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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (26 page)

Al acercarse, Jondalar se lanzó hacia delante, tratando de rebasar al último rezagado: un joven rinoceronte que todavía no era adulto y al que le costaba bastante seguir a los demás. El hombre alto se plantó delante de él poniéndose a gritar y agitar los brazos, tratando de atraer la atención del animal para que cambiara de rumbo o dejase de correr. Pero el animal, siguiendo hacia el norte con la misma determinación tenaz de los otros, ignoró al hombre. Al parecer iba a costarles distraer a alguno de ellos, y empezó a preocuparse: la tormenta se acercaba más aprisa de lo que él había previsto.

Con el rabillo del ojo observó que Jetamio le había dado alcance, y eso le sorprendió. Ahora cojeaba más, pero se movía velozmente. Jondalar aprobó inconscientemente con una inclinación de cabeza. Los de la partida de caza avanzaban, tratando de rodear a un animal y de provocar la desbandada de los demás. Pero los rinocerontes no eran animales gregarios, sociables ni fáciles de conducir o espantar. Los rinocerontes lanudos eran criaturas independientes, pendencieras, que pocas veces se juntaban en grupos mayores que una familia, y peligrosamente caprichosas. Los cazadores inteligentes se mostraban muy cautelosos con respecto a ellos.

Por acuerdo tácito, los cazadores se concentraron en el joven rezagado, pero los gritos del grupo que se acercaba rápidamente no sirvieron para espolearle ni detener su carrera. Finalmente, Jetamio consiguió atraer su atención quitándose la capucha y agitándola en su dirección. El animal se quedó frenado, volvió la cabeza hacia el movimiento y pareció decididamente indeciso.

Eso dio a los cazadores la oportunidad de alcanzarle. Se desplegaron alrededor de la bestia: los que tenían las lanzas más pesadas, más cerca, los de lanzas ligeras, detrás formando un círculo, dispuestos a correr en defensa de los que iban más pesadamente armados en caso de necesidad. El rinoceronte se detuvo; no parecía darse cuenta de que el resto de su grupo se alejaba rápidamente. De pronto empezó a correr de nuevo, pero algo más despacio, girando hacia la capucha que ondeaba al viento. Jondalar se acercó más a Jetamio y observó que Dolando hacía lo mismo.

Entonces un joven, al que Jondalar reconoció como uno de los que se quedaron en la barca, agitó su capucha y corrió delante de todos frente al animal. El sorprendido rinoceronte abandonó su carrera loca en dirección a la joven y echó a correr hacia el hombre. El blanco en movimiento, más grande, era más fácil de seguir, incluso con una visión limitada; la presencia de tantos cazadores engañó a su agudo olfato. Justo cuando se estaba acercando, otra silueta que corría se interpuso entre él y el joven. El rinoceronte lanudo interrumpió nuevamente su carrera, tratando de decidir cuál de los dos blancos en movimiento habría de perseguir.

Cambió de dirección y se lanzó a la carga tras el segundo, que estaba tan tentadoramente cerca. Pero entonces otro cazador se interpuso, agitando una amplia capa de piel, y cuando el animal se acercó, otro más pasó muy cerca, tan cerca que dio un tirón a la pelambre rojiza de la cara. El rinoceronte empezaba a sentirse algo más que confuso: estaba enojándose, y su enojo era asesino. Roncó, piafó y, al ver otra de las siluetas desconcertantes que corrían, se abalanzó hacia ella a toda velocidad.

El joven de la gente del río tenía serias dificultades para mantener la delantera, y cuando cambió el rumbo, el rinoceronte hizo lo propio. Sin embargo, el animal estaba cansándose. Había estado persiguiendo uno tras otro a los fastidiosos corredores, de acá para allá, sin poder alcanzar a ninguno. Cuando otro cazador más, agitando su capucha, se lanzó frente a la bestia lanuda, ésta se detuvo, agachó la cabeza hasta que su gran cuerno frontal tocó la tierra, y se concentró en la figura que, cojeando un poco, se movía justo fuera de su alcance.

Jondalar echó a correr hacia ellos, lanza en ristre. Era preciso matar antes de que el rinoceronte recobrara el aliento. Dolando, acercándose desde otro punto, tenía la misma intención, y otros más estaban acercándose. Jetamio agitó su capucha, acercándose con prudencia, tratando de mantener el interés del animal. Jondalar esperaba que estuviera tan agotado como parecía. La atención de todos estaba fija en Jetamio y el rinoceronte. Jondalar nunca supo el motivo que le hizo desviar la mirada hacia el norte..., tal vez un movimiento periférico.

–¡Cuidado! –gritó, lanzándose a la carrera–. ¡Al norte, un rinoceronte!

Pero su acción fue considerada como inexplicable por lo demás: no entendían sus gritos. Tampoco vieron a la hembra encolerizada que arremetía contra ellos a la carga.

–¡Jetamio! ¡Jetamio! ¡Norte! –volvió a chillar, agitando el brazo y apuntando con la lanza.

Ella miró hacia el norte, hacia donde él señalaba, y gritó una advertencia al joven contra el que cargaba la hembra. Los demás corrieron entonces en su auxilio, olvidándose por un instante del pequeño. Quizá estuviera ya descansado o tal vez el olor de la hembra que corría hacia ellos le hubiese revivido, pero de repente el joven macho acometió a la persona que agitaba una capucha tan provocativamente próxima.

Jetamio tuvo suerte al encontrarse tan cerca: el animal no tuvo tiempo para tomar impulso y su ronquido, al iniciar la carrera, hizo que la joven, así como Jondalar, lo mirasen. Ella retrocedió, esquivando el cuerno del rinoceronte, y corrió detrás de él.

El rinoceronte perdió velocidad, buscando el blanco que se había esfumado, y no enfocó al hombre alto que cubría la distancia a largos trancos. Y entonces fue ya demasiado tarde. Su ojillo perdió la capacidad de enfocar; Jondalar hundió la pesada lanza en la abertura vulnerable y la atravesó hasta la sesera. Segundos después, toda su visión desapareció cuando la joven metió su lanza en el otro ojo. El animal pareció sorprendido, trastabilló, cayó de rodillas y cuando la vida dejó de sostenerlo, se desplomó.

Se produjo un alboroto. Los dos cazadores alzaron la vista y echaron a correr en direcciones opuestas: la hembra adulta de rinoceronte arremetía contra ellos, pero frenó junto al pequeño, dio unos pasos más antes de pararse del todo: con el cuerno empujó al rinoceronte tendido en el suelo con una lanza en cada ojo, incitándolo a que se levantara. Entonces volvió la cabeza de un lado a otro, cambiando el peso de una pata a otra como si tratara de hacerse a la idea.

Algunos cazadores intentaron atraer su atención, agitaron frente a ella capuchas y capas, pero no los vio o prefirió ignorarlos. Volvió a tocar al joven rinoceronte y, acto seguido, en respuesta a algún instinto más arraigado, reanudó su marcha hacia el norte.

–Te lo aseguro, Thonolan, estuvo en un tris. Pero esa hembra estaba decidida a dirigirse al norte..., no quería quedarse por nada del mundo.

–¿Crees que se avecina la nieve? –preguntó Thonolan, echando una mirada a su cataplasma y después a su atribulado hermano. Jondalar asintió con un movimiento de la cabeza.

–Pero no sé cómo decirle a Dolando que lo mejor que podemos hacer es marcharnos antes de que nos sorprenda la nevada, cuando apenas hay una nube en el cielo..., aunque supiera expresarme en su lengua.

–Llevo días oliendo nieve en el camino. Debe de estar preparándose una gorda.

Jondalar estaba seguro de que la temperatura seguía bajando, y lo confirmó a la mañana siguiente cuando tuvo que quebrar una fina película de hielo en una taza de té que se había quedado al lado del fuego. Trató nuevamente de comunicar su preocupación, al parecer sin éxito, y se dedicó a observar el cielo con inquietud, en espera de señales más claras de un cambio de temperatura. Se hubiera sentido aliviado al ver nubes redondas arremolinándose sobre las montañas y llenando el tazón azul del cielo, a pesar de la amenaza inminente que representarían.

A la primera señal de que levantaban el campo, desarmó su tienda y preparó su mochila y la de Thonolan. Dolando sonrió aprobando su diligencia, y señaló hacia el río, pero la sonrisa del hombre era nerviosa y su mirada encerraba una honda preocupación. La aprensión de Jondalar aumentó al ver el río convertido en torbellinos y la lancha de madera, vapuleada, subiendo y bajando, tirando de las cuerdas.

La expresión de los hombres que recogieron sus bultos y los amontonaron cerca de los restos cortados y helados del rinoceronte era más impasible, pero tampoco en eso encontró Jondalar nada que le infundiera ánimos. Además, a pesar de las ganas que tenía de alejarse, no se sentía nada tranquilo en cuanto al medio de transporte. Se preguntaba cómo pensarían llevar a Thonolan a la barca, y regresó para ver si podía ser útil.

De momento, Jondalar observó cómo levantaban el campamento con rapidez y habilidad, sabedor de que en algunas ocasiones la mejor ayuda consiste en no estorbar. Había empezado a fijarse en ciertos detalles de la indumentaria que diferenciaban a los que habían establecido sus tiendas en tierra firme, los que se autodenominaban Shamudoi, de los Ramudoi, los hombres que permanecían en la barca. Sin embargo, no parecían pertenecer a tribus muy diferentes.

Había gran facilidad de comunicación y abundaban las bromas, sin ninguna de las complicadas muestras de cortesía que suelen indicar tensiones subterráneas cuando se encuentran dos pueblos distintos. Parecían hablar el mismo idioma, compartían todas sus comidas y trabajaban bien en común. Observó, sin embargo, que en tierra parecía ser Dolando quien estaba al mando, mientras que los hombres de la barca miraban a otro hombre en busca de órdenes.

El curandero salió de la tienda, seguido por dos hombres que transportaban a Thonolan en unas ingeniosas angarillas. Dos postes, cortados en el grupo de alisos que había en la loma, estaban sujetos por numerosas cuerdas procedentes de la lancha, que los rodeaban y que, juntas, formaban una especie de camilla a la que el hombre herido estaba sólidamente atado. Jondalar corrió hacia ellos y vio que Roshario había comenzado a desmontar la tienda alta y redonda. Las miradas inquietas que lanzaba la mujer hacia el cielo y el río convencieron a Jondalar de que ella no veía con gran ilusión el viaje que les esperaba.

–Esas nubes parecen estar llenas de nieve –dijo Thonolan al ver que su hermano aparecía y echaba a andar junto a la camilla–. No se puede ver el pico de los montes; ya debe de estar nevando por el norte. Te diré una cosa: en una postura como ésta adquieres una visión distinta del mundo.

Jondalar miró las nubes que se arremolinaban encima de los montes, ocultando los picos helados, retumbando unas contra otras mientras se empujaban en su premura por cubrir el espacio azul claro que había sobre ellas. El ceño de Jondalar parecía casi tan amenazador como el cielo a causa de la preocupación que sentía, pero se esforzaba por disimular sus temores.

–¿Es el pretexto que tienes para seguir acostado? –dijo, intentando sonreír.

Cuando llegaron al tronco que sobresalía sobre el río, Jondalar retrocedió y observó a los dos hombres del río que se equilibraban, junto con su carga, a lo largo del árbol caído y vacilante, y manejaban las angarillas por la pasarela más precaria aún; comprendió entonces por qué Thonolan había sido atado sólidamente a la camilla. Les siguió, tratando de conservar el equilibrio y miró a los hombres con mayor respeto aún.

Unos cuantos copos blancos comenzaban a filtrarse de un cielo gris y encapotado, cuando Roshario y el Shamud entregaron apretados envoltorios de postes y cueros –la tienda grande– a un par de Ramudoi, para que los llevaran a bordo, y subieron después al tronco. El río, reflejando el humor del cielo, se revolvía y arremolinaba violentamente..., y la humedad que aumentaba en las alturas se dejaba sentir río abajo.

El tronco oscilaba en dirección distinta a la de la barca, por lo que Jondalar se inclinó sobre la borda y tendió la mano a la mujer. Roshario le dedicó una mirada de agradecimiento; mientras la cogía, casi la levantó en vilo. El Shamud no mostró reparo en aceptar también su ayuda, y la mirada de agradecimiento del Shamud fue tan sincera como la de Roshario.

Quedaba un hombre en la orilla. Soltó una de las amarras y corrió por el tronco, desde donde saltó a bordo. La pasarela fue retirada con rapidez. La pesada embarcación, que trataba de alejarse y ganar la corriente, estaba sujeta tan sólo por una amarra y largos palos en manos de los remeros. La amarra se soltó con una sacudida violenta y la embarcación dio un brinco al quedar en libertad. Jondalar se sujetaba con fuerza a la borda mientras la barca oscilaba y brincaba entre la corriente principal de la Hermana.

La tormenta de nieve arreciaba y los copos se arremolinaban impidiendo toda visibilidad. Objetos y desechos flotantes pasaban junto a ellos a distintas velocidades; troncos empapados de agua, arbustos y maleza, carroñas hinchadas y, de cuando en cuando, un pequeño témpano... Jondalar temía que en cualquier momento se produjera una colisión. Veía alejarse la orilla y seguía con la mirada fija en el grupo de alisos: algo, sujeto a uno de los árboles, era sacudido por el viento; una ráfaga lo arrancó y se lo llevó hacia el río. Al verlo caer, Jondalar comprendió de repente que el cuero tieso y manchado de sangre era su túnica de verano. ¿Habría estado ondeando todo el tiempo en el árbol? Flotó un instante antes de quedar completamente empapada y hundirse.

Habían desatado a Thonolan de las angarillas y le habían sentado de espaldas a la borda; estaba pálido, asustado y parecía sufrir, pero sonrió valerosamente a Jetamio, que estaba junto a él. Jondalar se instaló al lado de ambos, arrugando el entrecejo al recordar su temor, su pánico. Entonces recordó también su alegría incrédula al ver que se acercaba la embarcación y volvió a preguntarse cómo habrían sabido que estaban allí. Una idea asaltó entonces su mente: ¿podría haber sido la túnica manchada de sangre y agitada por el viento lo que les indicó dónde buscar? Pero, para empezar, ¿cómo supieron que tenían que buscarles? ¿Y el Shamud?

La embarcación brincaba sobre las aguas agitadas; al observar detenidamente cómo estaba construida, Jondalar quedó intrigado por su robustez. Parecía que el fondo estaba hecho de una sola pieza: un tronco de árbol entero ahuecado, más ancho en la sección central. La barcaza había sido ensanchada por medio de tablas dispuestas en hileras, solapadas y sujetas unas a otras, más altas en los costados y unidas en la proa. Tenía refuerzos espaciados en los costados y unas tablas situadas entre ellos servían de bancos a los remeros. Los tres iban de frente en la misma banca.

La mirada de Jondalar seguía examinando la estructura de la embarcación y se fijó en un tronco que había sido apuntado contra la proa; luego siguió su inspección y le palpitó más fuerte el corazón: descubrió que, cerca de la proa, atrapada en las ramas del tronco, en el fondo de la barca, se veía una túnica de cuero, de verano, manchada de sangre.

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