada —pero Greta Gustaffson no filmará una sola película más. Sí, corazón apasionado —pero disimula su tristeza. Pues el que nace desgraciado, desde la cuna comienza a vivir martirizado.

Se necesita un valor temerario para vivir una experiencia sin techo, expuesta a todos los riesgos. Goethe, típicamente, pedía que buscáramos el infinito en nosotros mismos. «Y si no lo encuentras en tu ser y en tu pensamiento, no habrá piedad para ti.» Pero sí habrá la conciencia de los límites que el joven y romántico autor de Werther supo equilibrar con moral y estética en el Wilhelm Meister. Todo tiene un límite y el desafío a nuestra libertad es una pregunta: ¿rebasarla o no? La respuesta es otro desafío. Si queremos aumentar el área de la experiencia, debemos conocer los límites de la experiencia. No los límites políticos, psicológicos o éticos, sino los límites inherentes a cualquier experiencia por el hecho de serlo. Cada cual tendrá su cuadrante personal para medir esos límites. Einstein no rebasó los suyos. Hitler, sí.

Un personaje de Los años con Laura Díaz dice que quiere estar en un lugar donde se sienta en peligro y al mismo tiempo necesite protección, no para dejar de sentirse en peligro, sino para no engañarse con la ilusión de su propia fuerza… ¿A cuántas personas no conocemos que realizan un extraordinario esfuerzo para mostrarse fuertes ante el mundo porque conocen demasiado bien sus debilidades internas? Ganarle la partida a la debilidad haciéndonos fuertes por dentro para que el mundo no nos engañe con una fuerza falsa, una limosna de poder, o el insulto de la lástima. La resistencia estoica debe tomarse en serio, pues nada le sucede a nadie que él o ella no estén preparados por la naturaleza para soportar, nos dice Marco Aurelio. Y añade: «El tiempo es como un río de eventos que suceden; la corriente es fuerte; apenas aparece una cosa, la corriente se la lleva y otra cosa ocupa su lugar y ella misma también será arrastrada por la corriente…»

No se necesita gran coraje moral para entender esto, pero sí para vivirlo. «¿Para qué…?», pregunta Wordsworth al iniciar uno de los grandes poemas de todos los tiempos, El preludio. Y contesta con otra pregunta: «¿Para esto?» Detrás de ambas preguntas se teje la capa de la experiencia, nuestra segunda piel. Son los poderes que vamos adquiriendo como personas. Poderes de estar con otros, pero también experiencia de la soledad.

Formas que se van desprendiendo de nuestra experiencia personal para adquirir vida propia y dejar testimonio, más o menos pasajero, más o menos permanente, de nuestro paso —de nuestra pasión. Luces que van iluminando nuestro camino. Y la pregunta insistente:¿Cómo se llaman los portadores de las teas que nos iluminan la ruta? Piel de la experiencia. Tiene heridas que a veces cicatrizan; a veces no. Voz de la experiencia. A veces la escuchamos, a veces no. Experiencia: peligro y anhelo. Experiencia y deseo: anticipación ardiente o serena de lo que aún no es, sin perder el conocimiento de lo que ya pasó.

Estamos en la tierra porque aquí nacimos y aquí vamos a morir. Pero también estamos en el mundo, que no es exactamente lo mismo. Las mujeres a quienes doy la palabra en mi descripción del cerco de Numancia (El naranjo) dicen, sitiadas por la muerte y el hambre, que ven desaparecer al mundo avasallado, pero no la tierra. La tierra permanece aunque el mundo desaparezca. No importa. El mundo —construcción— muere pero la tierra —instrucción— se transforma. ¿Por qué? Porque lo dice la palabra. Porque no perdemos la experiencia de la palabra. El mundo nos revela como seres humanos sujetos a su experiencia. La tierra nos oculta por un momento sólo para devolvernos el poder de recrear al mundo. «Desaparecimos del mundo. Regresamos a la tierra. De allí saldremos a espantar.» Es decir: hablaremos.

La pregunta definitiva de la experiencia la hace Calderón de la Barca en la obra maestra del teatro español, La vida es sueño: El mayor delito del hombre es haber nacido. Segismundo, el protagonista de la obra, se compara a la naturaleza, que teniendo menos alma que él, tiene más libertad. Segismundo siente esta ausencia de libertad como una disminución, un no haber totalmente nacido, una conciencia de «que antes de nacer moriste». Pero, ¿no es un delito mayor no haber nacido en absoluto? Calderón nos libra al ritmo íntimo del sueño. Soñar es compensar lo que la experiencia nos negó. Soñamos hacia adelante, pero también hacia atrás. Deseamos en ambos sentidos. No, lo mejor es haber nacido. Y a cada cual nos incumbe examinar las razones por las cuales valió la pena haber nacido, y preguntarnos sin tregua, y sin esperanza de respuesta, las interrogantes de la experiencia:

¿Cómo se relacionan la libertad y el destino?

¿En qué medida puede cada uno de nosotros dar forma personal a nuestra propia experiencia?

¿Qué parte de nuestra experiencia es cambio y qué parte, permanencia?

¿Cuánto le debe la experiencia a la necesidad, al azar, a la libertad?

¿Y por qué nos identificamos por la ignorancia de lo que somos: unión de cuerpo y alma y sin embargo seguimos siendo exactamente lo que no comprendemos?

FAMILIA

No tengo noticia genealógica más allá de mis bisabuelos. Por el lado materno, mi bisabuelo Teodoro Rivas emigró de Santander a Sonora en la segunda mitad del siglo XIX y se instaló en una bellísima ciudad que es vergel en los desiertos del norte de México, Álamos (una ciudad con fantasmas de plata e indios de humo y calendarios de santos y cruces), donde llegó a ser director de la Casa de Moneda. Sé poco de su descendencia, pues mi abuela, Emilia Rivas Gil, era parca en informaciones familiares, como si quisiese concentrar y proteger un círculo devastado por el dolor y la muerte. Casada con Manuel Macías Gutiérrez, mis abuelos maternos pasaron su idilio inicial en Mazatlán, donde nació mi madre junto al Paseo de Olas Altas. Basta ver las fotos de principios de siglo XX. Mi abuela es una mujer pequeña, morena, de nariz aguileña y ojos negros, penetrantes, resueltos. Mi abuelo es un hombre blanco, alto, muy bien parecido, de esmero y pulcritud en todo: el bigote encerado, la mirada discreta, la levita y el plastrón elegantes. Los rodean, como ramillete de flores blancas, sus cuatro hijas, todas vestidas de blanco, tres de ellas (María Emilia, Carmen y Sélika) con miradas soñadoras y mi madre, Berta, con la misma mirada resuelta de la suya. Pero esas ropas albeantes pronto se convirtieron en luto. Sélika murió a los diez años de edad de fiebre escarlatina.

Y mi bello abuelo, tan gallardo, tan erguido, contrajo, fatal, misteriosamente, la más temible de las enfermedades, la lepra. Su joven mujer, sus tres hijas, debieron asistir, con un dolor que excluía por igual la compasión y el rechazo, al deterioro terrible del padre. Las veo en las fotos que siguieron a la muerte de mi abuelo. Todas vestidas de negro, con las bandanas amarradas a la frente y las cabelleras negras erizadas. Comerciante probo y eficaz, mi abuelo no dejó fortuna. Conocí a sus hermanos y a mis tías, sus sobrinas. Eran idénticos entre sí. Altos, blancos como espectros con piel de pergamino los viejos, con piel de cera las jóvenes. Una de ellas, de impresionante presencia física, era monja. Mi propia abuela viuda debió dedicarse a mantener a sus tres hijas. De niña, había sido amiga de Alvaro Obregón, en Sonora. Cuando Obregón llegó a la presidencia, le dio a mi abuela un puesto de inspectora de escuelas y el ministro José Vasconcelos le asignó un papel activo en la espléndida campaña de alfabetización que, a partir de 1921, se enfrentó al abrumador hecho: el 90 por ciento de los mexicanos eran iletrados.

Casadas sus tres hijas, mi abuela pudo retirarse y recibir el apoyo cariñoso de las familias Fuentes, Romandía y Juárez. La relación con sus hijos políticos podía ser tan tormentosa como el fuerte carácter de mi abuela Emilia lo asegurase. Con sus hijas, mantuvo una actitud de leona, eterna guardiana de su cría. Y con sus nietos, se convirtió en un centro de alegría, bromas, reminiscencias. Una liga con un pasado que se volvía cada vez más remoto y que ella, a fuerza de gracia, nos devolvía intacto: Sonora, el porfiriato, la revolución, Mazatlán, el poema de Enrique González Martínez inscrito en su libro de autógrafos, su olvidada predilección por el piano, su peculiar insistencia en ver las películas en blanco y negro pero soñarlas en tecnicolor…

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