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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (38 page)

Abro mucho los ojos, asombrado. En otras circunstancias, supongo que la evocación de esta escena me habría provocado una carcajada. Pero en boca de este sacerdote, en este salón oscuro y sabiendo el destino que le esperaba a esta secta…

—El padre Boudrault y yo nos quedamos petrificados, se lo puede imaginar… Al cabo de unos segundos, el padre Pivot nos vio y detuvo su horrible tarea. Todo el mundo volvió la cabeza. Creo que nos miramos todos durante cinco largos segundos. Y es mucho tiempo cinco segundos, doctor. Mucho tiempo. A continuación, de repente, cundió el pánico, pero un pánico silencioso. Todos los… los adeptos se precipitaron hacia la salida y pasaron junto a nosotros. Corrían enloquecidos, molestos, pero no gritaban. Se tapaban la cara con torpeza, aunque era en vano. La mayoría me resultaban desconocidos, debían proceder de los pueblos vecinos, aunque reconocí…, reconocí a algunos… El padre Boudrault también porque los señalaba con el dedo, los llamaba por sus nombres y les gritaba que no volvieran nunca a la iglesia, ¡nunca! Pero ellos no se paraban a responder. Huían sin replicar. Creo que había algo tremendamente cómico en este «sálvese quien pueda» grotesco… Sí, un espectador objetivo, que no estuviera implicado en ese asunto, seguramente lo hubiera encontrado muy divertido…, pero nosotros no. Imagino que tendrían los coches en el pueblo, ya que no había ninguno delante de la iglesia. Para no llamar la atención del padre Boudrault y la mía, supongo…

»Después de unos minutos, en la iglesia sólo quedábamos nosotros tres… y el hombre torturado. Despacio, el padre Pivot lo desató y le dijo con amabilidad que podía marcharse también. El individuo se puso la camisa sobre la espalda ensangrentada y salió corriendo, incómodo.

»El padre Boudrault y yo éramos incapaces de decir nada. Me sentía completamente perdido y no comprendía lo que pasaba. Creo que la palabra «secta» aún no se había impuesto en mi mente. Boudrault se dejó caer en un banco, como si fuera a desmayarse. Entonces habló el padre Pivot. Él mantenía una calma sorprendente, como si no le afectara que lo hubieran sorprendido. En grandes líneas, explicó que… Bueno, yo mismo estaba aturdido y todo es un poco confuso, pero, al parecer, el padre Pivot había empezado a formar esa secta unos meses antes… Su objetivo era demencial: como el Bien lo había decepcionado, quería alcanzar la quintaesencia del Mal para comprobar si el poder era más… concreto, más real. ¿Cómo pudo convencer a la gente para que lo siguiera en tal herejía? Lo ignoro. Nos dijo que hasta ahora no había triunfado, que el Mal no se había manifestado aún, pero que sus discípulos no perdían la esperanza…

Tengo los labios secos. Los humedezco y pregunto en un susurro:

—¿Qué quería decir con «el Mal»? ¿Pretendía que se apareciera el diablo?

El padre Lemay mueve la cabeza.

—No lo creo. Nunca oí al padre Pivot utilizar el término «Satanás» o «diablo»… Como tampoco usaba con mucha frecuencia la palabra «Dios». Él hablaba del Bien y del Mal, nada más…

Me froto las manos. Están húmedas. Algo va encajando, despacio, muy poco a poco…, pero el resultado final sigue siendo todavía un misterio.

—Nos habló durante varios minutos; luego el padre Boudrault explotó. No le pidió ninguna explicación. Sólo le gritó que se marchara, que abandonara la iglesia, la casa y el pueblo. Le dijo que no le contaría esta historia a nadie a condición de que desapareciera para siempre. El padre Pivot no dijo ni una palabra. Nos miraba con desprecio. Llevaba su sotana y esto nos parecía el colmo de la blasfemia. Sus ojos se posaron en mí, como si esperara una reacción por mi parte. Pero yo no dije nada. Era incapaz de hacerlo. Todo estaba demasiado embrollado en mi cabeza. Al final, muy digno, salió. Diez minutos después, abandonaba la casa parroquial con un exiguo equipaje, dejando atrás la mayor parte de sus efectos personales.

Atónito, exclamo:

—Espere, ¿qué me está contando? ¿Le dejaron marcharse así? ¿Sin avisar a la policía?

—No había cometido ningún delito, doctor.

—¡Pero había azotado a un hombre!

—Con el consentimiento de éste, no lo olvide… Si había que avisar a alguien, era al arzobispado, no a la policía. De este modo, el padre Pivot habría sido excomulgado de la Iglesia católica.

—Entonces, ¿por qué no llamaron al arzobispado?

—Eso es exactamente lo que le pregunté al padre Boudrault cuando nos quedamos solos en casa. Ahora que me había recuperado de la impresión, estaba indignado y deseaba que Pivot fuera excomulgado. Pero el padre Boudrault…

El sacerdote mueve la cabeza y añade:

—Como le he dicho antes, él era algo fanático, creía que la Iglesia no se equivocaba nunca y que la religión era la última virtud verdadera… Aunque lo que comprendí aquella noche es que el padre Boudrault no sólo protegía a la Iglesia católica, sino, sobre todo, su iglesia y su imagen. Esta iglesia salvada de un corrimiento de tierras, donde muchos vieron la prueba de que estaba escogida por Dios mismo… Boudrault compartía esta opinión… Me dijo que si denunciaba al padre Pivot, este asunto adquiriría proporciones alarmantes (¡no olvide que nos encontramos en 1956!) y la población acabaría por enterarse de toda la historia. Me dijo: «¿Se imagina la reputación de Mont-Mathieu. ¡Un coadjutor irreprochable, que desempeña su labor desde hace años, a la cabeza de una secta de locos que invocan al Mal! ¡Este escándalo tendría repercusiones en el pueblo! ¡En la reputación de nuestra iglesia! ¡En mí! ¡Y en usted! ¡Sufriríamos la desconfianza, el escarnio y la calumnia! ¡La imagen de Dios no puede quedar ridiculizada ante sus siervos de este modo! Debemos mantenernos puros, André, ¿me oye? ¡Puros!». Yo estaba estupefacto. Sabía que era un poco fanático, pero… me convenció.

El padre Lemay me lanza una débil sonrisa de disculpa, muy triste.

—Yo era un cura joven, doctor. Me habían señalado al padre Boudrault como un ejemplo a seguir. Llevaba ocho meses llenándome la cabeza con la importancia de la Iglesia, de su omnipotencia… Era un poco su discípulo, ¿lo comprende? Entonces pensé que tenía razón…, que el padre Pivot no había cometido ningún delito… Lo importante era que se marchara y no se armara ningún escándalo. Lo creía de verdad, estaba convencido de que era la mejor solución para nuestro pueblo…

Lo comprendo muy bien. ¿Cómo podía prever lo que iba a ocurrir? Pero censuro más al padre Boudrault: se aprovechó de su experiencia para manipular al sacerdote joven e ingenuo que era Lemay entonces. Éste continúa:

—La mañana siguiente, el padre Boudrault y yo fingimos sorpresa delante de Gervaise al descubrir la ausencia del coadjutor. Él interpretó muy bien su papel: llamó a los párrocos de los otros pueblos y al arzobispado… Al final, dos días más tarde, avisó a la policía. Los agentes le interrogaron a él y a mí también… Los dos declaramos lo mismo: desaparición completa, sin dejar rastro. Gervaise, que no estaba al corriente de nada, se limitó a corroborar nuestras afirmaciones respondiendo a los policías con gestos de cabeza. Pero ella no parecía afectada en absoluto por la desaparición del padre Pivot. Nada la alteraba nunca…

El sacerdote se acaricia suavemente la mejilla, abstraído.

—Cuando se piensa, este asunto estaba lleno de trampas… ¿Y si el padre Pivot decidía reaparecer y dar su versión al obispo? ¿O si lo encontraban dirigiendo una secta en otra parroquia? ¿Cómo explicaría el padre Boudrault su silencio? Pero él se negaba a ver todos estos cabos sueltos, ¿comprende? Quería salvar la cara, su cara, y olvidar todo esto lo más rápido posible. Era tan simple y tan… estúpido como eso.

Se encoge de hombros, fatalista.

—Y, por supuesto, la cosa no acabó ahí. ¿Cómo habíamos podido creerlo? Quizá yo era un ingenuo, pero el padre Boudrault… Su fanatismo religioso lo cegaba… De hecho, durante un tiempo, estuve convencido de que nuestra estrategia funcionaría. Pasaron varias semanas sin que el padre Pivot diera señales de vida. La policía acabó por archivar el caso. Boudrault había vuelto a su rutina sin problemas, yo le ayudaba en misa y continuaba con mi investigación… Pero dos meses después…

Su voz se rompe. Fuera, el sol casi ha desaparecido y la luz que entra por la ventana es cada vez más tenue. Las sombras aumentan e invaden la habitación. El padre Lemay se frota la frente, con los ojos cerrados.

—Dios mío, no sé si voy a poder…

«Ya está —me digo—. Ahora va a ocurrir…», aunque no tengo ni idea de lo que sigue.

—Es preciso. Ha llegado demasiado lejos, debe continuar…

Me mira, desesperado. Parece más viejo que nunca, un hombre centenario que ha visto demasiado en la vida. Sus ojos vuelven a la ventana.

—La noche del quince al dieciséis de junio…, me desperté sediento y me levanté para beber un vaso de agua… Entonces, oí… ruidos lejanos… Parecían gritos… Gritos y risas también… Venían de fuera. La ventana estaba abierta y asomé la cabeza… Los escuché un poco mejor, pero aún sonaban ahogados… Provenían de la iglesia. Enseguida pensé en el padre Pivot. ¡Había vuelto! ¡Y estaba celebrando otra ceremonia con su horrible secta! Seguramente, se había guardado una copia de las llaves de la iglesia. Asustado, fui a despertar al padre Boudrault. Después de escuchar unos instantes, llegó a la misma conclusión que yo. Pero la situación le provocaba más rabia que miedo. Rojo de ira, dijo: «¡Vamos!», como un coronel que ordena la carga. Nos vestimos en silencio para no despertar a Gervaise y lo seguí al tiempo que me decía a mí mismo que esta vez avisaríamos al arzobispado, que no tendríamos elección.

»El inconveniente de esta casa parroquial es que no tiene comunicación con la iglesia. Por eso, salimos a la calle. Era noche cerrada. Caminamos hacia la iglesia y, entonces, oímos los ruidos con claridad. Era…

Hace una mueca de espanto.

—Era terrible, doctor. Gritos de dolor, risas enloquecidas, palabras incomprensibles, clamores de una violencia increíble… Aquello resultaba inhumano, nunca había oído sonidos tan espantosos, hasta el punto de que me detuve, petrificado de miedo. El padre Boudrault, que por el contrario era poco impresionable, se paró también y le vi palidecer. «Pero ¿qué está pasando ahí dentro?», murmuró. Yo me preguntaba lo mismo y, aunque no llegaba a imaginar nada concreto, tenía una certeza: lo que sucedía en la iglesia, en ese momento, era el horror. El último horror.

El sacerdote se calla de nuevo, estremecido por los recuerdos. Yo me siento aterrorizado como un niño que escucha el cuento de
Caperucita Roja
por primera vez.

—Nos quedamos varios minutos inmóviles, sin hacer nada. En verdad, nos sentíamos incapaces de movernos, clavados en el sitio por esos ruidos monstruosos. Creo que durante estos minutos de inmovilidad, comprendimos que habíamos cometido un error al ocultar lo que había sucedido la primera vez… Lo creo, sí… Después de un tiempo que me pareció muy largo, un tiempo en el que fuimos incapaces de realizar el menor movimiento, los gritos, las risas y el resto de los horribles sonidos disminuyeron gradualmente, hasta desaparecer. Y volvió el silencio… Sólo en ese momento nos atrevimos a ponernos en marcha… Estábamos aterrados pensando en lo que íbamos a descubrir, pero fuimos a la iglesia de todas maneras… Justo antes de entrar, sugerí al padre Boudrault que llamara a la policía. Me acuerdo exactamente de lo que me respondió: «Debemos cargar con ello, André…». Creo que nunca he cargado con tanto como hoy…

Se calla y, de repente, esconde la cara entre las manos. Le oigo soltar un largo gemido. Espero en silencio; tengo la boca seca y el corazón desbocado. Con el rostro todavía oculto y una voz trémula, el padre Lemay prosigue:

—No tengo intención de describirle lo…, lo que vi, es demasiado…, demasiado… Estaban muertos… Casi todos estaban muertos… Había sangre por todas partes, cuchillos, y… y…

Hace un gesto de horror.

Entorno los ojos, aturdido.

—Pero… muertos, ¿cómo? ¿Qué había pasado? ¿Qué…?

—¡Se habían matado unos a otros! ¡Todos! —grita de repente el cura con voz ronca—. Se habían matado entre sí con cuchillos, con las manos, con… Se habían matado unos a otros, ¿no es suficiente?

El sacerdote se echa a llorar. Me callo, incómodo. Comprendo que me quedaré sin saber los detalles, que se niega a recordarlos, ni siquiera después de todos estos años. ¿Puedo reprochárselo? Además, ¿son necesarios los detalles? Me imagino los cuerpos desparramados por la iglesia, cubiertos de sangre, mutilados…, y es suficiente para que se me revuelvan las tripas.

El padre Lemay llora apenas iluminado por los últimos velos de luz que caen sobre él como un sudario de color gris. De repente, entra Gervaise. Se coloca junto al sacerdote y parece esperar una orden. El anciano la ve al fin y, sollozando, le indica con una seña que va todo bien, que puede retirarse. La sirvienta sale de la habitación sin mirarme siquiera. Aturdido, me pregunto si ella está escuchando todo lo que hemos dicho desde el principio.

Las manos del padre Lemay caen sin fuerzas sobre las rodillas. Está inclinado, con la cara mirando al suelo, como un hombre privado de energía, pero continúa:

—Mi primer reflejo, después del espanto, fue el de cualquier siervo de Dios: quise lanzarme hacia los que aún vivían y respiraban con estertores para administrarles los últimos sacramentos antes de que murieran… Pero el padre Boudrault me gritó una cosa terrible: «¡No los toques, André! ¡No toques a esas criaturas malditas!». Me giré para contestarle algo cuando vi que miraba fijamente hacia la parte delantera de la iglesia. Seguí su mirada. En el púlpito, justo detrás del altar, estaba el padre Pivot de pie. Boudrault se dirigió rápidamente hacia él. Creo que…, que la furia y el horror le hicieron perder la cabeza. Pasaba por encima de los cadáveres ignorándolos del todo, como si se burlara de su presencia, y levantaba un dedo amenazante hacia el padre Pivot mientras le lanzaba maldiciones… Y yo, le…, le seguí, tenía miedo de que le pasara algo, de salir solo y…, y… ¡Señor Jesús, estaba perdido, no sabía qué hacer! Un par de veces me detuve para administrar la extremaunción a los moribundos ensangrentados… ¡Pero me rechazaban! ¡Con sus últimas fuerzas, me escupían e intentaban… agarrarme la cara, pegarme y reventarme los ojos! ¡Por eso, abandoné mi misión y seguí a mi compañero a través de ese matadero, implorando a Dios que me despertara, que me sacara de esa pesadilla! Y el padre Boudrault continuaba avanzando hacia Pivot. Creo que tenía intención de abalanzarse sobre él, decididamente, pero se detuvo, y yo también. Ahora que nos encontrábamos al pie del púlpito, veíamos mejor lo que estaba pasando.

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