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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (17 page)

La mañana del día en que había pensado iniciar su empresa sacó su tienda de cuero y el cuerno de bisonte. Luego revolvió entre el montón que había al pie de la muralla en busca de un hueso plano y fuerte; lo encontró y lo pulió hasta que quedó afilado. Entonces, con la esperanza de que le harían falta, sacó todas las cuerdas y correas que pudo hallar, arrancó lianas de los árboles y lo amontonó todo en la playa pedregosa. Arrastró cargas de madera del río y también de leña seca hasta la playa, con el fin de tener lo suficiente para hacer fuego.

Al anochecer, todo estaba preparado; Ayla iba de un lado a otro de la playa, hasta la muralla saliente, vigilando los movimientos de la manada. Le preocupó ver cómo unas cuantas nubes se acumulaban en el horizonte y deseó que no avanzaran y tapasen el claro de luna con que contaba. Puso a cocer un poco de grano y recogió unas cuantas bayas, pero no pudo comer mucho. Siguió ejercitándose con las lanzas y dejándolas de cuando en cuando.

A última hora, rebuscó entre el montón de madera y huesos hasta encontrar un largo húmero de la pata delantera de un venado, con su nudosa extremidad. Lo golpeó contra un trozo grande de marfil de mamut y resintió el contragolpe en su brazo. El largo hueso estaba intacto; era un buen garrote sólido.

La luna salió antes de que se pusiera el sol. En aquellos momentos Ayla hubiera querido saber algo más acerca de ceremonias de caza, pero las mujeres siempre habían sido excluidas de ellas. Las mujeres traían mala suerte.

«Nunca le he traído mala suerte a nadie más que a mí misma –pensó–, pero antes no se me ocurrió nunca tratar de cazar un animal grande. Ojalá supiera de algo que me diera buena suerte.» Tocó su amuleto y pensó en su tótem. Era su León Cavernario, al fin y al cabo, el que la dejó cazar. «Eso es lo que dijo Creb. ¿Qué otra razón podría haber para que una mujer se volviera más habilidosa con el arma que había escogido que todos los hombres del Clan?» Su tótem era demasiado fuerte para que una mujer... Brun había pensado que eso le daba características masculinas. Ayla esperaba que su tótem volviera a traerle suerte.

El crepúsculo estaba fundiéndose con la oscuridad cuando Ayla se dirigió hacia el recodo del río y vio que los caballos se recogían para dormir. Cogió el hueso plano y el cuero de la tienda y corrió entre las altas hierbas hasta llegar al claro de los árboles por donde solían ir a beber los caballos por la mañana. El follaje verde parecía gris bajo la luz menguante y los árboles más alejados eran siluetas negras recortándose contra un cielo rojizo. A la espera de que la luna arrojara luz suficiente para ver con claridad, Ayla tendió la tienda en el suelo y se puso a cavar.

La superficie estaba apelmazada y dura, pero una vez rota, era más fácil cavar con la azada de hueso afilado. Cuando tuvo un montón de tierra sobre el cuero, lo arrastró hasta el bosque para tirarla. A medida que iba creciendo el hoyo, Ayla ponía el cuero en el fondo de la zanja y lo subía cargado de tierra. Palpaba más que veía lo que estaba haciendo; era un trabajo pesado. Nunca había abierto una zanja ella sola; las grandes zanjas para cocinar, forradas de piedras y empleadas para asar lomos enteros, siempre habían constituido una tarea de la comunidad, realizada por todas las mujeres; pero esta zanja tendría que ser más profunda y más larga.

El hoyo tenía ya la altura de su cintura cuando notó agua entre sus pies; entonces comprendió que no debería haber cavado tan cerca del río. El fondo se llenó rápidamente y Ayla estaba hundida en el barro hasta los tobillos cuando, por fin, renunció a continuar y salió del hoyo, arruinando un borde al alzar el cuero.

«Ojalá sea lo suficientemente profundo, pensó; tendrá que servir; cuanto más cave, más agua entrará». Echó una mirada a la luna, asombrada al ver lo tarde que era. Tendría que trabajar aprisa para terminar y no podría tomarse el breve descanso que había pensado.

Corrió hacia el lugar en que los árboles y los matorrales se amontonaban y, al tropezar con una raíz que no se veía, cayó pesadamente. «No es el momento de descuidarse», pensó, frotándose la espinilla. Le ardían las rodillas y las palmas de las manos; estaba segura de que lo que le corría por la pierna era sangre, pero no la distinguía.

Se dio cuenta de golpe de lo vulnerable que era y sintió pánico.

«¿Y si me rompo una pierna? No hay nadie que pueda ayudarme... si algo me ocurre. ¿Qué estoy haciendo aquí fuera en plena noche? Y encima sin ninguna hoguera... ¿Y si me atacara un animal?» Recordó con toda claridad el lince que se lanzó aquella vez contra ella y tendió la mano hacia la honda porque le pareció ver unos ojos que relucían en la noche.

Comprobó que su arma estaba asegurada en la correa de la cintura; eso la tranquilizó.

«De todos modos, estoy muerta, o se supone que lo estoy. Si algo ha de suceder, sucederá. Ahora no tiene por qué preocuparme eso. Si no me doy prisa, llegará la mañana y no estaré preparada.»

Encontró su montón de maleza y empezó a arrastrar los árboles pequeños hacia la zanja. Había comprendido que no podría rodear a los caballos ella sola y el valle carecía de cañones cerrados; dejándose llevar por la intuición, se le ocurrió algo: era el toque genial para el cual su cerebro –el cerebro que la diferenciaba del Clan mucho más que su aspecto físico– estaba especialmente predispuesto. Si no había cañones en el valle, pensó, tal vez ella podría construir uno.

No importaba que esta idea se hubiera puesto en práctica antes: para ella era totalmente nueva. No le pareció que fuera un gran invento; tan sólo se trataba de una simple adaptación a la manera en que cazaban los hombres del Clan; una adaptación que podría, tal vez, permitir a la mujer matar un animal que ningún hombre del Clan habría soñado cazar por sí solo. Era un gran invento inspirado por su necesidad.

Ayla observaba el cielo con ansiedad a medida que entretejía ramas, formando una barrera en ángulo desde ambos lados de la zanja. Llenaba los huecos y la hacía más alta con maleza, mientras las estrellas centelleaban antes de desaparecer en el cielo oriental. Las primeras avecillas habían comenzado sus gorjeos matinales y el cielo empezaba a palidecer cuando Ayla retrocedió y contempló su obra.

La zanja era más o menos rectangular, algo más larga que ancha y estaba embarrada en los ángulos por donde había sacado las últimas cargas de lodo. Montones aislados de tierra, caída del cuero, estaban regados por la hierba pisoteada en el área triangular definida por las dos paredes de maleza que venían a confluir en el hoyo lodoso. A través de una brecha en la que la zanja separaba las dos vallas, se podía ver el río que reflejaba el brillante cielo oriental. Al otro lado del agua rielante se cernía la abrupta y oscura pared meridional del valle; sólo se distinguían sus contornos cerca de la cima.

Ayla dio una vuelta para comprobar la posición de los caballos. El lado opuesto del valle tenía una inclinación más suave, mientras que se hacía más abrupto hacia el oeste a medida que ascendía para formar la muralla saliente frente a su caverna, para terminar nivelándose en colinas herbosas y ondulantes muy al este, valle abajo. Allí todavía reinaba la oscuridad, pero la joven podía ver ya que los caballos empezaban a ponerse en movimiento.

Cogió el cuero de la tienda y el hueso plano y echó a correr hacia la playa. El fuego estaba casi apagado; echó más leña y, por medio de un palo, consiguió hacerse con una brasa que metió en el cuerno de uro, cogió las antorchas, las lanzas y el garrote y regresó corriendo a la zanja. Puso una lanza en el suelo a cada lado del hoyo, el garrote al lado de una de ellas, y a continuación dio un gran rodeo para situarse detrás de los caballos antes de que éstos se pusieran en marcha.

Y entonces aguardó.

La espera fue más pesada que la larga noche de trabajo. Ayla estaba tensa, nerviosa, preguntándose si su plan saldría bien. Comprobó que su brasa seguía prendida, y esperó; examinó las antorchas, y esperó. Pensó en infinidad de cosas en las que nunca antes había pensado y en lo que debería haber hecho o hecho de forma distinta, y esperó. Se preguntó cuándo iniciarían los caballos su caprichoso movimiento hacia el río, pensó en hostigarlos, pero renunció a hacerlo, y esperó.

Los caballos empezaron a arremolinarse. Ayla pensó que estaban más nerviosos que de costumbre, pero nunca había estado tan cerca de ellos y, por tanto, no podía estar segura. Por fin, la yegua guía echó a andar hacia el río y los demás la siguieron, deteniéndose para pacer mientras avanzaban. Decididamente, se pusieron nerviosos al acercarse al río y oler a Ayla y la tierra revuelta. Cuando la yegua guía pareció querer dar media vuelta, Ayla decidió que había llegado el momento.

Prendió una antorcha con la brasa, luego otra con la primera. Tan pronto como estuvieron ardiendo, echó a correr detrás de la manada, dejando atrás el asta de uro. Corrió, gritando y lanzando aullidos mientras enarbolaba las antorchas, pero estaba demasiado lejos de la manada. El olor a humo despertó su instintivo temor a los incendios de la pradera; los caballos galoparon y la dejaron rápidamente atrás; se dirigían hacia el lugar donde solían beber, pero, al intuir peligro, algunos se desviaron hacia el este. Ayla se desvió en la misma dirección, corriendo lo más aprisa que podía y confiando alejarlos de allí. Mientras se acercaba, vio que otros miembros de la manada se apartaban para evitar la trampa y se precipitó entre ellos con gritos estentóreos. Se apartaron de ella; con las orejas aplastadas y los ollares ensanchados, la dejaron atrás pasándole por ambos lados, chillando de miedo y confusión. Ayla empezaba a sentir pánico también, espantada ante la idea de que todos desaparecieran.

Estaba cerca del extremo este de la barrera de maleza cuando vio que la yegua parda corría hacia ella. Le gritó, sostuvo las antorchas con los brazos abiertos y se lanzó hacia lo que parecía iba a ser una colisión inevitable. En el último segundo la yegua se hizo a un lado, el lado equivocado para ella. Encontró su huida cerrada y se fue al galope hacia el interior de la valla tratando de encontrar una salida. Ayla corría tras ella, sin aliento, sintiendo que le iban a estallar los pulmones.

La yegua vio la brecha, divisó el río y allá se abalanzó. Cuando descubrió la zanja abierta, era demasiado tarde. Juntó las patas para brincar por encima, pero sus cascos resbalaron sobre el borde lodoso: cayó en la zanja con una pata rota.

Ayla corrió, jadeante; recogió la lanza y se quedó mirando a la yegua que tenía los ojos desorbitados de pavor y chillaba, meneando la cabeza y pisoteando el barro. Ayla cogió la lanza con ambas manos, afianzó las piernas y asestó un golpe con la punta hacia el interior del foso. Entonces se dio cuenta de que había hundido la lanza en un flanco y herido al caballo, aunque no mortalmente. Se volvió en busca de la otra lanza y estuvo a punto de caer en el hoyo.

Ayla cogió la otra lanza y esta vez apuntó con más cuidado. La yegua relinchaba de dolor y confusión, y cuando la punta de la otra lanza penetró en su cuello, se lanzó hacia delante en un último y valeroso esfuerzo. Después cayó hacia atrás con un gemido que más parecía un sollozo, con dos heridas y una pata rota. Un fuerte golpe con el garrote puso fin a su agonía.

Ayla fue dándose cuenta poco a poco de lo que acababa de pasar: todavía estaba demasiado aturdida para comprender su hazaña. En el borde de la zanja, pesadamente apoyada en el garrote que todavía tenía sujeto y tratando de recobrar el resuello, contemplaba a la yegua caída en el fondo del hoyo. Con su pelaje grisáceo y enmarañado cubierto de sangre y tierra, el animal había quedado inmóvil.

Entonces, lentamente, comprendió. Un impulso diferente de cuantos había experimentado anteriormente brotó de sus adentros, se hinchó en su garganta y salió por su boca en un alarido primitivo de victoria. ¡Lo había logrado!

En ese momento, en un valle solitario en medio de un vasto continente, en alguna parte cerca de los límites indefinidos entre las desoladas estepas septentrionales del loess y las estepas continentales más húmedas del sur, una joven estaba de pie, con un garrote de hueso en la mano... y se sentía poderosa. Podía sobrevivir. Sobreviviría.

Pero su exaltación duró poco. Al mirar al caballo que yacía en la zanja, se le ocurrió de pronto que no podría sacar al animal entero del hoyo; tendría que descuartizarlo allí mismo, en medio del barro, y luego transportar los trozos a la playa rápidamente, con el pellejo entero en un estado razonablemente bueno, antes de que demasiados depredadores percibieran el olor de la sangre. Tendría que cortar la carne en tiras delgadas, guardar las otras partes que necesitaba, mantener encendidas las hogueras y montar guardia mientras la carne se secaba.

¡Estaba agotada por la horrible noche de trabajo y la enervante cacería! Pero ella no era uno de los hombres del Clan, que, una vez concluida la parte excitante, podían dejar la tarea de despedazar y disponer la carne a las mujeres. El trabajo de Ayla acababa de empezar. Dio un profundo suspiro y saltó al hoyo para rajar el cuello de la yegua.

Volvió a la carrera a la playa en busca de la tienda de cuero y de las herramientas de pedernal; al regresar vio que la manada seguía avanzando por el extremo más apartado del valle. Se olvidó de los caballos mientras se esforzaba, en el escaso espacio de que disponía, cubierto de sangre y lodo, por cortar trozos de carne tratando de no lastimar la piel del animal más de lo que estaba.

Aves carroñeras estaban ya arrancando trozos de carne de los huesos que había arrojado la joven. Cuando tuvo en la tienda toda la carne que era capaz de acarrear, la arrastró hasta la playa, agregó combustible al fuego y amontonó su carga lo más cerca que pudo de la hoguera. Regresó a todo correr arrastrando el cuero vacío, pero ya tenía la honda en la mano y arrojaba piedras a medida que avanzaba y antes de alcanzar la zanja. Oyó el chillido de un zorro y vio que éste se alejaba cojeando. Había podido matar uno de no haberse quedado sin piedras; recogió más piedras del lecho del río y bebió un poco antes de reanudar su tarea.

La piedra fue segura y mortal para el lobo que había desafiado el calor del fuego y trataba de llevarse un buen trozo de carne cuando Ayla regresaba con su segunda carga. Llevó su carne hasta el fuego y regresó para recoger al glotón, esperando tener tiempo para desollarlo: la piel de lobo era particularmente útil para el invierno. Echó más leña al fuego y revisó el montón de madera del río.

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