»Cuando llegamos al hospital, me ordenó que me quedara en la furgoneta. Tendría miedo de que me derrumbara: yo aún estaba demasiado afectado para enfrentarme a la gente. Él entró con el bebé y salió media hora después con las manos vacías. Sin decir una palabra, regresamos. Al entrar a la casa parroquial, nos dirigimos al salón y por fin me atreví a hablar con él. Le pregunté si habíamos hecho bien. Me dijo que sí. Le confesé que tenía miedo. ¿Y Gervaise? ¡Ella lo sabía todo, era evidente! Me dijo que no me preocupara por Gervaise, que había sido educada para obedecer y que no haría nada. Que ella se ocuparía de sus cosas y seguiría con su vida de sirvienta. Entonces me miró con sus ojos ojerosos, pero temibles. Recuerdo perfectamente lo que me dijo: «André, voy a acostarme. Cuando me levante, esta tarde, no volveremos a mencionar esta historia. Jamás hablaremos de ello». Y, sin esperar mi respuesta, entró en su habitación. Unas horas más tarde, se levantó. Cenamos en la cocina, mientras Gervaise nos servía los platos, como cada día. Era una escena grotesca, surrealista. A cada segundo, tenía ganas de gritar, pero me callaba y seguí callando.
El silencio se prolonga un momento.
—¿Y nunca volvieron a hablar de ello? ¿De verdad?
—Durante los primeros días, sentía unos deseos irrefrenables de hablar, pero recordaba la imagen del padre Boudrault cubierto de sangre, su mirada brillante… y me callaba. Pasaron los días, las semanas… Hasta el mes de noviembre, cuando descubrieron los cuerpos. Sin embargo, nunca los relacionaron con nosotros, es evidente. Ni con el padre Pivot. En aquel momento, estuve a punto de sacarle el tema a Boudrault. Fui a verlo a su despacho con el periódico que hablaba del hallazgo de los cuerpos. Le dije: «¿Ha leído el periódico?». Respondió que sí. Y la mirada que me echó me quitó todas las ganas de comentar nada más. Salí sin añadir ni una palabra.
El sacerdote hace una pausa y mira de nuevo hacia la ventana.
—Terminé mi trabajo de investigación a finales de 1956 y me nombraron coadjutor de Mont-Mathieu. Habría podido negarme, supongo, pero el padre Boudrault insistía y yo acepté. ¿Por miedo? ¿Por cobardía? No lo sé. Creo que el terrible secreto que compartíamos nos unía más de lo que yo estaba dispuesto a admitir. Pasó el tiempo. Ni un solo día transcurría sin que recordara aquella espantosa noche…, pero como no nos sucedía nada, como esa historia empezaba a caer en el olvido, acabé por convencerme de que el padre Boudrault tenía razón, de que habíamos cumplido la voluntad de Dios. Tres años más tarde, los periódicos publicaron la noticia de ese esqueleto que habían descubierto enterrado en un solar. Lo identificaron como el padre Pivot. Así supe lo que había hecho el padre Boudrault con el cuerpo de su antiguo coadjutor… Y, una vez más, no lo comentamos. Después la vida siguió su curso.
—¿Y… y la asistenta?
—¿Gervaise? Siempre nos ha servido como si no hubiera pasado nada.
Muevo la cabeza, incrédulo. El padre Lemay continúa:
—Al final, quizá habría acabado por olvidar. Quizá habría encontrado la felicidad…, pero diecisiete años más tarde, poco antes de la Navidad de 1973, el pasado regresó…
El sacerdote suspira. Su voz cada vez suena más cansada, más apagada, pero él no se detendrá. Después de todos estos años, llegará hasta el final.
—Aquella mañana, el padre Boudrault entró en mi despacho con un ejemplar del periódico regional en la mano. Estaba destrozado, trastornado e incluso asustado. Tiró el diario sobre mi mesa y me pidió que leyera el relato que aparecía en una de sus páginas. Al filo de la lectura, resurgieron en mi mente imágenes que tenía casi olvidadas, más atroces, más dolorosas que nunca…
A pesar de la oscuridad, creo ver que su mirada se vuelve hacia mí.
—Sabe de qué se trata. Era el relato de Thomas Roy. El relato que contaba la historia de una secta dirigida por un sacerdote, cuyos miembros se masacran en una iglesia. El nombre del pueblo era inventado; los de las personas, también; pero no había error posible: tenía una semejanza sorprendente con la secta de 1956. Al final, una pequeña nota bibliográfica explicaba que el autor tenía diecisiete años y vivía en Lac-Prévost. Diecisiete años… Luego, había nacido en 1956… ¿Se imagina el choque? El padre Boudrault me dijo: «Es él. Es el niño». Era la primera vez en todo ese tiempo que hacía alusión al gran horror. La primera vez. Se me puso la carne de gallina.
El sacerdote inspira profundamente.
—Le dije que era imposible, que aunque fuera el niño, no podía saber lo de la secta. ¡Nadie lo sabía! ¿Cómo habría podido enterarse? Sólo era una casualidad… El padre Boudrault respondió: «Pues quiero asegurarme de eso». Buscó la dirección del muchacho, la encontró y, como Lac-Prévost está muy cerca, me dijo que iba a visitarlo de inmediato. Tenía la misma mirada de loco que le había visto cuando sucedió el gran horror y me dio la sensación de retroceder diecisiete años. Se montó en el coche y se marchó.
En la penumbra, veo que su boca tiembla; luego añade en voz baja:
—Fue la última vez que lo vi. Unas horas después, la policía me comunicó que se había matado con el coche.
Recuerdo la conversación que tuve con la hermana de Roy y una corriente fría me hiela todo el cuerpo.
—¿Tuvo tiempo de ver al joven Roy? Usted me ha dicho que sí, pero en aquel momento, yo no sabía nada. Me pareció que sí. Y el hecho de que muriera después… Dios mío, ¿podía seguir creyendo en la casualidad? Estaba aterrado. Habría querido ponerme en contacto yo mismo con el joven, pero no me atrevía, tenía demasiado miedo… Ahora era yo el único que conocía el secreto… También estaba Gervaise, por supuesto. Cuando murió el padre Boudrault, ella no tuvo ninguna reacción, como de costumbre.
Se calla un instante. Oigo crujir la madera, por encima de mi cabeza. Quizá la asistenta anda por el piso de arriba…
—Me convertí en el párroco de Mont-Mathieu. Como cada vez había menos sacerdotes, no me enviaron coadjutor. Vivía solo con Gervaise. La vida continuaba, pero yo me sentía atormentado por las dudas. Unos meses más tarde, leyendo una revista de gran tirada, me encontré con otro relato de Roy. En él, contaba la historia de un cura que muere en un accidente de circulación…
El rompecabezas encaja cada vez más y una especie de lógica descabellada se inscribe con siniestra evidencia.
Pero aún faltan algunas piezas…, algunas piezas importantes.
El padre Lemay se recuesta en el sillón y emite un suspiro muy largo, el más largo que ha soltado desde que empezó su narración.
—Entonces lo comprendí —prosigue—. Roy era sin duda el niño. Comprendí que había pasado algo horrible aquella noche, cuando el padre Pivot había pegado su boca a la del bebé…, y renuncié a comunicarme con Roy. Como un cobarde. Desde entonces, vivo presa del miedo y los remordimientos.
Mira de lado, hacia el pasillo.
—Y Gervaise sigue aquí, se niega a dejar de trabajar, a vivir en una residencia y morir tranquila… Su presencia constante, su máscara de momia, su mirada penetrante… Está pegada a mí como una maldición…
Durante un instante, hay un atisbo de odio en su voz, pero desaparece enseguida. El sacerdote suelta otro largo suspiro. Ha terminado su confesión. Está liberado, pero sobre todo roto. Destrozado. Hecho mil pedazos.
—Cuando vi que, según pasaban los años, Roy se hacía cada vez más popular, cuando vi que adquiría fama mundial…, supe que el padre Pivot tenía razón.
Su voz se vuelve lúgubre.
—El Mal confiere un gran poder…
—¿Qué quiere decir?
Me observa en silencio. Reflejos singulares se desprenden de sus dientes.
—¿Qué pasó aquella horrible noche? ¿Qué sucedió para que todas esas personas consintieran en matarse unas a otras? ¿Consiguió Pivot invocar al Mal? ¿Y a quién invocó exactamente?
—¿Cree que hizo aparecer al demonio? ¡Vamos, eso es ridículo!
—¡No le hablo del demonio! —suelta el sacerdote exasperado—. No le hablo de un ser con cuernos y cola puntiaguda. ¡Diantre! ¡Puede que sea sacerdote, pero no estamos en la Edad Media! ¡Le hablo del Mal! ¡Del Mal!
Me callo, impresionado a mi pesar. El padre Lemay está inclinado hacia delante, sus manos agarran con firmeza los brazos del sillón y continúa con voz fuerte:
—¡Henri Pivot era un ser orgulloso, que se hizo sacerdote para valerse del poder que procura el Bien! ¡Como eso no funcionó, quiso alcanzar el poder del Mal! ¡Y, esta vez, lo consiguió! ¿De qué modo? ¡No lo sabemos, ni nunca lo sabremos! ¡Pero diecisiete personas fueron masacradas! ¡Y cuando Pivot murió, se convirtió… en algo! ¡El alma no muere, doctor Lacasse! ¡No me hable de creencias, Dios no tiene nada que ver! ¡El alma existe! ¡Si va al paraíso o al infierno, no lo sé, pero existe y no muere! ¡El alma de Pivot existe y ha entrado en contacto con el Mal! ¿Qué sucede cuando un alma consigue apropiarse de semejante poder? ¿En qué se convierte? ¿En instrumento del Mal? ¿O en parte de ese Mal?
Miro al sacerdote, desconcertado. Ante mí, no tengo a un anciano de setenta años, sino una tempestad, una tempestad que se atreve por fin a exhalar todo el viento que había retenido durante demasiado tiempo. Pero este viento no tiene sentido, es demencial. Yo estaba dispuesto a oír muchas cosas, pero…, pero ¡no esto! Balbuceo con una voz apenas audible:
—Usted está loco…
—¿De verdad? ¡Roy nunca conoció a Pivot ni oyó hablar de él! ¡Y, sin embargo, se le aparece en sueños!
—¡El inconsciente puede retroceder mucho! Roy vino al mundo en unas condiciones muy particulares que su inconsciente pudo registrar…
—¿Y eso explicaría la imagen de que Pivot guía a Roy? ¡Vamos! Porque eso es lo que me ha dicho, ¿verdad? Que Roy estaba convencido de que Pivot lo guiaba hasta los lugares donde las ideas de sus novelas se plasmaban en la realidad, ¿no es eso?
De repente, el cura tiene un acceso de tos. Me froto la cara con las dos manos, trastornado. Esto va demasiado rápido, ya no puedo razonar… El padre Lemay deja de toser, respira profundamente y continúa más tranquilo:
—Roy no sabe nada, doctor, me lo ha dicho usted mismo. Es una víctima. Un instrumento.
—¿Qué insinúa? ¿Qué Pivot, ahora muerto, provoca esas…, esas tragedias? ¿Para ayudar a Roy?
—¡No lo sé! —articula el sacerdote con fuerza, recalcando cada palabra—. ¡Se lo acabo de decir: es imposible conocer toda la verdad! ¡Y siempre lo será! Ahora bien, sí sé que durante aquella terrible noche del mes de junio de 1956 Pivot consiguió hacer algo monstruoso, más monstruoso que todo lo que podemos imaginar… Y las consecuencias de este horrible logro se perpetúan a través de Roy…
—Y cuando vino al hospital la semana pasada…, ¿fue para esto?, ¿para decirme todo esto?
—Doctor Lacasse, antes de que usted entrara aquí, yo no sabía casi nada de Roy. No sabía que soñaba con el padre Pivot, ni que sus macabras ideas se concretaban en la realidad y todo eso… Me ha contado mucho más que yo a usted… Pero cuando leí hace unas semanas que Roy había sido ingresado después de cometer un intento de suicidio, supe que algo se estaba preparando.
—¿El qué?
—¡No lo sé! —contesta impaciente mientras da un ligero golpe contra su rodilla.
De repente, me da miedo que se ponga a toser, pero oigo que respira hondo.
—Por eso fui al hospital. Para intentar comprender. Estaba de paso en Montreal y pensé que era el momento oportuno. Pero en el hospital me indicaron que no podía verlo. Entonces comprendí mi error: ¿cómo había creído que podría visitar a Roy sin pasar por los médicos? Hubiera tenido que dar explicaciones, decir quién era yo… Y esto era implanteable. Por eso me marché rápidamente… y, cuando usted me encontró en la calle…, tuve miedo.
—No debió tenerlo —digo en un tono amargo—. Si hubiera hablado conmigo, habríamos ganado tiempo…
—¿Y qué le habría contado? ¿Qué Roy nació durante la matanza de una secta? ¿Que mi superior murió después de encontrarse con él? Estaba convencido de que me tomaría por loco. No sabía que usted había descubierto tantas cosas sobre él. Si lo hubiera sabido…
Me duele la cabeza, me siento abrumado por esta conversación, aturdido por tantas revelaciones increíbles. Y, sobre todo, no puedo evitar sentir cierta insatisfacción. Como si hablara conmigo mismo, digo:
—Me he prometido que encontraría una explicación. Racional o no, pero una explicación completa y clara…
El sacerdote mueve la cabeza despacio. De repente, una nube oculta la luna y las tinieblas lo cubren por completo. Sólo oigo su voz, etérea y triste:
—Y es un error. Se lo acabo de decir. No podemos conocer toda la verdad, sólo retazos. Soy sacerdote, y sé muy bien lo que le digo… Me hice religioso creyendo que todo me sería revelado… Pobre ingenuo…
Se calla un instante. Apenas distingo su silueta.
—Usted es psiquiatra, doctor Lacasse… Sabe de lo que hablo, ¿verdad?
Bajo la cabeza, invadido por una lasitud infinita.
De nuevo, el fantasma suspira.
—Ya está. Ya se lo he contado todo. No moriré con este secreto. Aunque es un pobre consuelo, se lo aseguro…
Algo me intriga. Por fin me atrevo a plantear la pregunta:
—Pero ¿por qué tantos remordimientos? Aunque hubiera avisado a la policía aquella noche, nada habría cambiado en lo que a Roy respecta. Habría nacido de todas maneras…
—Es verdad, pero él se habría enterado, más tarde, de las circunstancias de su nacimiento y tal vez habría podido luchar. En este momento, ni siquiera sabe lo que le ocurre. Aunque usted tiene razón, quizá no habría cambiado nada. No, la gran falta que cometimos el padre Boudrault y yo fue haber guardado silencio aquella noche… Fue habernos callado semanas antes, cuando nos enteramos por primera vez de que el padre Pivot dirigía una secta. En aquel momento, debimos denunciarlo. Sólo le dijimos que desapareciera. Él abandonó el pueblo, pero no debió ir muy lejos; seguramente, se escondió en casa de alguno de sus discípulos… Y continuó con sus celebraciones maléficas en otro lugar. Volvió a nuestra iglesia para la gran ceremonia final. Si lo hubiéramos denunciado al principio, se habría visto envuelto en el escándalo y habría tenido que exiliarse muy, muy lejos…
La silueta tenebrosa parece hundirse ligeramente.
—Si lo hubiéramos denunciado desde el principio, todo habría sido diferente… Todo.
Ahora entiendo su sufrimiento y, de nuevo, siento cierta compasión dentro de mí. La luna aparece entre dos nubes y una luz espectral atraviesa la ventana. El rostro del sacerdote surge de la oscuridad, pálido y desolado.