Read El valle de los caballos Online

Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (15 page)

–La Haduma de Jondalar –dijo, con los hombros sacudidos por los sollozos. De repente le rodeó con sus brazos y le besó; luego echó a correr hacia las tiendas, llorando tan copiosamente que apenas veía por dónde andaba.

Todo el campamento estuvo presente en la despedida. Haduma, de pie junto a Noria cuando Jondalar se detuvo frente a ellas, sonreía manifestando su aprobación con movimientos de la cabeza, pero el rostro de la joven estaba bañado en lágrimas. Lo mismo que había hecho antes, Jondalar tendió la mano, tomó una con el dedo y se la llevó a la boca, y Noria sonrió pero sin dejar de llorar; al volverse para emprender la marcha, el joven vio que el corredor que Jeren había enviado miraba a Noria con expresión enamorada.

Ahora era una mujer, bendecida por Haduma, segura de traer un hijo afortunado al hogar de un hombre. Se había corrido la voz de que había gozado con los Primeros Ritos, y todo el mundo sabía que esas mujeres son las mejores compañeras. Noria era sumamente emparejable y totalmente deseable.

–Dime, ¿crees realmente que Noria haya quedado encinta de un hijo de tu espíritu? –preguntó Thonolan cuando el campamento quedó atrás.

–No lo sabré nunca, pero Haduma es una anciana sabia. Sabe más de lo que nadie sea capaz de imaginar. Creo que tiene «gran magia». Si hay alguien capaz de lograr que eso suceda, es ella.

Caminaron un buen rato en silencio a lo largo del río y, de repente, Thonolan habló.

–Hermano mayor, hay algo que quisiera preguntarte.

–Adelante, pregunta.

–¿Qué magia tienes? Quiero decir que todos hablan de ser elegidos para los Primeros Ritos, pero la verdad es que eso espanta a muchos hombres. Sé de un par de ellos que no aceptaron y, para ser sincero, yo siempre me siento algo torpe. Pero nunca me he negado. Y tú, en cambio... A ti te escogen siempre y nunca te he visto fallar. Todas se enamoran de ti. ¿Cómo lo haces? Te he observado mientras cortejabas en los festivales; no veo que tengas nada especial.

–Yo qué sé, Thonolan –repuso Jondalar, algo confuso–. Sólo trato de tener cuidado.

–¿Y quién no? Es algo más que eso. ¿Cómo dijo Tamen? ¡Ah, sí! «Placer mujer primeros ritos no fácil.» Entonces, ¿cómo complaces a una mujer? Yo me siento muy bien cuando consigo no hacerle mucho daño. Y no es que la tengas de pequeño volumen para facilitar las cosas. Anda, dale algunos consejos a tu hermanito. No me pesaría tener a mi alrededor un grupo de jóvenes beldades.

–Sí, te pesaría –dijo Jondalar deteniéndose y mirándole–. Creo que es una de las razones por las que dejé que me comprometieran con Marona, para tener una excusa –arrugó la frente–. Los Primeros Ritos son algo especial para la mujer. También lo son para mí. Pero muchas jóvenes siguen siendo niñas en muchos aspectos. No han aprendido la diferencia entre correr tras los muchachos y ofrecerse a un hombre. ¿Cómo decirle a una joven con quien acabas de pasar una noche muy especial, que preferirías yacer con una mujer más experimentada si ésta consigue acosarte a solas en un rincón? ¡Gran Doni, Thonolan!, no las quiero lastimar, pero no me enamoro de todas las mujeres con quienes paso una noche.

–Tú no te enamoras; eso es todo, Jondalar.

Jondalar echó a andar aprisa.

–¿Qué quieres decir con eso? He amado a muchas mujeres.

–Amarlas, sí. Pero no es lo mismo.

–¿Tú qué sabes? ¿Te has enamorado alguna vez?

–Unas cuantas veces. Tal vez no haya durado, pero sé reconocer la diferencia. Mira, hermano, no quiero ser indiscreto ni entremetido, pero me preocupas, especialmente cuando te pones de mal humor. Y no hace falta que corras. Me callaré, si lo prefieres.

Jondalar alargó el paso.

–Bueno, tal vez tengas razón –convino–. Quizá nunca me haya enamorado. Puede que no esté en mí el enamorarme.

–¿Qué necesitas? ¿Qué es lo que no tienen las mujeres que conoces?

–Si lo supiera, no creas que... –empezó a decir con enojo, aunque de pronto se interrumpió–. Yo qué sé, Thonolan. Supongo que pretendo tenerlo todo. Quiero una mujer como si se tratara de sus Primeros Ritos..., creo que entonces me enamoraré de esa mujer, de cada una de ellas, al menos durante esa noche. Pero quiero una mujer, no una muchacha. La quiero sincera, anhelante y complaciente sin fingimientos, pero no me atrae estar obligado a ser tan cuidadoso con ella. Quiero que tenga espíritu, que sepa lo que realmente piensa. La quiero joven y vieja, inocente y sabia, todo ello a la vez.

–Eso es querer demasiado, hermano.

–Bueno, tú preguntaste. –Ambos caminaron en silencio un buen trecho.

–¿Qué edad dirías tú que tiene Zelandoni? –preguntó Thonolan–. ¿Tal vez un poco más joven que Madre?

–¿Por qué? –preguntó Jondalar, poniéndose rígido.

–Dicen que fue realmente bella de joven, hace unos cuantos años. Algunos de los ancianos dicen que nadie puede compararse ni de lejos con ella. Me resulta difícil decirlo, pero cuentan que es joven para ser la Primera entre Quienes Sirven a la Madre. Dime algo, hermano mayor, ¿es cierto lo que cuentan de ti y de Zelandoni?

Jondalar se detuvo y volvió lentamente el rostro hacia su hermano.

–Habla, ¿qué cuentan de mí y de Zelandoni? –preguntó con los dientes apretados.

–Lo siento. He ido demasiado lejos. Olvida lo que te he preguntado.

Capítulo 5

Ayla salió de la caverna a la repisa de piedra que había delante, frotándose los ojos y estirándose. El sol estaba todavía muy bajo al este y ella se protegió los ojos mientras buscaba los caballos con la mirada. Mirar a los caballos al despertarse por la mañana se había convertido ya en un hábito, aunque sólo llevaba allí unos pocos días. Eso contribuía a hacer su existencia solitaria un poco más soportable, porque pensaba que estaba compartiendo el valle con otras criaturas vivientes.

Empezaba a darse cuenta del giro de sus movimientos, adónde iban a beber por la mañana, los árboles de sombra que preferían por la tarde y ya los distinguía a unos de otros. Estaba el potro del año cuyo pelaje gris era tan claro que parecía casi blanco, excepto donde se oscurecía a lo largo de la franja característica del lomo y el extremo de las patas y las tiesas crines gris oscuro. Y estaba la yegua parda con su potrillo color heno, cuyo pelaje era igual al del caballo padre. Y el orgulloso jefe cuyo lugar sería ocupado algún día por alguno de los añojos a los que apenas toleraba o quizá por uno de la siguiente camada o de la otra. El semental amarillo pálido, con la franja salvaje marrón oscuro, del mismo color que la parte inferior de las patas, estaba en la flor de la edad; su estampa así lo demostraba.

–Buenos días, clan de los caballos –expresó Ayla por medio de señas haciendo el gesto que se empleaba comúnmente para saludar, con un leve matiz que lo convertía en saludo matutino–. Me he quedado dormida hasta muy tarde esta mañana. Ya habéis tomado vuestro baño matinal..., creo que voy a imitaros.

Corrió con ligereza hacia el río, ya familiarizada con la abrupta senda para no dar un paso en falso. Lo primero que hizo fue beber; después se quitó el manto para nadar un rato. Era el mismo manto, pero lo había lavado y raspado para suavizar el cuero. Su afición natural por el aseo y el orden había sido fomentada por Iza, cuya amplia farmacopea de hierbas medicinales imponía el orden para evitar hacer mal uso de las mismas, lo que comprendía el peligro del polvo, la suciedad y las infecciones. Una cosa era tolerar cierta suciedad cuando se va de viaje y no se puede evitar; pero no cuando había un arroyo rutilante tan cerca.

Se pasó las manos por la espesa cabellera rubia que le caía en ondas mucho más abajo de los hombros. «Voy a lavarme el pelo», decidió. Había encontrado saponaria tras el recodo y fue a arrancar unas cuantas raíces. Mientras regresaba dejando correr su mirada por encima del río, observó la enorme roca que salía del agua poco profunda: tenía depresiones como platos. Cogió una piedra redonda y llegó vadeando a la roca. Enjuagó las raíces, vertió agua en una depresión y golpeó la raíz de saponaria para obtener la rica y espumosa saponina. Cuando hubo conseguido la espuma, se humedeció el cabello, lo cubrió con ella y lavó el resto de su cuerpo antes de zambullirse en el río para enjuagarse.

Una gran parte de la muralla saliente se había desmoronado en alguna época pasada. Ayla trepó por la parte que estaba bajo el agua y se encaramó a la superficie que emergía, hasta un lugar calentado por el sol. Un canal donde el agua le llegaba a la cintura del lado de la orilla convertía la roca en una isla, sombreada en parte por un sauce cuyas ramas pendían sobre el agua mientras las raíces descubiertas se aferraban al borde del agua como dedos huesudos. Rompió una ramita de un arbusto cuyas raíces habían encontrado asimiento en una grieta, la peló con los dientes y la usó como peine para desenredar sus cabellos mientras se secaban al sol.

Contemplaba el agua con expresión soñadora, tarareando para sí, cuando un ligero movimiento atrajo su atención. Súbitamente atenta, descubrió a través del agua la forma plateada de una enorme trucha que reposaba entre las raíces. «No he comido pescado desde que dejé la caverna», pensó, y al mismo tiempo recordó que tampoco había desayunado.

Deslizándose en silencio por el agua por el lado más alejado de la roca, nadó río abajo un trecho y después vadeó hacia el agua poco profunda. Metió la mano en el agua, dejó colgar los dedos, y lentamente, con una paciencia infinita, volvió río arriba. Al acercarse al árbol, vio que la trucha tenía la cabeza contra la corriente, ondulando ligeramente para mantenerse en el mismo sitio bajo la raíz.

Los ojos de Ayla brillaban de excitación; sin embargo, extremó la cautela, pisando cuidadosamente con un pie tras otro al aproximarse al pez. Adelantó la mano hasta que la tuvo justo debajo de la trucha, con el propósito de buscar a tientas las agallas. De repente asió al pez y, con un movimiento firme, lo sacó del agua, lanzándolo a la orilla. La trucha se contorsionó y luchó un momento hasta quedar inmóvil.

Contenta de sí misma, Ayla sonrió. Le había costado mucho aprender a sacar un pez del agua desde que era niña, y todavía se sentía igual de orgullosa que cuando lo consiguió por vez primera. Vigilaría el lugar, consciente de que sería utilizado por una sucesión de inquilinos. Éste era lo suficientemente grande para servir de algo más que de desayuno, pensó mientras recogía su presa..., disfrutando por anticipado el sabor de la trucha fresca asada sobre piedras calientes.

Mientras se cocinaba su desayuno, Ayla se ocupó en confeccionar una canasta con yuca que había recogido el día anterior. Era una canasta sencilla, funcional, pero con ligeras variantes en el tejido. Ayla creaba un cambio de textura por simple gusto, aplicándole un diseño sutil. Trabajaba rápidamente, pero con tanta habilidad que la canasta sería impermeable. Agregando piedras muy calientes, podría usarse como olla para cocer, mas no era esto lo que se proponía mientras le daba forma: preparaba un contenedor para almacenar, ya que pensaba en todo lo que tendría que hacer para abastecerse con vistas a la estación fría que se avecinaba.

«Las grosellas que recogí ayer estarán secas en unos cuantos días», calculó, mirando las bayas redondas y rojas extendidas sobre esteras de hierba en el pórtico. «Para entonces habrá muchas más maduras; también abundarán los arándanos, pero no le voy a sacar gran cosa a ese manzanito retorcido. El cerezo está lleno, pero las cerezas están casi demasiado maduras. Si quiero recoger unas pocas, tendrá que ser hoy mismo. Las semillas de girasol estarán buenas, con tal de que los pájaros no acaben primero con ellas. Creo que cerca del manzano había avellanos, pero son mucho más pequeños que los de la caverna pequeña; estoy segura. Me parece que esos pinos son de los que tienen piñas grandes repletas de piñones; ya veré después. ¡Ojalá esté pronto ese pescado!

»Tengo que poner a secar verduras y liquen, y setas y raíces. No tendré que secar todas las raíces, algunas se conservarán bastante bien en el fondo de la caverna. ¿Me harán falta más semillas de quenopodio? Son tan pequeñas que nunca parece que haya suficientes. Pero el grano merece la pena, y en la pradera hay algunas espigas que están maduras. Hoy recogeré cerezas y grano, pero necesitaré más canastos para guardar cosas. Quizá pueda hacer algunos recipientes con corteza de abedul. Ojalá tuviera unos cuantos pellejos para hacer cajas grandes.

»Siempre parecía que sobraban pieles para hacer pellejos cuando vivía con el Clan. Ahora me conformaría con tener más pieles de abrigo para el invierno. Los conejos y los hamsters no son lo suficientemente grandes para hacer un manto, están flacos. Si pudiera cazar un mamut me sobraría grasa incluso para las lámparas. Y no hay nada tan bueno y nutritivo como la carne de mamut. ¿Ya estará hecha la trucha?» Retiró una hoja húmeda y pinchó el pescado con un palito. «Le falta un poco.»

«Sería bueno tener algo de sal, pero no hay mar por aquí. La fárfara tiene sabor salado y otras hierbas pueden contribuir a dar ese sabor. Iza conseguía que cualquier cosa estuviera sabrosa. Tal vez pueda ir a la estepa y ver si encuentro perdiz blanca, para prepararla como le gustaba a Creb.»

Sintió que se le hacía un nudo en la garganta al pensar en Iza y Creb, y meneó la cabeza como si tratara de poner fin a tales pensamientos o, por lo menos, a las lágrimas que estaban a punto de saltársele.

«Necesito un soporte para colocar hierbas, plantas para infusiones y medicinas. Podría caer enferma. Puedo tronchar algunos árboles para hacer los postes, pero me harán falta correas nuevas para atarlos. Así, cuando se sequen y se encojan, aguantarán. Con toda la madera seca y la del río, tal vez no necesite cortar árboles para hacer leña, y hay estiércol de caballo; arde bien cuando está seco. Hoy comenzaré a llevar leña a la caverna, y pronto tendré que hacer algunas herramientas. He tenido suerte al hallar pedernal. Ese pescado tiene que estar ya hecho.»

Other books

Yours, Mine, and Ours by Maryjanice Davidson
The Third Target by Rosenberg, Joel C
Last Chance Saloon by Marian Keyes
Their Ex's Redrock Three by Shirl Anders
Scavengers: July by K.A. Merikan
The Keepsake by Tess Gerritsen
Loku and the Shark Attack by Deborah Carlyon
Wintertide by Sullivan, Michael J.


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024