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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

En esto creo (10 page)

¿Un mundo en el que las necesidades de agua, salud y alimentación en los países pobres podrían resolverse con una inversión inicial de trece mil millones de dólares —y donde el consumo de helados en Europa es de trece mil millones de dólares?

«Es inaceptable —nos dicen, entre otros, el ex director general de la Unesco, Federico Mayor, y el director del Banco Mundial, James Wolfenson— que un mundo que gasta aproximadamente ochocientos mil millones al año en armamento no pueda encontrar el dinero —estimado en seis mil millones por año— para dar escuela a todos los niños del mundo.»

Tan sólo una rebaja del uno por ciento en gastos militares en el mundo sería suficiente para sentar frente a un pizarrón a todos los niños del mundo.

Todos estos datos deberían impulsar a la comunidad internacional a darle un rostro humano a la era global.

Y sin embargo, al fin y al cabo, nos hallamos de vuelta en nuestros pagos, los problemas no pueden esperar una nueva ilustración internacional que tarda en llegar y acaso nunca llegue.

La caridad empieza por casa y lo primero que los latinoamericanos debemos preguntarnos es, ¿con qué recursos contamos para sentar las bases de un desarrollo que, a partir de la aldea local, nos permita, al cabo, ser factores activos y no víctimas pasivas del veloz movimiento global en el siglo XXI?

La globalización en sí no es panacea para la América Latina.

No seremos excepción a la verdad que se perfila con claridad cada vez mayor. No hay globalidad que valga sin localidad que sirva.

En otras palabras: No hay participación global sana que no parta de gobernanza local sana.

Y la gobernanza local necesita sectores públicos y privados fuertes y renovados, conscientes de sus respectivas responsabilidades. «Poner en orden la propia casa, construir una economía estable… y un Estado sólido, capaz de ofrecer seguridad en todos los órdenes» (Héctor Aguilar Camín, México: la ceniza y la semilla).

La globalización será juzgada. Y el juicio le será adverso si por globalización se entiende desempleo mayor, servicios sociales en descenso, pérdida de soberanía, desintegración del derecho internacional, y un cinismo político gracias al cual, desaparecidas las banderas democráticas agitadas contra el comunismo durante la guerra fría por el llamado mundo libre, éste se congratula de que, en vez de totalitarismos comunistas o dictaduras castrenses, se instalen capitalismos autoritarios, eficaces, como en China, que siempre son preferibles —en la actual lógica global— a neoliberalismos fracasados que en realidad son capitalismos de compadres, como en Rusia.

La globalización puede instalarnos en un mundo indeseable dominado por la lógica especulativa, el olvido del ser humano concreto, el desprecio hacia el capital social, la burla de los restos de soberanías nacionales ya heridas profundamente, la destitución del orden internacional y la consagración del capitalismo autoritario como forma expedita de seguridad, sin necesidad de mayores explicaciones.

Pero el desafío está allí. El Everest no se moverá. ¿Cómo podemos escalarlo? ¿Cómo podemos revertir las tendencias negativas de la globalización a tendencias favorables?

¿Podemos aprovechar las oportunidades de la globalización para crear crecimiento, prosperidad y justicia?

Quiero decir con esto que si la globalización es inevitable, ello no significa que sea fatalmente negativa.

Significa que debe ser controlable y que debe ser juzgada por sus efectos sociales.

¿Es posible socializar la economía global? Yo creo que sí, por más arduo y exigente que sea el esfuerzo.

Sí, en la medida en que logremos sujetar las nuevas formas de relación económica internacional a la acción de base de la sociedad civil, al control democrático y a la realidad cultural.

Sí, en la medida en que la sociedad civil sea capaz de ofrecer alternativas a un supuesto modelo único.

Sí, en cuanto la sociedad civil rehúse la fatalidad, el fait accompli y constantemente reimagine las condiciones sociales, le recuerde a todos los poderes que vivimos en la contingencia y vincule la globalidad a hechos sociales concretos y variables dentro de lo que, a falta de una nueva terminología, seguimos llamando «naciones».

La globalización en sí no es panacea.

Se requiere la base de sociedades civiles activas, de culturas diversificadas que se opongan al acecho de una cultura mundial de puro entretenimiento, uniforme, excluyente y vacua.

Se requiere de sectores públicos y privados conscientes de sus respectivas responsabilidades: la iniciativa privada necesita un Estado fuerte, no grande sino fuerte gracias a su base tributaria y su política social en beneficio de un sector privado que requiere, a su vez, de una población trabajadora educada, saludable, con capacidad de consumo. «La pobreza no crea mercado», ha dicho un lúcido empresario mexicano, Carlos Slim. «La mejor inversión es acabar con ella.»

Se requiere de un marco democrático que le devuelva a la noción mermada de soberanía su sentido político prístino: no hay nación soberana en el concierto internacional si no es soberana en el orden nacional, es decir, si no respeta los derechos políticos y culturales de la población concebida no como simple número sino como compleja calidad: no como habitantes sino como ciudadanos.

Invoco a Juan Bautista Alberdi: Gobernar es poblar, sí, pero poblar es educar, añadiría Domingo F. Sarmiento, y sólo una ciudadanía educada puede gobernar en beneficio de su país y el mundo.

Esa base, la única firme, la única creativa para convertir a los procesos globalizadores en oportunidades de crecimiento, prosperidad y justicia, es la identificación activa de la sociedad civil, la democracia y la cultura como depositarías inseparables de una nueva soberanía para el siglo XXI y de una refundación, acaso con un nombre que aún ignoramos, de ese plebiscito diario, que, en palabras de Renán, constituye una «nación».

Sólo puede haber buen gobierno nacional si hay un sector público y un sector privado conscientes de sus deberes para con la comunidad local a la cual deben servir primero a fin de ser parte positiva, en segundo término, de la comunidad global.

Ello exige que entre ambos sectores juegue el papel de puente, instancia supletoria y vigilancia política, el tercer sector.

Navegando en el barco de la globalidad, no arrojemos por la borda ni al sector público ni al sector privado ni a las sociedades en las que actúan. La globalización podría convertirse, sin la flotación equilibrada de esos tres factores, en un Titanic indefenso ante los icebergs imprevistos de una historia llena de peligros, tormentas, desplazamientos, sorpresas financieras, resurrección de viejos prejuicios y resistencia de viejas culturas. Lejos de haber terminado, la historia está más viva que nunca, más conflictiva, más desafiante que nunca.

Porque junto con los vicios de la aldea global, han resurgido los vicios de la aldea local. El tribalismo. Los nacionalismos reductivos y chovinistas. La xenofobia.

Los prejuicios raciales y culturales. Los fundamentalismos religiosos. Las guerras fratricidas.

No es ésta, ni mucho menos, la primera «mundialización». Lo fue, con creces, la era de los grandes descubrimientos, la circunnavegación de la tierra y la creación del jus gentium, el derecho internacional como respuesta a los procesos globales de conquista, colonización y rivalidad comercial.

Lo fue, conflictivamente, el paso de la «primera ola» agrofeudal (Toffler) a la «segunda ola» de una industrialización veloz que despojó de primacía al mundo agrario y artesanal, provocando la rebelión de Ned Ludd y sus partidarios (los ludditas) destruyendo las máquinas que le quitaban trabajo al artesano y al labriego.

Hoy, un neoluddismo que el ex presidente mexicano Ernesto Zedillo ha denominado «globalifobia», repite la actitud de oponerse a lo imparable: la nueva economía tecnoinformativa que da primacía a la calidad sobre la cantidad del producto y se manifiesta en vastas alianzas mundiales para la producción, la distribución y la rentabilidad.

Que esta revolución provoca desquiciamientos, dolor, injusticia, es tan cierto hoy como en el siglo XIX.

Que la nueva economía no va a desaparecer al golpe de manifestaciones de descontento, también es cierto, como en el siglo XIX.

Decía que la nueva economía global, como el Monte Everest, está allí. No se va a mover. El problema es cómo escalarla.

El Cristo del Corcovado está allí. No se trata de dinamitarlo porque el mundo no es perfecto. Se trata de abrazarlo para que el mundo sea menos imperfecto.

Ya hay dos mil millones de computadoras en el mundo. Más y más, los teléfonos se conectarán a las computadoras, se multiplicarán las voces y los datos, la comunicación de uno a uno se transformará en comunicación entre uno y muchos.

Y hasta los guerrilleros, como lo ha demostrado Marcos en Chiapas, harán sus revoluciones por Internet.

El hecho es novedoso y aplastante: Bill Clinton, escribiendo sobre «la lucha por el espíritu del siglo XXI» en el diario El País, nos da un dato impresionante: Cuando asumió la presidencia de los Estados Unidos, en enero de 1993, sólo existían cincuenta sitios en la red mundial. Cuando dejó la Casa Blanca, ocho años después, había trescientos cincuenta millones.

¿Resuelven las nuevas tecnologías y la informática los problemas básicos de la gran masa de pobres en Latinoamérica y el mundo?

Por sí solos, no.

Pero en la medida en que la novedad tecnológica se extiende como factor acelerado de educación en comarcas y clases sociales que pueden recibir instrucción sin necesidad de caminar tres horas a una escuela y sin la posibilidad de pagar a maestros escasos y mal remunerados, entonces sí.

En la medida en que la tecnología y la información pueden llegar a las erosionadas e improductivas tierras muertas de la América Latina y demostrar cómo se conservan tierra, agua, bosques y se moderniza y enriquece el quehacer agrícola, entonces sí.

En la medida en que la tecnología y la información se convierten en vehículos de una solución básica de la pobreza, que es generalizar el microcrédito, entonces sí.

En la medida en que la información y la tecnología pueden multiplicar los ingresos de los pequeños productores mediante la identificación de mercados, entonces sí.

En la medida en que la información y la tecnología le otorguen a los ciudadanos los poderes necesarios para reconstruir los controles políticos y sociales de la economía, entonces sí.

En la medida en que la información y la tecnología le proporcionen a cada individuo el equipo cultural necesario para aprender, producir, influir, entonces sí.

En la medida en que la información y la tecnología le permitan a los ciudadanos adquirir perfil propio, identificar intereses y asumir cultura, entonces sí.

En la medida en que la información y la tecnología le devuelvan al Estado y a la política su indispensable papel de actor central, entonces sí.

Globalización y política. Lo ha dicho con gran precisión el politólogo mexicano Federico Reyes Heroles:

«En nuestra América Latina… los agentes económicos no poseen la capacidad de sustituir al Estado… Despidamos al Estado benefactor pero fortalezcamos al Estado regulador.»

Reyes Heroles nos recuerda que no hay democracias estables sin Estado fuerte. Esto es cierto en las democracias fuertes de las economías fuertes del Hemisferio norte. Lejos de disminuir al Estado, la globalización y la apertura extienden las áreas de la competencia pública y reafirman la función redistribuidora del Estado por la vía fiscal.

El Estado latinoamericano sigue siendo factor indispensable para implementar las políticas de salud, educación y nutrición. El Estado no puede renunciar a su función recaudatoria, mejorar la eficiencia del gasto y obtener recursos adicionales para la política social.

Estado no grande, sino fuerte. Política de pie, no recumbente. Empresa privada productiva, no especulativa. Sociedad civil atenta, consciente de que los derechos sociales dependen de la acción y la organización sociales. Tercer sector como conducto de inteligencia social: cuál es mi identidad, cuáles mis intereses, cuáles mis desafíos.

No oculto por un momento los males de la economía global. El abismo creciente entre pobres y ricos. La abolición de ocupaciones tradicionales. La urbanización devastadora. La rapiña de recursos naturales. La destrucción de estructuras sociales. La vulgaridad de la cultura comercial.

Pero niego dos políticas: La del avestruz que esconde la cabeza en la arena. Y la del toro que entra a destruirlo todo en la cristalería.

La pura negación no va a ponerle fin al proceso globalizador. La cuestión es: cómo aprovecharlo.

¿Cuáles serán, una vez asimiladas las virtudes, limadas las asperezas, agotadas las oposiciones, reforzadas las resistencias, legisladas y sujetas a política las realidades de la selva y las del zoológico globales, los temas que podemos prever ya como nueva arena de disputas dentro de cuarenta, cincuenta años, cuando yo ya no esté aquí? Me atrevo a imaginar tres. La protección del medio ambiente. Los derechos de la mujer. Y la defensa de la esfera personal contra la invasión pública, así como la defensa de la esfera de lo público contra la rapacidad privada.

Los méritos de la globalización serán urnas vacías si no se llenan con los líquidos de la gobernanza local: las políticas de desarrollo, bienestar, trabajo, infraestructura, educación, salud y alimentación que se inician localmente a fin de crear el círculo virtuoso de un mercado interno sano como condición para contribuir a un mercado global vigoroso pero más justo, realmente global en la medida en que incluye cada vez a más hombres y mujeres en el proceso del mejoramiento real de sus vidas. La exclusión no puede ser el precio para alcanzar la eficiencia.

Creo que sólo a partir de esta gobernanza local sana se puede aspirar a un nuevo orden internacional igual, mente saludable. Pues en la medida en que el Estado nacional inicie, coopere en y proteja las medidas nacionales para resolver la galaxia de problemas que aquí he señalado, en esa medida tendrá más autoridad para proponer leyes globales sobre medio ambiente, migración y normas de trabajo, fínanciamiento para el desarrollo y jurisdicciones internacionales para combatir el crimen organizado, política familiar, feminismo, educación, salud y cuidado de la infancia.

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