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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (22 page)

–Pronto se secará y se caerá solo, Whinney.

Se lavó las manos, se echó a la espalda el canasto de grano seco y se dirigió a paso lento a la cueva. La ceremonia del nombre le había recordado demasiado su existencia solitaria. Whinney era una criatura viviente y cálida, mitigaba algo su soledad, pero cuando Ayla llegó a la playa pedregosa, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas involuntaria, inadvertidamente.

Acarició y guió a la yegua por el abrupto sendero que conducía a la cueva, lo cual, en cierto modo, la distrajo de su pena.

–Anda, vamos, Whinney, tú puedes hacerlo. Ya sé que no eres un íbice ni un antílope saiga, pero sólo es cuestión de acostumbrarse.

Llegaron a lo alto de la muralla que conformaba el área de la fachada de su cueva, y entraron. Ayla volvió a atizar el fuego mortecino y se puso a cocer algunos cereales. La yegua comía ahora hierba y grano, y no tenía que ingerir alimentos especiales, pero Ayla le hacía purés porque a Whinney le gustaban.

Se llevó afuera unos cuantos conejos que había cazado durante el día, para desollarlos mientras aún hubiera luz, y enrolló las pieles para cuando pudiese curtirlas. Había acumulado gran provisión de pieles de animales: conejos, marmotas, liebres, todo lo que cazaba. No estaba segura de para qué las utilizaría pero las curtía todas y las guardaba cuidadosamente. Durante el invierno tal vez se le ocurriría darles algún uso; y si el frío era muy intenso, las amontonaría a su alrededor.

No dejaba de pensar en el invierno, a medida que se acortaban los días y bajaba la temperatura. No sabía lo prolongado ni lo riguroso que podría ser, y eso la preocupaba. Un ataque súbito de ansiedad la impulsó a comprobar sus reservas, aunque sabía exactamente lo que tenía. Examinó canastos y recipientes de corteza llenos de carne seca, de frutas y verduras, semillas, nueces y cereales. En el rincón oscuro más alejado de la entrada, inspeccionó montones de raíces y de frutas, enteras y en buen estado, para asegurarse de que no había aparecido ninguna señal de que se estaban pudriendo.

A lo largo de la pared posterior había pilas de leña, estiércol seco de caballo traído del campo y montañas de hierba seca. Otras canastas de grano, para Whinney, estaban apiladas en el rincón opuesto.

Ayla regresó junto al fuego para vigilar cómo se cocía el grano en una canasta trenzada herméticamente y para dar la vuelta a los conejos; pasó junto a su lecho y sus efectos personales a lo largo de la pared, para examinar hierbas, raíces y cortezas colgadas de un tendedero. Había hundido los palos verticales en la tierra apelmazada de la cueva, no muy lejos del hogar, para que los condimentos, las hierbas y las medicinas aprovecharan el calor al secarse, pero sin estar demasiado cerca del fuego.

No tenía que atender a un clan y no necesitaba todas las medicinas, pero había conservado la farmacopea de Iza bien abastecida después de que la vieja curandera cayera enferma, y estaba acostumbrada a recoger plantas medicinales al mismo tiempo que plantas alimenticias. Al otro lado del tendedero de las hierbas había un surtido de materiales diversos: trozos de madera, palitos y ramas, hierbas y cortezas, cueros, huesos, varias piedras y guijarros, incluso un canasto de arena de la playa.

No le gustaba pasar mucho tiempo meditando en el largo invierno que la esperaba, solitaria e inactiva. Pero le constaba que no habría ceremonias con banquetes, ni relatos que escuchar, ni la llegada de nuevos bebés, ni chismes o conversaciones, ni discusiones sobre tradiciones medicinales con Iza y Uba, y que tampoco podría entretenerse en observar a los hombres que discutían tácticas de caza. Por tanto, estaba decidida a pasar el tiempo haciendo cosas –cuanto más difíciles y más tiempo duraran, mejor– para mantenerse lo más atareada posible.

Revisó algunos de los trozos de madera más sólidos, que variaban de tamaño, de pequeños a grandes, para poder confeccionar tazas y tazones de distintos tamaños. Ahuecando el interior y dándole forma con un hacha de mano empleada como azuela y un cuchillo, frotando para suavizarlo con una piedra redonda y arena, podría pasarse días enteros ocupada; se proponía hacer varios. Algunas de las pieles más pequeñas serían convertidas en guantes, polainas, protectores para los pies; otras, sin pelo, serían tan bien trabajadas que quedarían suaves y flexibles como el cutis de un bebé, pero conservando su absorbencia.

Su colección de yuca, hojas y tallos de espadaña, cañas, varitas de sauce y raíces de árboles pasaría a convertirse en canastos tejidos muy apretadamente o más aireados, con diseños intrincados, para cocinar, comer, hacer de recipientes para almacenar, cedazos o bandejas para servir, esteras para sentarse o secar alimentos. Haría cuerdas, de grosores escalonados entre cordel y soga, con plantas fibrosas y cortezas, y también utilizaría con el mismo fin los tendones y la larga cola de la yegua. Fabricaría lámparas de piedra, con huecos poco profundos, que llenaría de grasa y llevarían una mecha de musgo seco que pudiera arder sin humo. Había conservado aparte la grasa de animales carnívoros para aprovecharla en las lámparas. No es que fuera a privarse de comerla llegado el caso, pero su paladar la rechazaba.

Tenía iliones y omoplatos planos que serían convertidos en platos y fuentes; otros huesos se convertirían en cucharones o paletas; emplearía la pelusa de diversas plantas para encender fuego o rellenar, así como plumas y pelos; también se veían varios nódulos de pedernal e instrumentos para darles forma. Había pasado más de un largo día de invierno confeccionando objetos y utensilios similares, necesarios para su existencia; contaba asimismo con un buen surtido de materiales para hacer objetos que no estaba acostumbrada a elaborar, aun cuando había observado a los hombres mientras los fabricaban: armas para cazar.

Quería hacer lanzas, mazas fáciles de manejar con la mano, nuevas hondas. Pensaba que incluso podría intentar hacer boleadoras, aunque para llegar a dominar su manejo hacía falta practicar tanto como para tirar con honda. Brun era el experto con las boleadoras; confeccionar el arma requería extraordinaria pericia. Había que trabajar tres piedras, para hacerlas redondas, y luego atarlas con cuerdas y unirlas con el largo y el equilibrio convenientes.

«¿Le enseñará a Durc?», se preguntó Ayla.

La luz del día estaba desapareciendo, y el fuego casi se había apagado. El grano había absorbido toda el agua y estaba blando. Se sirvió un tazón lleno, agregó más agua y preparó el resto para Whinney. Lo vertió en un canasto impermeable y lo llevó al sitio donde dormía la yegua, contra la pared del lado opuesto a la entrada de la cueva.

Los primeros días pasados abajo, en la playa, Ayla había dormido con la yegua, pero decidió que ésta debería tener su propio lugar en la cueva. Aunque utilizaba estiércol seco para su fuego, no le resultaba muy agradable encontrar excrementos frescos en sus pieles de dormir, y, por lo visto, tampoco a la potranca le hacía gracia. Llegaría el día en que la yegua fuese demasiado grande para dormir con ella, y la cama no era lo bastante grande para ambas, aunque a menudo se tendía y la abrazaba en el rincón que le había preparado.

–Debería ser suficiente –indicó Ayla a la yegua. Se estaba acostumbrando a hablarle, y la yegua comenzaba a responder a ciertas señales–. Espero haber recolectado lo suficiente para ti. Ojalá supiera cuánto duran aquí los inviernos –se sentía algo irritada y un poco deprimida. De no haber sido de noche, habría salido de la cueva para dar un rápido paseo; o mejor aún, una carrera larga.

Cuando la yegua comenzó a mordisquear en su canasta, Ayla le llevó una brazada de heno fresco.

–Aquí tienes, Whinney, mastica esto. Se supone que no debes comerte el plato –Ayla tenía ganas de prestarle una atención especial a su pequeña compañera, rascándola y acariciándola. Cuando se detuvo, la potranca le puso el hocico en la mano y se volvió para presentarle el flanco–. De seguro que sientes comezón –le dijo Ayla, sonriendo, y se puso a rascar de nuevo–. Espera, tengo una idea –regresó al lugar donde estaban ordenados todos sus diversos materiales y encontró un haz de cardos secos. Cuando la flor de la planta se secaba, quedaba convertida en un cepillo espinoso y alargado en forma de huevo. Arrancó una del tallo y la empleó para rascar suavemente su flanco. Poco a poco acabó por cepillar y almohazar todo el pelaje enmarañado de la yegua, ante la evidente complacencia de ésta.

Entonces rodeó el cuello de Whinney con sus brazos y se tendió en el heno fresco, junto al joven y tibio animal.

Ayla despertó sobresaltada. Se quedó muy quieta, con los ojos muy abiertos, llena de sobrecogedores presagios. Algo andaba mal. Sintió una ráfaga fría y contuvo la respiración. ¿Qué era aquel rumor de olfateo? Estaba segura de haberlo oído dominando el ruido de la respiración y el latido del corazón de la yegua. ¿Procedería del fondo de la cueva? Todo estaba tan oscuro que no veía nada.

Tan oscuro..., ¡eso era! No se percibía el resplandor rojizo del fuego mortecino en el hogar. Y su orientación en la cueva no era la correcta. La pared estaba en el lado indebido, y la ráfaga... ¡Otra vez! El olisqueo y la tos. «¿Qué estoy haciendo en la cama de Whinney? Me habré quedado dormida sin cubrir el fuego. Ahora está apagado. Es la primera vez que me quedo sin fuego desde que llegué al valle».

Ayla se estremeció y, de repente, sintió que se le erizaba el vello de la nuca. No tenía palabras, gestos ni conceptos para definir el presentimiento que se apoderaba de ella, pero lo sentía. Los músculos de su espalda se tensaron; algo iba a suceder; algo que guardaba relación con el fuego. Lo sabía con tanta certeza como sabía que estaba respirando. Había experimentado sensaciones parecidas a veces, desde la noche en que siguió a Creb y los mog-ures hasta la pequeña cámara en el fondo de la caverna del clan anfitrión de la Reunión. Creb no la había descubierto porque la pudiera ver, sino porque la podía sentir. Y ella lo había acusado dentro de su cerebro de alguna manera extraña. Entonces había visto cosas que no podía explicarse. Después, a veces, supo cosas. Supo cuándo la estaba mirando Broud, aunque estuviera de espaldas a él. Supo el odio malévolo que abrigaba en su corazón contra ella. Y supo, antes del terremoto, que habría muerte y destrucción en la caverna del clan.

Pero nunca anteriormente había sentido algo con tanta fuerza. Una profunda sensación de angustia, de temor, no por el fuego –de eso sí se dio cuenta–, ni por sí misma. Por alguien a quien amaba.

Se puso en pie silenciosamente y se dirigió a tientas hacia el hogar, esperando encontrar alguna brasa que pudiera atizar. Estaba frío. De repente experimentó el deseo urgente de hacer una necesidad, halló la pared y la siguió hasta la entrada. Una helada racha de viento le apartó el cabello de la cara y removió los carbones del hogar apagado, levantando una nube de cenizas; la joven se estremeció.

Al salir, un fuerte viento la atacó. Inclinándose hacia delante, se agarró a la muralla mientras llegaba al extremo del saliente rocoso por el lado opuesto al sendero, donde arrojaba su basura.

Ninguna estrella adornaba el cielo, pero la capa de nubes difuminaba la luz de la luna en un resplandor uniforme, de manera que la oscuridad exterior era más clara que la del interior de la cueva. Aunque fueron sus oídos, no sus ojos, los que la advirtieron: oyó resoplar y respirar antes de distinguir el movimiento deslizante. Tendió la mano hacia la honda, pero no la llevaba; había bajado la guardia mientras permanecía cerca de su cueva, porque contaba con el fuego para mantener alejados a los intrusos. Pero el fuego estaba apagado y una potrilla era presa fácil para la mayoría de los depredadores.

De pronto oyó una carcajada horrible procedente de la entrada de la cueva. Whinney relinchó y su hin encerraba un matiz de pánico. La potranca se encontraba en la cámara de piedras y su única salida estaba bloqueada por hierbas.

«¡Hienas!», pensó Ayla. Había algo en el loco cloqueo de su risa, en su pelaje zarrapastroso y moteado, en la manera en que se inclinaba su lomo desde las patas delanteras bien desarrolladas y el ancho torso hasta las patas traseras cortas, que les daba un aspecto agazapado, un aire hipócrita que contribuía a provocar su irritación. Y nunca lograría olvidar el grito de Oga al ver, impotente, cómo arrastraban a su hijo. Esta vez iban tras Whinney.

No tenía su honda, pero eso no la detuvo. No era la primera vez que actuaba sin pensar en su propia seguridad cuando alguien más se veía amenazado. Corrió hacia la cueva blandiendo el puño y gritando:

–¡Fuera de aquí! ¡Largo! –eran sonidos verbales, incluso en el lenguaje del Clan.

Los animales se escurrieron fuera. En parte se debió a la seguridad que ella demostraba, y en parte también a que el fuego, a pesar de estar apagado, todavía despedía olor. Pero había otro elemento. El olor de Ayla no era conocido de las bestias, pero se estaban familiarizando con él, y la última vez estuvo acompañado por piedras lanzadas con fuerza.

Ayla palpó dentro de la cueva en busca de la honda, furiosa consigo misma por no poder recordar dónde la había puesto.

«No volverá a suceder –decidió–. La voy a poner en un sitio especial.»

Entonces recogió las piedras que le servían para cocer..., sabía dónde estaban. Cuando una hiena atrevida se aventuró lo suficiente para que su silueta se recortara contra la claridad de la entrada, pudo comprobar que con honda o sin ella, Ayla tenía buena puntería y que las piedras hacían daño. Después de varios intentos más, las hienas decidieron que, al fin y al cabo, la yegua no era una presa tan fácil.

Ayla buscó más piedras a tientas y encontró una de las varas que había estado empleando para marcar el transcurso de los días. Se pasó el resto de la noche junto a Whinney, dispuesta a defender a la potranca aunque fuera con un palo, si era necesario.

Pero mantenerse despierta resultó más difícil. Dormitó un rato justo antes del alba, pero el primer resplandor de la luz mañanera la encontró en el saliente, honda en mano. No había hienas a la vista. Entró para buscar sus abarcas y un manto de piel. La temperatura había bajado sensiblemente. El viento había cambiado durante la noche: soplando desde el nordeste, se encauzaba por el desfiladero hasta que, al verse frenado por la muralla saliente y el recodo del río, soplaba dentro de la cueva en ráfagas desiguales.

Corrió cuesta abajo con la bolsa de agua y rompió una delgada película transparente que se había formado a la orilla del río; el aire olía claramente a nieve. Al romper la fina capa de hielo para sacar agua, se preguntó cómo podía hacer tanto frío si la víspera había hecho tanto calor. Se había confiado demasiado en su rutina. Bastó un cambio repentino de temperatura para recordarle que no podía permitirse ese lujo.

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