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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (42 page)

De todas maneras, no tengo elección…

Podría quedarme a dormir en casa de la hermana de Hélène, que vive en Drummondville, pero no quiero preocupar a nadie. Es mejor que mi mujer no sepa lo que me acaba de ocurrir, de otro modo, no dormiría en toda la noche…

Encuentro un motel pequeño y barato. Una vez en la habitación, decido llamar a Jeanne. Las diez menos veinte. Ya habrá vuelto de su velada romántica.

Me responde ella. Estoy a punto de gritar de alegría.

—¡Jeanne, soy Paul!

—¡Paul! ¡Señor, esperaba tu llamada! Creo que no habría podido aguantar hasta el martes. ¿Has visto al sacerdote?

—Sí, le he visto… ¡Efectivamente, es el padre Lemay! Y me ha contado…, me ha contado cosas tremendas, Jeanne…

Mi compañera casi se pone histérica. Quiere que se lo relate todo de inmediato.

—No, no, sería demasiado largo… Escucha, estaré en Montreal mañana…

—¿Mañana? ¿El simposio no termina el martes?

—Sí, pero…

Dudo. Me doy cuenta de que todo lo que vaya a decir hará que se preocupe aún más.

—¡El cumpleaños de Roy no es el veintidós…, sino el dieciséis! ¡Su fecha real de nacimiento es mañana!

—¡Ah! ¿Y eso?

Por supuesto, no lo comprende. ¡Cómo podría hacerlo si no está al corriente de nada! Me lío, me desvío… Tengo que calmarme e ir a lo esencial.

—Escucha, Jeanne, te lo contaré con más detalles cuando nos veamos, pero… puede pasar… algo grave mañana en el hospital…

—¿Algo grave? ¿Cómo qué?

«¡No lo sé, Jeanne! ¡Eso es lo más demencial, que no lo sé! ¡Y puede que no ocurra nada en absoluto!».

De repente, la idea espantosa que se me ha pasado por la cabeza en el coche, justo antes del accidente, vuelve a asaltarme de lleno.

—Jeanne, oye, sé…, sé que ibas a ir al hospital mañana, para visitar a Roy, pero… no vayas…

—¿Cómo?

—No vayas al hospital mañana… El lunes no te toca trabajar, no estás obligada a ir…

—Vamos, Paul, tú mismo me dijiste que sería una buena idea si…

—¡Jeanne!

Cierro los ojos. Quizá deliro, quizá son ideas mías…, pero lo que he pensado antes…, lo que se me ha ocurrido…

—Jeanne, por favor, escúchame: no puedo explicártelo ahora, pero te ruego… ¡te suplico que no vayas! Te lo pido con…, con todo el cariño que te tengo…

Después de un largo silencio, ella suspira al fin.

—De acuerdo. De acuerdo, no iré… ¡Pero júrame que mañana me llamarás en cuanto llegues y me lo contarás todo!

—¡Te lo juro!

Me dispongo a colgar cuando ella me dice:

—Paul…, has encontrado una explicación a todo esto, ¿verdad?

Me siento confuso. Pienso en el padre Lemay. En las parcelas de verdad…

—En realidad, no…

Cuelgo.

Me tumbo en la cama.

Me calmo poco a poco. Mañana acudiré al hospital. Todo irá bien. Tal vez hasta me ría de todo esto después.

Todo irá muy bien.

A las siete y cuarto, me despierto sobresaltado. Salgo de un sueño angustioso donde llegaba al hospital y sólo encontraba un agujero vacío. Ni edificio ni pacientes ni nada. Y oía la voz de Jeanne, que gritaba a lo lejos: «Has llegado demasiado tarde, Paul…».

Esta pesadilla me agobia tanto que apenas tomo algo antes de dirigirme al taller en taxi. Son las ocho menos veinte cuando llego delante de la puerta: el taller no abre hasta las ocho y media. No puedo esperar. Saco una tarjeta y escribo una nota donde explico que tengo prisa y que llamaré a lo largo del día. Voy a mi coche, saco la maleta y dejo el mensaje cogido con el limpiaparabrisas, bien a la vista.

No tardo ni diez minutos en llegar a la estación y paseo de un lado a otro mientras espero que entre mi tren. Son las ocho en punto. Aún falta media hora. Dios mío, ¡me voy a volver loco!

Saco el móvil y llamo al hospital. Sólo para quedarme tranquilo.

Después de cinco timbrazos, empiezo a preocuparme, cuando me responden por fin. Es Nicole.

—¿Sí?

Su voz parece alterada.

—¿Nicole? Soy el doctor Lacasse… ¿Ha…?

—¡Ah, doctor Lacasse! —me corta con una voz más serena, pero habla muy deprisa—. No puedo hablar mucho, esto está muy revuelto… Hace apenas diez minutos que he entrado, pero la pelea ha comenzado antes incluso de que yo llegara…

Mi mano agarra el aparato con fuerza.

—¿La pelea?

—¡Aún hay pacientes que se están pegando! Ellos…

Se calla un segundo y oigo hablar a otra persona. Como ruido de fondo, procedente de muy lejos, escucho exclamaciones y gritos. Me humedezco los labios nervioso cuando Nicole vuelve a dirigirse a mí:

—¿Está ahí, doctor?

—Sí, sí… Y el señor Roy, ¿dónde está?

—¿El señor Roy? En su habitación, creo… Parece que ha sufrido una crisis espantosa esta mañana, muy temprano…

—¿Aún están los guardias de seguridad para ayudarlas?

—Sí, sí, están los tres… El doctor Levasseur debe de estar a punto de llegar, él nos ayudará… Y la doctora Marcoux también…

Algo se paraliza dentro de mí.

—¿La doctora Marcoux?

—Sí, ha llamado antes que usted, para tener noticias del señor Roy… Le he explicado la situación y ha dicho que venía enseguida a echarnos una mano…

Me quedo sin saliva en la boca.

—Nicole, hay que llamarla ahora mismo y decirle que no…

Pero la enfermera jefe me interrumpe:

—Lo siento de verdad, doctor, pero tengo que dejarle, ¡estoy hasta arriba! No sé lo que ocurre aquí desde hace una semana, pero…

—¡Nicole, escúcheme…!

—Vuelva a llamar dentro de un rato.

Y cuelga. Miro unos minutos mi teléfono móvil como si fuera a morderme…

Otra pelea, Señor… Y grave, al parecer…

Además, Jeanne va para allá…

«Debería haber vuelto ayer…».

Reflexiono a toda velocidad. El tren tardará una hora y media en llegar a Montreal, no menos… Después tendré que coger un taxi… ¡Mierda, no podré estar en el hospital antes de las diez y media!

¡Demasiado tiempo! ¡Demasiado tiempo, joder, demasiado tiempo!

Llamo a la central de taxis. Con voz nerviosa, explico que estoy dispuesto a pagar trescientos dólares para que me lleven inmediatamente a Montreal. Me dicen que me envían uno en el acto.

Voy al cajero automático y saco la suma acordada. Salgo de la estación y espero impaciente. Tres minutos después, un taxi se para delante de mí. Me acomodo en el asiento trasero y coloco la maleta a mi lado, mientras el conductor, un joven con cara risueña, me lanza alegremente:

—¡Eh, parece que vamos a Montreal! ¡Debe de tener verdadera prisa!

Le tiendo los trescientos dólares y replico con voz autoritaria:

—Sí, mucha. ¡Razón de más para marcharnos ahora mismo!

Coge el dinero, con los ojos muy abiertos.

—¡Ya hemos salido, señor!

El vehículo arranca. Son las ocho y veinte. Si este muchacho conduce rápido, puedo estar en el hospital a las nueve y media… Sí, me parece muy posible…

En la autopista, el coche circula a ciento quince. El sol es espléndido, se anuncia un día estupendo. El joven taxista intenta darme algo de conversación, pero yo respondo con monosílabos, demasiado nervioso. Miro el reloj cada cinco minutos. Me siento estúpido. Intento calmarme, sin éxito.

Todo va a ir bien. El padre Lemay me ha asustado al hablarme de la verdadera fecha del cumpleaños de Roy…

Y de esa mujer encinta, con la barriga abierta…

«Si ocurre algo, lo sabré, puede estar seguro».

El tono en que lo dijo…

A las nueve menos diez, vuelvo a llamar al hospital. Jeanne debe de haber llegado, quiero hablar con ella.

Otra vez, suenan varios timbrazos. Casi doce. Oigo de nuevo la voz de Nicole.

—¿Sí?

Casi grita. Parece enfadada.

—¿Nicole? Soy el doctor Lacasse, yo…

—¡Escuche, doctor, no puedo hablar con usted, ya se lo he dicho! ¡Esto es un jaleo, un jaleo de la hostia!

Estas palabras me cortan el aliento. ¡Nicole nunca me había hablado así! ¡Ni a mí, ni a nadie! No se me ocurre nada que replicar durante un par de segundos. Sigo oyendo jaleo en segundo plano, pero más fuerte… Más cerca…

Por fin, consigo decir algo. Creo que mi voz tiembla ligeramente.

—¿Ha llegado la doctora Marcoux?

—¿La doctora Marcoux? Sí, se encuentra aquí… Nos está ayudando, pero le juro que…

—¿Puedo hablar con ella?

«¡Porque quiero decirle que se vaya, que huya inmediatamente!».

La voz de Nicole explota de repente:

—¡Acabo de decirle que no tengo tiempo! Aquí hay un motín, doctor, ¿me comprende? ¡Un auténtico motín! Estoy yo, el doctor Levasseur, la doctora Marcoux, Manon, cinco guardias, las enfermeras… ¡Pero no es suficiente, joder! ¡Si esto sigue así, nos veremos obligados a llamar a la policía!

Siento algo malsano dentro de mí que me corroe las tripas.

—Yo… Pero ¿qué…, qué pasa exactamente? —balbuceo.

—¡Ah, déjeme en paz! —gruñe la enfermera antes de cortar la comunicación.

Dejo el teléfono sobre las rodillas. Estoy tan angustiado que hasta me duele. De nuevo, pienso en mi sueño. El hospital que ha desaparecido, la voz de Jeanne que grita: «Llegas demasiado tarde, Paul… Demasiado tarde…».

—¿Ha pasado algo grave?

Me ha preguntado el conductor. Me humedezco los labios varias veces y le pido al fin con una voz muy aguda:

—¿Podría…, podría ir más deprisa?

El joven me mira por el retrovisor. Ya no sonríe. Por primera vez, se da cuenta de que la situación es muy grave.

—Sí, de acuerdo…

Veo que la aguja se desplaza hasta ciento treinta. Miro la carretera fijamente, sin darme apenas cuenta de que me estoy mordiendo el labio inferior con fuerza. Contemplo las señales que desfilan. ¡Cuántas hay! Dios mío, ¿han añadido ciudades por la noche o qué?

Consulto el reloj una vez más: ¡las nueve! No hace ni diez minutos que he llamado, no voy a…

Marco.

Esta vez, suena sólo tres veces y me responden.

—¿Quién es?

No reconozco esta voz sobrexcitada, rabiosa e inquietante. Guardo silencio durante un momento lo bastante largo como para percibir el ruido de fondo, ahora perfectamente audible. Es una mezcla de gritos terribles, golpes, gemidos de dolor y un clamor terrorífico e inhumano. Escucho esta demencial sinfonía durante prolongados segundos, mientras mi cuerpo se echa a temblar. La voz histérica repite:

—¿Quién es?

¡Con estupor, reconozco por fin la voz de Jeanne!

—¡Jeanne! Por el amor de Dios, ¿qué está pasando? ¡Parece el fin del mundo!

—Paul, ¿eres tú?

—Claro que sí, soy yo, yo…

—¡Es un infierno, Paul! ¡Un infierno!

Lo ha dicho a toda velocidad, pero curiosamente, no noto ni rastro de miedo en su voz. Incluso, parece entusiasmada.

—¡Jeanne, vete ahora mismo! No…

—¡No te preocupes! Nos los vamos a cargar…

Me callo, atónito. No llego a creer lo que acabo de oír.

—¿Qu… qué? ¿Qué has…?

En medio de los alaridos de fondo, oigo a Jeanne emitir un sonido extraño. ¿Será una carcajada?

—Los vamos a degollar, Paul… Así aprenderán… Los degollaremos como a bueyes…

No reconozco su voz en absoluto: ahora destila maldad, deseos locos e intenciones perversas. Desquiciado, imploro:

—Jeanne, pero ¿qué te pasa? Por amor del cielo, ¿quién…?

—¡Degollarlos como a bueyes! —grita ella de repente.

A continuación, oigo un ruido sordo, como si el auricular hubiera caído encima de la mesa.

—¿Sí? ¿Sí? ¿Jeanne? ¡Jeanne, te lo suplico…! Jeanne…

Ya no está al teléfono. Todo lo que oigo son esos ruidos horribles, demenciales e insoportables. Y, en efecto, tengo de repente la impresión atroz de que he llamado al infierno.

Las palabras de Roy me vienen a la mente.

«¡He vuelto a tener ideas! ¿Sabe lo que eso significa?».

El lápiz en su habitación… Grito:

—¡Jeanne! ¡Jeanne, Jeanne!

Un ruido extraño, como un chisporroteo, otro golpe sordo, y luego nada. Ningún sonido. Ningún tono. La nada.

Cuelgo y vuelvo a marcar, frenético. Me tiemblan tanto los dedos que debo tranquilizarme tres veces. Suena. Diez timbrazos. Quince. Veinte. Siento cada toque como una cuchillada en el estómago.

—¡Responded! Responded, os lo suplico…

Luego, furioso, lanzo el teléfono contra la portezuela de mi derecha y el aparato estalla en pedazos. Echo miradas enloquecidas alrededor, como si me asfixiara dentro del coche… y al final veo la cara del taxista. Él me sigue observando por el retrovisor. Esta vez está pálido. Casi asustado. Nos miramos un instante en silencio y por fin se atreve a preguntar con un hilo de voz:

—¿Qué…, qué pasa exactamente? Algo… no va bien, ¿verdad?

Respondo con brusquedad:

—¡Tiene que ir más rápido! ¡Tiene que hacerlo!

—Escuche, si me ponen una multa, eso no va a…

—¡Olvídese de eso y vaya más deprisa!

Esta vez el taxista tiene miedo de verdad. El pobre debe de lamentar haber aceptado esta carrera. Yo me pongo a fumar, a pesar de la pegatina que lo prohíbe. Pierdo por completo la noción del tiempo. Me siento arrastrado por un torbellino de pánico que me oprime el corazón. Casi grito de asombro, cuando el joven, temeroso, me dice:

—¿A… adónde va, señor?

Atónito, miro por la ventanilla. ¡Longueuil! ¡Estamos llegando! Consulto el reloj: las nueve y diez. Han transcurrido diez minutos desde la última llamada. ¡Dios mío, pueden pasar tantas cosas en diez minutos!

—¡Al Hospital Sainte-Croix, en la calle de Notre-Dame! Coja el puente Victoria…

El joven vacila una vez más y pregunta:

—Alguien que conoce tiene problemas en el hospital, ¿verdad?

No respondo. Miro fuera y me muerdo los dedos.

Unos minutos más tarde, estamos en el puente. Es un milagro que no nos haya parado la policía. Puede ser un signo de esperanza…

Llegamos a la calle Notre-Dame. Diría que las imágenes pasan ante mis ojos a cámara rápida. Estoy cubierto de sudor e insulto sin cesar a los conductores que van delante de nosotros. Debo tener aspecto de loco de remate; el joven taxista está literalmente aterrado.

¡De repente, lo veo! ¡El hospital está allí, a lo lejos! Histérico, lanzo un grito de alegría.

Pero el terror me asalta de nuevo cuando reparo en dos coches de policía que bloquean la calle, antes de llegar al hospital. Un horrible presentimiento se apodera de mí.

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