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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (23 page)

«Iza se habría enojado mucho conmigo si me hubiera ido a acostar dejando el fuego descubierto. Ahora tendré que encender uno nuevo. No creí que el viento fuera a soplar dentro de mi cueva: siempre llega del norte. Eso puede haber contribuido a apagar el fuego. Debería haberlo dejado cubierto, pero la madera flotante arde tan aprisa cuando está seca..., no mantiene bien un fuego. Quizá debería cortar unos cuantos árboles verdes; tardan más en prender, pero arden más despacio. Podría también cortar palos para hacer una mampara contra el viento, y traer más leña. Cuando empiece a nevar será más difícil conseguirla. Voy por mi hacha de mano para cortar los árboles antes de encender el fuego. No quiero que el viento me lo apague antes de tener hecho un cortavientos.»

Recogió unos cuantos trozos de madera de río al regresar a la cueva. Whinney estaba en el saliente y relinchó para saludarla, empujándola para que la hiciera caricias. Ayla sonrió, pero entró rápidamente en la cueva, seguida de cerca por la yegua, que intentaba meter el hocico bajo la mano de la joven.

«Está bien, Whinney», pensó Ayla, después de dejar en el suelo agua y leña. Acarició a la yegua y la rascó un momento, después metió algo de grano en su canasta. Comió un resto de conejo del día anterior y con gusto habría bebido un líquido caliente, pero tuvo que conformarse con agua. Hacía frío en la cueva. Se sopló la manos y poco después las metió debajo de las axilas para calentarlas; al poco rato cogió una canasta de herramientas que tenía al lado de la cama.

Había confeccionado algunas nuevas poco después de llegar y tenía la intención de hacer otras más adelante, pero siempre surgía algo que parecía más importante. Cogió su hacha de mano y la sacó fuera para verla mejor a la luz. Cuando se manejaba debidamente, un hacha de mano podía afilarse sola; por lo general se desprendían diminutas lajas del filo con el uso, por lo que cada vez estaba más afilada. Pero si se la manejaba mal, se podía desprender una laja grande o incluso hacerse añicos la frágil piedra.

Ayla no se fijó en el ruido de los cascos de Whinney, que se acercaba a ella por detrás: estaba demasiado acostumbrada a aquel sonido. La potrilla trató de meter el hocico en la mano de Ayla.

–¡Oh, Whinney! –exclamó, mientras la quebradiza hacha de pedernal caía sobre la dura roca del saliente y se partía en pedazos–. Era mi única hacha de mano. La necesito para cortar leña. «No sé lo que me está pasando –pensó–. Mi fuego se apaga justo cuando comienza el frío. Vienen hienas como si no esperasen que hubiera fuego, todas dispuestas a atacarte. Y ahora se me rompe la única hacha de mano que tenía.» Empezaba a preocuparse, una racha de mala suerte no era sin duda un buen presagio. «Y ahora, antes que nada, tendré que hacer otra hacha de mano.»

Recogió las piezas rotas –podrían ser aprovechadas para convertirlas en otra cosa– y las dejó junto al hogar apagado. De un hueco de detrás de su cama sacó un bulto envuelto en la piel de una enorme marmota y sujeto con una cuerda, y se lo llevó a la playa pedregosa.

Whinney la siguió, pero cuando se dio cuenta de que con sus empujones y frotamientos de nariz no conseguía que la joven la acariciara, sino que, por el contrario, ésta la rechazaba, la dejó con sus piedras y se fue a pasear por el valle.

Ayla desató reverentemente el bulto, con sumo cuidado, en una actitud asimilada desde pequeña al observar a Droog, el maestro tallador de herramientas del clan. Dentro había toda clase de objetos; el primero que cogió fue una piedra ovalada. La primera vez que trabajó el pedernal se buscó una piedra-martillo que encajara bien en su mano y tuviese la resistencia debida para golpear pedernal. Todas las herramientas de piedra eran esenciales, pero ninguna tenía tanta importancia como la piedra-martillo. Era el primer instrumento que entraba en contacto con el pedernal.

La suya sólo tenía unas cuantas mellas, a diferencia de la piedra-martillo de Droog, casi destrozada por el uso constante. Aun así no había forma de convencerle para que la desechara; cualquiera podía hacer una herramienta de pedernal, más o menos basta, pero las verdaderamente buenas eran fabricadas por expertos talladores de herramientas que cuidaban sus utensilios y sabían cómo tener contento al espíritu de una piedra-martillo. Ayla se preocupaba por el espíritu de su piedra-martillo por vez primera. Era mucho más importante ahora, cuando ella tenía que ser su propio maestro tallador de herramientas. Sabía que era necesario efectuar rituales para evitar la mala suerte si se rompía una piedra-martillo, para aplacar al espíritu de la piedra y convencerlo de que se alojara en una nueva, pero ella ignoraba cuáles eran.

Puso la piedra-martillo a un lado y examinó un fuerte trozo de hueso de la pata de un rumiante en busca de señales de astillado desde la última vez que lo usó. Después del martillo de hueso examinó un retocador: el canino de un enorme felino, que había arrancado de una quijada descubierta en el montón de desechos al pie de la muralla, y a continuación examinó las demás piezas de hueso y de piedra.

Había aprendido a tallar el pedernal a fuerza de observar a Droog, y también con la práctica; a él no le importaba enseñarle a trabajar la piedra. Ella prestaba atención y sabía que él aprobaba sus esfuerzos, pero no la consideraba su discípula: no valía la pena tomar en cuenta a una hembra porque el número de herramientas que estaban autorizadas a fabricar era limitado. No podían elaborar herramientas que se utilizaran para cazar ni para hacer armas. Ayla había descubierto que las herramientas que usaban las mujeres no eran tan diferentes: al fin y al cabo, un cuchillo era un cuchillo, y una lasca con muescas podía utilizarse para sacar punta a un palo de cavar o una lanza.

Miró sus utensilios, cogió un nódulo de pedernal y después lo dejó. Para tallar en serio el pedernal le hacía falta un yunque, algo para colocar la piedra encima mientras la trabajaba. Droog no necesitaba yunque para hacer un hacha, pero Ayla había descubierto que tenía un mejor control cuando podía apoyar el pesado pedernal, aunque podía improvisar herramientas más o menos perfectas hasta sin yunque. Quería una superficie firme y plana que no fuera demasiado dura, pues el pedernal podía hacerse añicos por efecto de fuertes golpes. Lo que Droog usaba era el hueso de la pata de un mamut, y decidió buscar en el montón de huesos por si encontraba alguno.

Trepó por el montón de huesos, piedras y maderas. Había colmillos; tendría que haber también huesos de pata. Encontró una rama larga y la utilizó como palanca para mover trozos pesados, pero se quebró cuando intentaba levantar un tronco. Entonces encontró un colmillo pequeño de marfil, de algún mamut joven, que resultó mucho más fuerte. Finalmente, cerca de la orilla del montón que estaba más próxima a la muralla interior, descubrió lo que buscaba y se las arregló para sacarlo de entre la masa de desechos.

Mientras arrastraba el hueso de la pata hacia donde estaba trabajando, atrajo su mirada el brillo de una piedra de un gris amarillento que relucía bajo la luz del sol y lanzaba destellos por todas sus facetas. Le pareció conocida, pero sólo cuando se detuvo para recoger un trozo de pirita de hierro supo el porqué.

«Mi amuleto –pensó, tocando la bolsita de piel que llevaba colgada del cuello–. Mi León Cavernario me dio una piedra como ésta para decirme que mi hijo viviría.» De repente se percató de que, desperdigadas por toda la playa, había piedras gris amarillentas como aquélla brillando al sol; al reconocerlas se percató de que estaban allí aunque anteriormente no se había fijado en ellas. También se dio cuenta de que las nubes se estaban disipando. «Era la única cuando encontré la mía. Aquí no tienen nada de especial, las hay por todas partes.»

Dejó caer la piedra y siguió arrastrando el hueso de la pata de mamut playa abajo; allí se sentó y la colocó entre sus piernas. Se cubrió el regazo con la piel de marmota y cogió de nuevo el pedernal. Le dio vueltas y vueltas, mientras reflexionaba acerca de cuál sería el punto más idóneo para asestar el primer golpe, pero no podía calmarse y concentrarse: algo la preocupaba. Pensó que su desazón la provocaban las piedras duras, desiguales y frías en que estaba sentada. Corrió hasta la cueva en busca de una estera y bajó también su perforador y su plataforma para hacer fuego, así como un poco de yesca.

«¡Qué contenta me voy a poner en cuanto prenda el fuego! Ha transcurrido ya media mañana y sigue haciendo frío.»

Se instaló en la estera, con los instrumentos para hacer herramientas al alcance de la mano, tiró del hueso de pata hasta tenerlo en posición y colocó el cuero sobre sus rodillas. Entonces agarró la piedra de un gris gredoso y la puso sobre el yunque. Asió la piedra-martillo, la sopesó varias veces hasta sujetarla convenientemente y volvió a dejarla.

«¿Qué es lo que me pasa? ¿Por qué estoy tan inquieta? Droog siempre pedía ayuda a su tótem antes de empezar; tal vez sea eso lo que necesito.»

Aferró el amuleto con la mano, cerró los ojos y respiró profundamente varias veces para calmarse. No hizo ninguna petición específica..., sólo intentó llegar al espíritu del León Cavernario con la mente y con el corazón. El espíritu que la protegía era parte de ella, estaba dentro de su ser; así se lo había explicado el viejo mago... y así lo creía ella.

Tratar de llegar al espíritu de la enorme bestia que la había escogido tuvo un efecto tranquilizante. Sintió cómo se relajaba, y al abrir los ojos flexionó los dedos y cogió de nuevo la piedra-martillo.

Una vez que los primeros golpes quebraron la corteza gredosa, Ayla se detuvo para examinar con mirada crítica el pedernal. Tenía buen color, un brillo gris oscuro, aunque el grano no era de lo más fino. Pero no había rebabas; más o menos lo adecuado para un hacha de mano. Muchos de los gruesos trozos que caían, mientras comenzaba a darle forma al pedernal, podrían ser aprovechados. Tenían una protuberancia, un bulbo de percusión, en el extremo del punto donde había golpeado la piedra-martillo, pero estaban muy afilados. Muchos tenían ondulaciones semicirculares que dejaban en el núcleo una profunda cicatriz, pero estas hojas se podían destinar para usos tales como cortar, trocear carne con la piel y el cuero o como hoz para cortar hierba.

Cuando Ayla logró la forma general que deseaba, cogió el martillo de hueso. El hueso era más blando, más elástico, y no dañaría el filo delgado y agudo, aunque algo irregular, como lo haría la piedra. Apuntando cuidadosamente, asestó un golpe muy cerca del filo desigual. A cada golpe se desprendieron lascas más largas y delgadas, con un bulbo de percusión más aplastado y filos menos desiguales. En mucho menos tiempo del empleado en prepararse, la herramienta estaba terminada.

Tenía unos quince centímetros de largo y su silueta presentaba forma de pera, con un extremo agudo, pero plano; su corte transversal era duro y desde la punta arrancaban unos filos cortantes a lo largo de sus caras inclinadas. Su base redonda estaba formada para encajar en la mano. Podía usarse como hacha para cortar madera, como azuela o tal vez para confeccionar un tazón. Con ella se podría romper un trozo de marfil de mamut para reducir su tamaño, así como los huesos de cualquier animal al descuartizarlo. Era una herramienta fuerte para golpear y apropiada para infinidad de usos.

Ayla se sentía mejor, menos contrariada, dispuesta a practicar la técnica más avanzada y difícil. Cogió otro nódulo gredoso de pedernal y su piedra-martillo, y golpeó la cubierta exterior; la piedra tenía un defecto: la superficie gredosa se extendía por el interior gris oscuro hasta el centro del nódulo; esto la hacía inutilizable. La concentración de Ayla se dispersó totalmente. Volvió a irritarse; dejó su piedra-martillo sobre los guijarros de la playa.

«Otra vez la mala suerte, otro mal presagio.» No quería creerlo, no quería renunciar. Miró de nuevo el pedernal, se preguntó si podría sacarle algunos trozos aprovechables y volvió a coger el martillo. Rompió un pedazo, pero había que retocarlo, de modo que dejó el martillo y tendió la mano hacia un retocador de piedra. Pero casi no se fijó en los demás útiles: tenía la mirada clavada en el pedernal cuando cogió una piedra de la playa... y se produjo un suceso que habría de cambiar su vida.

No todos los inventos surgen de la necesidad; a veces una afortunada casualidad desempeña un papel decisivo. Lo que importa es saber apreciar lo que se ha conseguido. Allí estaban todos los elementos, pero sólo la casualidad los había colocado de la manera adecuada. Y la suerte fue el ingrediente principal. Nadie, y menos la joven que estaba sentada en una playa pedregosa de un valle solitario, habría soñado con realizar a propósito semejante experimento.

Cuando la mano de Ayla se tendió hacia el retocador de piedra, tropezó, en cambio, con un trozo de pirita de hierro aproximadamente del mismo tamaño. Cuando golpeó el pedernal de la piedra imperfecta que había partido, la yesca seca de su cueva estaba a corta distancia; la chispa producida por las dos piedras voló hacia la bola de fibra peluda. Más importante aún: Ayla estaba mirando precisamente en aquella dirección cuando voló la chispa, aterrizó en la yesca, ardió un instante y produjo una plumita de humo antes de apagarse.

Ahí residió la afortunada casualidad. Ayla aportó el reconocimiento y los demás elementos necesarios: comprendía el proceso de hacer fuego, necesitaba fuego y no tenía miedo de intentar hacer algo nuevo. Incluso así, tardó un rato en reconocer y apreciar lo que acababa de observar. Lo primero que la intrigó fue el humo; tuvo que pensarlo antes de establecer la relación entre la plumita de humo y la chispa, pero entonces la chispa la intrigó más aún. ¿De dónde había salido? Entonces fue cuando se fijó en la piedra que tenía en la mano.

¡No era la piedra apropiada! No era su retocador, era una de esas piedras brillantes que había desperdigadas por toda la playa. Pero no dejaba de ser piedra, y la piedra no arde. Y, sin embargo, algo había producido una chispa que había sacado humo de la yesca. La yesca había echado humo, ¿o no?

Recogió la bola de fibra peluda, todavía convencida de que había imaginado el humo, pero el agujerito negro le dejó hollín en el dedo. Volvió a recoger la pirita de hierro y la miró detenidamente. ¿Cómo había salido la chispa de la piedra? ¿Qué había hecho ella, Ayla? El nódulo de pedernal: había golpeado el pedernal. Se sentía un tanto ridícula cuando volvió a golpear una piedra contra la otra; no sucedió nada.

«¿Qué me había creído?», pensó. Entonces volvió a golpearlas una contra otra con más fuerza, rápidamente, y vio volar una chispa. De repente se abrió paso una idea que había estado formándose con timidez en su mente; una idea extraña, excitante, y también algo alarmante.

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