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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

En esto creo (3 page)

Un artista sabe que no hay belleza sin forma pero también que la forma de la belleza depende del ideal de una cultura. El artista trasciende —parcial y momentáneamente— el dilema, añadiendo un factor: no hay belleza sin mirada. Es natural que un artista privilegie a la mirada. Pero un gran artista nos invita no sólo a mirar sino a imaginar. La forma femenina como forma de belleza es también objeto de sensualidad olfativa (el «odor di femmina» de Don Giovanni), de sensualidad aural (Coya y Buñuel y Beethoven sordos tienen que imaginar las voces del cuerpo) y, en suma, de sensualidad imaginativa. (Proust y Catulo celosos, Romeo y Quijote separados de Julieta y Dulcinea, Samsa transformado en insecto, imaginan otro cuerpo perdido o deseado.)

Pobre sería el arte de la belleza visual si excluyese la prolongación de la mirada en lo táctil, lo auditivo, lo olfativo, lo «gostoso», como dicen los lusoparlantes. Y es que los seres humanos deseamos un placer infinito que abarque todos nuestros sentidos. Pero no nos contentamos con ello. Deseamos siempre algo más, algo que quizás ni siquiera sepamos concebir, pero que nuestra imaginación y nuestros sentidos buscan, exigen, imaginan aunque ni siquiera lo conciban. «Oh inteligencia, soledad en llamas, que todo lo concibe sin crearlo.» Esta profunda intuición de José Gorostiza en el más grande poema mexicano del siglo XX, le da palabras al gran dilema de la residencia en la tierra: Desear una satisfacción infinita, pero que al mismo tiempo sea temporal, un aquí y un ahora.

La belleza entrega su cuerpo no para decirnos que nos contentemos con lo que el mundo nos da, no para limitar nuestro deseo y pedirnos una conformidad cualquiera, sino para hacernos el regalo de un cuerpo presente, un cuerpo aquí y ahora que no sacrifica, sin embargo, ninguna de sus posibilidades, ninguno de sus puede y ninguno de sus nunca. En el arte se encuentran, para quien sepa mirar, el ideal del cuerpo y su negación; la armonía del cuerpo con el alma pero también su posible desarmonía; la presencia del cuerpo pero también su inevitable ausencia; su placer pero también su dolor.

BUÑUEL

En 1950, yo estudiaba en la Universidad de Ginebra y asistía a un cineclub de la ciudad suiza. A principios de esos años, allí vi por primera vez Un perro andaluz de Luis Buñuel. El presentador de la película dijo que se trataba de un cineasta maldito, muerto en la guerra de España. Alcé la mano para corregirlo: Buñuel estaba vivo, vivía en México y acababa de filmar Los olvidados, que sería presentada esa misma primavera en Cannes.

Los olvidados llegó a Cannes a pesar de las objeciones de funcionarios pacatos y chovinistas del gobierno mexicano, que la consideraban una película «denigrante para México». Octavio Paz, entonces secretario de la Embajada de México en Francia, desobedeció la desaprobación oficial y personalmente distribuyó un lúcido ensayo sobre Buñuel y su gran película a la entrada del Palacio de los Festivales en Cannes. Buñuel nunca olvidó este acto de valentía y generosidad.

Yo conocí a Buñuel durante la filmación de Nazarín en Cuautla. Actuaban en la película mi primera mujer, Rita Macedo, Marga López y un extraordinario Francisco Rabal que le daba al personaje de Galdós un aura de ausencia mística y dulce misericordia que sostenían, maravillosamente, la rabia y el dolor final del personaje. La esencia de la secreta religiosidad de Buñuel está en Nazarín. Su famosa frase «Gracias a Dios soy ateo» es no sólo una divertida boutade, sino un disfraz necesario para un creador, como Buñuel, que encarnó como nadie la turbadora frase que Pascal pone en boca de Cristo: «Si no me hubieras encontrado, no me buscarías.» En este punto, Buñuel fue parte de una de las corrientes intelectuales más serias e inclasificables del siglo XX: el temperamento religioso sin fe religiosa, del cual dan testimonio, en diversos grados de temperatura, Camus y Mauriac, Graham Greene y, en el cine, el protestante a su pesar, Ingmar Bergman, y el ateo, por la gracia de Dios, Luis Buñuel.

¿Quién, como Buñuel, luchó más valientemente con el drama de la conciencia cristiana en Nazarín y Viridiana? Pero, ¿quién, asimismo, dio cuenta más ácida de las deformaciones de la fe institucionalizada y de los abusos del poder usado en el nombre de Cristo que Buñuel en La edad de oro. Simón del desierto o La vía láctea? Esta última, cuyo tema son las herejías, nos recuerda que «hereje», etimológicamente, significa «el que escoge». Una brevísima pero maravillosa escena de Tristana muestra a la protagonista indecisa entre escoger dos garbanzos idénticos en una cazuela. A veces, Buñuel escoge tajantemente. «Mi horror de la ciencia y la tecnología me llevarán de nuevo a la detestable creencia en Dios», dice un personaje de El fantasma de la libertad, y Buñuel me indica: «Ése soy yo.»

El patriotismo, el chovinismo, las ideologías políticas se contaban entre las cosas que Buñuel no toleraba. En cambio, solía matizar algunos de sus mandamientos anarquistas. Para Buñuel, el anarquismo era una idea maravillosa pero impracticable. Su único trono era el pensamiento. Como idea, volar el Museo del Louvre era espléndida. Como práctica, era atroz. Buñuel, el sabio, distinguía la libertad de la imaginación y las restricciones de la realidad.

Como surrealista, sin embargo, compartía el credo de un mundo liberado, simultáneamente, por el arte y la revolución. A medida que ésta sucumbió al terror político, Buñuel le dio a la creación surrealista un peso inesperado a través de la tradición. Curiosamente, el surrealismo francés nunca pasó de ser una idea, magníficamente articulada por André Bretón, quien escribía una lengua tan clásica como la del Duque de Saint-Simon. En cambio, Buñuel el español y Max Ernst el alemán encontraron en sus propias raíces culturales los ancorajes del inconsciente, el sueño y la liberación surrealistas. Los cuentos de hadas y las leyendas germánicas en Ernst, y en Buñuel, la picaresca, Fernando de Rojas, Cervantes, Goya, Valle-Inclán…

Alimentado por la cultura de España, Buñuel liberó la mirada mediante una técnica notable. Abundan en sus películas los planos medios o distantes, a veces grises y monótonos, que súbitamente, con un veloz acercamiento, revelan el detalle convulsivo: la calavera inscrita en la cabeza de insecto, la sangre brotando entre los muslos de una mujer, el crucifijo que esconde una navaja, los botines eróticos de una camarera, un ojo rebanado a la mitad cuando una nube cruza la faz de la luna… Esta dialéctica entre el mundo y sus minuciosos secretos le permite a Buñuel crear escenas culminantes, verdaderas epifanías cinematográficas en las que, a veces, la pasión muestra su cara animal grotesca (el católico oculto en Buñuel veía en la relación sexual el acto «more bestiarum» de San Agustín, aunque admitía que el acto «amor sin sexo es como huevo sin sal») pero otras veces, el instinto natural es la condición de la poesía. Brutalidad grotesca de la pasión en los amantes revolcados de La edad de oro. Ternura onírica incomparable en el momento en que los náufragos sociales capturados por El ángel exterminador abandonan su angustia, sus pretensiones, su vocabulario, su insidia, para entregarse, hermanados por la noche, a la belleza incomparable del sueño…

Como Buñuel atacó el fariseísmo oculto bajo ropajes de falsa devoción religiosa, atacó también lo que veía como enajenación y falsedad de la vida moderna, no sólo de la burguesía, sino de la clase desposeída. Ciertamente son más graciosas y picaras las aventuras de los discretos encantos de un grupo de burgueses que nunca pueden sentarse a comer, que la terrible crueldad de los niños abandonados de las barriadas de México. Buñuel, en efecto, le negaba virtudes intrínsecas al pobre por ser pobre, o vicios fatales al rico por ser rico. La capacidad humana para dañar a nuestros semejantes trascendía para él todas las barreras sociales. El ciego maldito o el temible «Jaibo» de Los olvidados, son tan crueles como el perverso Fernando Rey victimando a Viridiana o a Tristana pero victimado, a su vez, por la doble Medusa femenina, las dos caras de Conchita, en la obra final de Buñuel, el prodigioso Oscuro objeto del deseo.

El héroe-heroína de Buñuel es al cabo un individuo: Robinson Crusoe, Nazarín, Viridiana, Belle de Jour, la Camarera de Jeanne Moreau. Ellos y ellas libran sus batallas en la soledad y la incomprensión, pero todos, al cabo, sólo se salvan en la solidaridad. Robinson solitario en su isla grita para que el eco de las montañas le haga compañía. Viernes, al cabo, se la da y lo salva no sólo de la soledad, sino de un destino peor que la soledad: ser amo de un esclavo. Nazarín descubre que su solitaria imitación de Cristo no consiste en otorgar caridad, sino también en recibirla de los demás, en la forma ingobernable de una piña. Viridiana debe abandonar sus frustrados intentos de caridad para sumarse al trío español del tahúr, la celestina y la santa y, desde allí, renovar su humanidad cristiana. Pero es la prodigiosa hermandad de la visión personal y la visión de la cámara donde Buñuel hace más explícita la imagen de su arte y de su mundo. Catherine Deneuve, en Belle de Jour, encuentra la realización de sus sueños eróticos en un burdel. Pero las cuatro paredes de la casa de prostitución se disuelven constantemente gracias a la mirada de la actriz, que jamás es frontal, sino siempre lateral, fuera del marco de la pantalla: mirada liberadora que mira constantemente un mundo más ancho, una mirada que traspasa no sólo las paredes del prostíbulo, sino las del cine, para remitirnos al espacio exterior, social, de los demás. Que no son los de menos, como lo ejemplifica la mirada irónica, soberana, de Jeanne Moreau en El diario de una camarera. En el mejor papel de una gran actriz, Moreau lo mira todo con una irónica distancia: el fetichismo del calzado de un anciano, las convenciones de la casa rica, la brutalidad de un criado, hasta unirlos en un haz social y político: lo que Jeanne Moreau está viendo es nada menos que el ascenso del fascismo en Europa.

Hombre cálido, amigo incomparable, dueño de un humor único, recuerdo con intenso cariño y como uno de los privilegios de mi vida, las horas pasadas al lado de Buñuel, en México, en París, en Venecia, descubriendo esa forma esencial de la amistad que es saber estar juntos sin decir palabra, pensando y asimilando lo dicho antes de volver a decir, y todo ello con el vaso de buñueloni en la mano. Receta: mitad de ginebra inglesa, un cuarto de Cárpano y un cuarto de Martini dulce.

CELOS

Los celos matan el amor, pero no el deseo. Éste es el verdadero castigo de la pasión traicionada. Odias a la mujer que rompió el pacto de amor, pero la sigues deseando porque su traición fue la prueba de su propia pasión. Los celos dependen de que una relación amorosa no termine en la indiferencia. La amante que nos abandona debe tener la inteligencia de insultarnos, rebajarnos, agredirnos salvajemente para que no la olvidemos con resignación. Para seguirla deseando con ese nombre pervertido de la voluntad erótica que son los celos.

Norman Mailer dice que los celos son una galería de retratos en que el celoso es el curador del museo. Yo siento que los celos son como una vida dentro de nuestra vida. Podemos tomar un avión, regresar a nuestra ciudad o una ciudad extraña, llamar a los amigos y a veces hasta perdonar a los enemigos, pero todo el tiempo, estamos viviendo otra vida, aparte aunque dentro de nosotros, con sus propias leyes. Esa vida dentro de la nuestra son los celos y se manifiestan físicamente. Como dice la expresión popular mexicana, nos hace circo la barriga. Una marea salvaje, amarga, biliosa que se agita, sube y baja del corazón a las tripas y de las tripas al sexo baldado, inútil, convertido en herido de guerra. Dan ganas de colgarle una medalla al pobre pene. Y luego una corona fúnebre. Pero la marea de los celos no celebra nada ni se detiene por mucho tiempo en ninguna parte del cuerpo. Lo recorre como un líquido venenoso y su objetivo no es destruirlo, sino asediarlo y exprimirlo para que sus peores jugos asciendan a la cabeza, se fijen verdes y duros como escamas de serpiente en nuestra lengua, en nuestro aliento, en nuestra mirada…

Los celos nos hacen sentirnos expulsados de la vida, como si hubiese muerto un ser amado. Sólo que el dolor de la muerte lo podemos manifestar. En cambio, el dolor de los celos hay que esconderlo oscuro y envenenado, para evitar la compasión o el ridículo. El celo expuesto nos expone a la risa ajena. Es como volver a la adolescencia, esa edad infausta en la que todo lo que hacemos públicamente —caminar, hablar, mirar— puede ser objeto de la risa del otro. La adolescencia y los celos nos separan de la vida, nos impiden vivirla.

CINE

Entre todas las artes del siglo XX, ninguna se presentó con novedad más representativa del tiempo que la cinematografía. Pintura, arquitectura, escultura, música: todas descienden del pasado, le rinden tributo, lo renuevan. Sólo el cine nace con el siglo, sólo el cine es sólo del siglo XX. Sus deudas estéticas y literarias son inmensas. Pero la presencia misma de la imagen cinematográfica, la creación que inspira y la mitología que crea son, acaso, las huellas más hondas de la identidad de nuestro tiempo.

Siempre he pensado que hay grandes escritores que pudieron ser de otro tiempo sin dejar de ser grandes y eternos. Marcel Proust me parece el mejor ejemplo. Situado en los siglos XVIII o XIX, el novelista de Combray no hubiese sido menos significativo. Y Laclos, del siglo XVIII, es un gran escritor del siglo XX. En cambio, hay escritores en cuya ausencia no entenderíamos «nuestro tiempo». Le son indispensables a la época que vivieron, son universales, se seguirán leyendo siempre, pero tienen la marca de su tiempo como sello indeleble. Dickens y Balzac sólo son del siglo XII. Y Kafka es el escritor indispensable del siglo XX. No entenderíamos nuestro tiempo sin La metamorfosis, El proceso, El castillo, América.

El cine, por su novedad misma, ha estado sujeto a transformaciones constantes que hacen viejo en poco tiempo lo que era novedad ayer apenas. Luis Buñuel se quejaba de la dependencia técnica del cine. Los avances son tan rápidos que hacen obsoletas la mayor parte de las películas del pasado. Vencer al tiempo de la instantaneidad con imágenes perdurables es el desafío del cineasta, y ya que hablo de Buñuel, empiezo por evocar , imágenes de Un perro andaluz o La edad de oro, que estan vivas aunque las técnicas hayan sido superadas.

Hablo de las películas mudas porque entre el cine silente y el parlante hay un verdadero abismo. El desarrollo de la cinematografía sin palabras alcanzó cimas de belleza y de elocuencia que jamás ha recuperado la era sonora. Dan ganas de darle la razón a Montaigne: «Tandis que tu as gardé silence, tu as paru quelque grande chose.» Buena parte del cine cómico —Chaplin, Keaton, Harold Lloyd, Laurel y Hardy— depende de la pura visualidad para que sus gags sean efectivos. El sonido los arruinó, rebajó o transformó. Arruinó a Keaton y a Lloyd. Rebajó al Gordo y el Flaco y transformó a Chaplin, quien sí dio dos obras maestras del cine sonoro cómico: El gran dictador y Monsieur Verdoux.

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