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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (15 page)

«¿Qué quiere?», me preguntó en inglés. Le repetí la misma historia de las cigüeñas, del viaje y de Iddo. Bruscamente ella volvió al trabajo, sin responderme, y lanzó una pesada red en las aguas oscuras de la balsa. Se movía torpemente con su osamenta de pájaro, que me hizo temblar de pies a cabeza. Esperé unos segundos y le pregunté: «¿Es que algo va mal?». La mujer se irguió y luego dijo, esta vez en francés:

—Iddo murió.

La ruta de las cigüeñas era la ruta de la sangre. El corazón me dio un vuelco. Luego balbuceé:

—¿Murió? ¿Cuánto hace de eso?

—Más o menos cuatro meses, ya habían vuelto las cigüeñas.

—¿En qué circunstancias?

—Lo asesinaron. No quiero hablar de eso.

—Lo siento mucho. ¿Era usted su esposa?

—Su hermana.

La mujer se inclinó de nuevo para lanzar otra vez la red. Iddo Gabbor había sido asesinado poco después de Rajko. Un cadáver más, un enigma más. Y la seguridad de que el camino de las cigüeñas era simplemente un descenso a los infiernos. Observé a la israelí, y vi cómo el viento removía su pelo. Esta vez fue ella la que se detuvo y luego me preguntó.

—¿Quiere ver las cigüeñas?

—Pues… —mi petición me parecía ahora ridícula en medio de aquel rosario de muertos—. Me gustaría, sí.

—Iddo curaba a las cigüeñas.

—Lo sé, por eso…

—Vuelven por la tarde, al otro lado de las colinas.

Miró el horizonte y luego murmuró:

—Espéreme en el kibutz, a las seis. Lo llevaré.

—No conozco el kibutz.

—Cerca de la placita hay una fuente. Los
birdwatchers
viven en ese barrio.

—Muchas gracias…

—Sarah.

—Gracias, Sarah. Yo me llamo Louis. Louis Antioche.


Shalom
, Louis.

Volví por el sendero, bajo las miradas hostiles de los dos hombres. Iba como un sonámbulo, cegado por el sol, abatido por la noticia de aquella nueva muerte. Sin embargo, en aquel momento, solo pensaba en una cosa: los mechones de Sarah iluminados por el sol que ahora me quemaban la sangre.

* * *

El chasquido de un arma me despertó con un sobresalto y abrí los ojos. Me había dormido en el coche aparcado en la placita del kibutz. A mi alrededor, unos hombres me apuntaban con una verdadera artillería. Entre ellos había gigantes de barba castaña y rubios de mejillas sonrosadas. Hablaban entre ellos una lengua oriental, exenta de sonoridades guturales —hebreo—, y la mayoría llevaban
kippa
. Miraban el interior del vehículo con ojos inquisidores. Me gritaron en inglés: «¿Quién eres? ¿Qué vienes a hacer aquí?». Uno de los gigantes golpeó con el puño el cristal del coche y gritó: «¡Abre la ventanilla! ¡Dame el pasaporte!». Para darle más fuerza a sus palabras, montó una bala en la recámara de su fusil. Lentamente, bajé el cristal y le di el pasaporte. El hombre lo agarró y se lo pasó a uno de sus compañeros, sin dejar de apuntarme. Mis documentos circularon de mano en mano. De repente, una voz intervino. Era una voz de mujer, fría y dura. El grupo se separó. Descubrí a Sarah que se abría paso a codazos entre aquellos gigantes. Los empujaba chillando, y golpeaba sus armas, suscitando gritos, insultos y gruñidos. Les quitó mi pasaporte y me lo devolvió con prontitud, sin cesar de insultar a mis asaltantes. Finalmente, los hombres se dieron la vuelta y se marcharon, renegando y arrastrando los pies. Sarah se volvió hacia mí y me dijo en francés:

—Estamos todos un poco nerviosos. Hace una semana, cuatro árabes mataron a tres de los nuestros en un campamento militar, próximo al kibutz. Les clavaron un rastrillo, mientras dormían. ¿Puedo subir?

Condujimos durante unos diez minutos. El paisaje ofrecía de nuevo balsas de aguas negras, hundidas entre hierbas altas muy verdes. Inesperadamente, llegamos a otro valle y tuve que frotarme los ojos para convencerme del espectáculo que se me ofrecía.

Un terreno pantanoso se extendía ante nosotros, tan grande que la vista no podía abarcarlo, enteramente cubierto de cigüeñas. Por todas partes se veía la blancura de su plumaje, las puntas de los picos, agitándose, chapoteando, volando. Eran decenas de miles. Las ramas de los árboles se doblaban bajo su peso. El agua no era más que un hervir de cuerpos mojados, cuellos sumergidos en febril actividad, en la que cada pájaro comía con avidez. Las cigüeñas movían las alas y chapoteaban rápidas, precisas, capturando los peces con su pico acerado. No se parecían a las de Alsacia. Eran muy delgadas, negruzcas. Ya no se molestaban en limpiar su plumaje, o en afanarse por construir con todo cuidado sus nidos. No tenían otra preocupación que la de alcanzar África a su tiempo y a su hora. En el plano científico, estaba ante una verdadera exclusiva ya que los ornitólogos europeos afirmaban que las cigüeñas no pescaban jamás, que se alimentaban únicamente de carne.

El coche empezaba a patinar en las rodadas del sendero. Bajamos. Sarah dijo:

—El kibutz de las cigüeñas. Cada día vienen aquí a millares. Recuperan fuerzas antes de afrontar el desierto de Néguev.

Observé largo rato a los pájaros con los prismáticos. Era imposible decir si alguna de ellas estaba anillada. Por encima de nosotros percibí una oleada, a la vez densa y mareante. Levanté la vista. Grupos enteros volaban a baja altura, de forma continua, uno detrás de otro. Cada cigüeña, nimbada de una luz azulada, seguía su trayectoria deslizándose por el aire tórrido. Estábamos en el corazón del territorio de las cigüeñas. Nos sentamos sobre la hierba seca. Sarah rodeó sus piernas con los brazos y luego apoyó la barbilla en las rodillas. No era tan hermosa como pensé la primera vez que la vi. Su rostro, duro en exceso, parecía reseco por el sol. Sus pómulos sobresalían como dos ángulos pétreos. Su mirada se asemejaba a la de un pájaro que te acariciase con sus plumas lo más hondo del corazón.

—Iddo venía aquí todas las tardes —dijo Sarah—. Iba a pie y recorría estas charcas. Recogía las cigüeñas heridas o agotadas. Si podía, las curaba aquí mismo; si no, se las llevaba a casa. Había preparado un local en el garaje para ello, una especie de hospital para pájaros.

—¿Todas las cigüeñas pasan por esta región?

—Todas, sin excepción. Han variado su ruta para alimentarse en los
fishponds
.

—¿Iddo le habló de la desaparición de las cigüeñas en la primavera pasada?

Sarah me tuteó de forma inesperada:

—¿Qué quieres decir?

—Este año, al regresar de África, las cigüeñas eran menos numerosas que de costumbre. Sin duda, Iddo se había dado cuenta de este fenómeno.

—No me dijo nada.

Yo me preguntaba si Iddo, como Rajko, llevaba un diario. Y si él también trabajaba para Max Böhm.

—Hablas un francés perfecto.

—Mis abuelos nacieron en tu país. Después de la guerra no quisieron regresar a Francia. Fueron ellos los que fundaron los kibutz de Beit-She'an.

—Es un lugar magnífico.

—Según se mire. He vivido siempre aquí, salvo cuando fui a estudiar a Tel-Aviv. Hablo hebreo, francés e inglés. Me licencié en Física en 1987. Y todo para volver a esta mierda, a levantarme a las tres de la mañana, a chapotear en estas aguas apestosas seis día a la semana.

—¿Quieres marcharte?

—¿Y cómo? Vivimos en un sistema comunitario. Todo el mundo gana lo mismo. Es decir, nada.

Sarah levantó la vista hacia los pájaros que pasaban por el cielo enrojecido, con la mano en forma de visera para protegerse de los últimos rayos del sol. Debajo de la sombra que la mano formaba, sus ojos brillaban como el reflejo del agua en el fondo de un pozo.

—Para nosotros, las cigüeñas se inscriben en una tradición muy antigua. Jeremías, en la Biblia, dijo, para exhortar al pueblo de Israel a marcharse:

Todos vuelven a su camino,

como un caballo que se lanza al combate.

Incluso la cigüeña en el cielo

sabe de su momento.

La tórtola, la golondrina y la grulla cumplen

con el tiempo de su migración.

—¿Qué significa eso?

Sarah se encogió de hombros, sin dejar de mirar a los pájaros.

—Significa que yo también aguardo mi hora.

17

La cena fue muy agradable. Sarah me había invitado a su casa. No pensaba en nada, y me dejaba llevar por aquellos momentos de dulzura inesperada.

Cenamos en el jardín de su casa, frente a las franjas rojas y rosadas del crepúsculo. Me servía pitas, esos panecillos redondos, muy planos, que encierran delicias sorprendentes. Aceptaba cada vez que me los ofrecía, aunque tuviese la boca llena. Comí como una lima. El régimen alimenticio israelí lo tenía todo para seducirme. Allí la carne era muy cara y comían sobre todo productos lácteos y verduras. Además, Sarah me había preparado un té perfumado de China, absolutamente natural y puro.

Sarah tenía veintiocho años, ideas violentas y ademanes de hada. Me habló de Israel. Su voz dulce contrastaba con su disgusto. Sarah no participaba del gran sueño de la Tierra Prometida, denunciaba los excesos del pueblo judío, su pasión por la tierra, por su derecho a ella, que llevaba a tantas injusticias, tanta violencia, en un país desgarrado. Me contó los horrores cometidos por ambos bandos: árabes con los miembros rotos, niños judíos apuñalados, los enfrentamientos de la Intifada. Hizo también un extraño retrato de Israel. En su opinión, el Estado hebreo era un verdadero laboratorio de guerra. Constantemente se estaba probando un nuevo sistema de espionaje, una nueva arma tecnológica o un nuevo medio de opresión.

Me habló de su vida en el kibutz, de su duro trabajo, de las comidas en común, de las reuniones del sábado por la noche con la finalidad de tomar «decisiones que conciernen a todos». En esta forma de vida colectiva cada día se parecía al anterior y todavía más al siguiente. Evocó las envidias, el tedio, la sorda hipocresía de la vida comunitaria. Sarah estaba enferma de soledad.

Con todo, insistía en la eficacia de la agricultura del kibutz, recordaba a sus abuelos, los pioneros de origen sefardí que habían fundado las primeras comunidades, después de la Segunda Guerra mundial. Hablaba del valor de sus padres, que murieron trabajando, de su fervor, de su coraje. En aquel momento, Sarah se expresaba como si en ella la judía luchase contra la mujer, lo ideal contra lo individual. Y sus largas manos se movían en el aire puro de la noche como queriendo expresar todas aquellas ideas que hervían en su interior.

Más tarde, me preguntó por mis actividades, por mi pasado, por mi vida parisina. Le resumí los largos años de estudio, y luego le expliqué que ahora me dedicaba exclusivamente a la ornitología. Le describí mi viaje y confirmé mi deseo de observar a las cigüeñas a su paso por Israel. Esta idea fija no le sorprendía en absoluto. Los kibutz de Beit-She'an eran un punto de encuentro para numerosos
birdwatchers
. Apasionados por los pájaros, venidos de todos los rincones de Europa y de Estados Unidos, se instalaban allí durante el período de migración, y pasaban los días, armados con prismáticos, con tomavistas o teleobjetivos, observando vuelos inaccesibles.

Dieron las once. Me atreví por fin a hablar de la muerte de Iddo. Sarah me lanzó una gélida mirada, y luego dijo con voz velada:

—Iddo murió hace cuatro meses. Fue asesinado cuando estaba cuidando las cigüeñas, en el pantano. Los árabes lo sorprendieron. Lo ataron a un árbol y lo torturaron. Le golpearon la cara con piedras hasta triturarle las mandíbulas. Tenía la garganta llena de fragmentos de huesos y dientes. Le rompieron también los dedos y los tobillos. Lo desnudaron y luego lo descuartizaron, con la ayuda de una esquiladora de corderos. Cuando se descubrió el cuerpo, no quedaba más que la piel de la cara, que parecía un máscara mal ajustada. Las entrañas le colgaban del vientre hasta los pies. Los pájaros habían comenzado a devorar el cuerpo.

Hacía una noche absolutamente tranquila y silenciosa.

—Hablas de árabes. ¿Encontraron a los culpables?

—Se piensa que fueron los cuatro árabes de los que te he hablado. Los que mataron a los soldados.

—¿Los detuvieron?

—Están muertos. Nosotros arreglamos nuestras cuentas en nuestras tierras.

—¿Los árabes atacan con frecuencia a los civiles?

—No en esta región. Solo si se trata de militantes activos, como los colonos que has visto esta tarde.

—¿Iddo era militante?

—En absoluto. Sin embargo, últimamente había cambiado. Se había procurado armas, fusiles de asalto y pistolas, curiosamente con silenciador. Desaparecía días enteros con sus armas. Y ya no iba a las balsas. Se había vuelto violento, irascible. Se exaltaba de golpe o permanecía en silencio durante horas.

—¿A Iddo le gustaba la vida en el kibutz?

Sarah soltó una carcajada agria y sarcástica.

—Iddo no era como yo, Louis. A él le gustaban los peces, las balsas, los pantanos, las cigüeñas. Le gustaba volver de noche, cubierto de barro, para encerrarse en su local, con algunos pájaros desplumados —Sarah rió de nuevo, sin alegría—. Pero me quería a mí más, y buscaba el medio de poder sacarnos de este jodido infierno.

Sarah calló un momento, se encogió de hombros, y luego empezó a recoger la mesa.

—La verdad —dijo—, creo que Iddo no se habría ido jamás de aquí. En este lugar era muy feliz. El cielo, las cigüeñas, y yo. En su opinión, esa era la mayor fuerza del kibutz: me tenía siempre a mano.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho: me tenía siempre a mano.

Sarah entró en la casa cargada con los platos y los cubiertos. Le ayudé a quitar la mesa. Mientras ella ponía en orden la cocina, fui a la habitación principal. La casa de Sarah era pequeña y blanca. Según lo que podía ver, había una sala grande, luego un pasillo que llevaba a dos habitaciones, una era la de Sarah, y la otra, la de Iddo. Vi una foto de un joven de anchas espaldas. Su rostro, tostado por el sol, mostraba gran viveza y su aspecto desprendía salud y dulzura. Iddo se parecía a Sarah: el mismo dibujo de las cejas, los mismos pómulos, pero allí donde en su hermana todo era delgadez y tensión, en Iddo todo era vitalidad. En la imagen, Iddo parecía más joven que Sarah, aparentaba tener veintidós o veintitrés años.

Sarah salió de la cocina. Volvimos a la terraza. Abrió un pequeña caja metálica que traía en las manos.

—¿Fumas?

—¿Pitillos?

—No, hierba.

—No, en absoluto.

—No me extraña. Eres un tipo raro, Louis.

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