Jeanne asiente en silencio y dice:
—Tal vez, los tres sacerdotes formaban parte de la secta maléfica con la que soñó Roy…
—Tal vez…
Curas que aparecen en sueños, sectas maléficas, accidentes de automóvil, premoniciones… Aún me cuesta creer que esté hablando de todo esto con tanta naturalidad. Mi voz cansada murmura:
—Creo que…, creo que preferiría que dejásemos de hablar de este tema por hoy…
El viaje continúa en un silencio total, incómodo. Cuando salgo del coche, Jeanne me dice:
—Esta noche llamo a Monette y mañana te comento…
—Perfecto.
En casa, Hélène se siente dividida entre tres emociones que, todas juntas, dan un resultado desconcertante: la alegría de volver a verme, el malestar que existe entre nosotros desde hace algún tiempo y la preocupación por encontrarme en tan mal estado.
Le doy un beso en la frente y nos sentamos en la cocina. Estoy agotado, pero encuentro fuerzas para hablar con ella.
Entonces, sin darme cuenta, se lo cuento todo. Todo lo relativo a Roy. Todo lo que no le he dicho desde hace tiempo. Hablo durante una hora, despacio, pero sin parar.
A continuación, le revelo mis dudas. Las dos puertas. La necesidad que siento de encontrar una respuesta.
Al final, le pregunto:
—¿Qué piensas de todo esto?
Ella me sonríe con cierta tristeza.
—No me acuerdo de la última vez que me pediste mi opinión.
Bajo la cabeza. Ella suspira y, un poco impresionada, dice:
—No sé… En verdad, es… una historia muy extraña. Inquietante, incluso. Comprendo que dudes…
Hélène cambia de posición en la silla.
—Pero tú, Paul…, en el fondo de tu corazón, ¿qué explicación deseas encontrar? ¿La locura… o la otra?
Me encojo de hombros.
—La locura sería más tranquilizadora para mí, por inexplicable que sea. Aunque también supondría la confirmación del fracaso de toda mi carrera, la confirmación de nuestra inutilidad. La otra explicación abriría nuevas perspectivas…, pero es tan aterradora…
—Y en el fondo de tu corazón, ¿cuál piensas que es?
—No lo sé, Hélène.
Pero ¿es verdad? ¿No he empezado a inclinarme hacia un lado? ¿Puedo mantenerme tan indeciso después de todo lo que sé?
Demasiado pronto…, todavía no…
Hélène me mira de repente atormentada, aunque su voz es firme:
—¿Y qué va a ser de nosotros dos?
No puedo evitar esta cuestión por más tiempo, pero aún no consigo responder con claridad. Si le digo otra vez «no lo sé», aunque es honesto, ella se marchará… de verdad. Y tendrá razón…
—Cuando encuentre una respuesta para Roy, tendré la mente más despejada, más liberada. Mientras no tenga certezas sobre este tema, seguiré dudando hasta de mí mismo. Y cuando se duda de uno mismo, se duda de todo, ya lo sabes…
Sentada lejos de mí, Hélène asiente con la cabeza, pero yo veo que sus ojos se llenan de lágrimas. De repente, siento una auténtica oleada de afecto hacia ella, muy intensa. Me levanto y la abrazo. Ella llora tranquilamente en mi hombro. Creo que yo también he llorado. Un poco.
Hacemos el amor. Por primera vez desde hace meses, llego hasta el final. Pero hay algo desesperado en esta comunión, como si lo hiciéramos por última vez.
Mientras concilio el sueño, las dos puertas aparecen de nuevo.
Una de ellas está ligeramente entreabierta. En mi imaginación grito despavorido:
«¡Es demasiado pronto! ¡Demasiado pronto!».
Pero la puerta permanece entreabierta.
P
ASÓ una noche tan atroz que, a la mañana siguiente, me siento completamente incapaz de afrontar el día. Me quedo en la cama mientras Hélène se levanta para ir a trabajar. Una hora después, llamo a mi secretaria y le explico con voz abatida que no iré al hospital. Luego me vuelvo a dormir.
El teléfono me despierta a las once de la mañana. Es Jeanne.
—¿Me llamas desde el hospital?
—Sí… Entonces, ¿abandonas el barco?
—He pasado una noche infernal… Pero ya me encuentro un poco mejor…
—Es una pena porque te has perdido una pequeña pelea esta mañana…
—¿Una pelea? ¿Quién ha sido?
—Uno de los pacientes de Louis, Marcel Bérubé, se ha peleado con uno de los tuyos, Jean-Claude Simoneau…
Me incorporo en la cama, sorprendido.
—Pero… ¿cómo ha ocurrido?
—Por una bobada —explica Jeanne en tono divertido—. Sabes que Simoneau ve espías por todas partes. Pues ha acusado a Bérubé de trabajar para el FBI. Todo el mundo está acostumbrado, pero esta vez Bérubé no se lo ha tomado bien. Y la cosa ha acabado en pelea.
—¿Una gran pelea?
—Sí. Incluso ha participado otra paciente, la señora Paquette. Es de las tuyas, ¿no? Se ha unido a la pelea, pero no sé por qué.
—¡La señora Paquette! ¡Pero si es muy dulce! ¿Cómo ha acabado todo?
—Los hemos separado. Los dos hombres sangraban por la nariz y el señor Simoneau tiene un diente roto. La señora Paquette ha intervenido muy al final como para resultar herida —Jeanne se ríe—. Sólo se ha despeinado.
Es verdad que este incidente, en tiempo normal, sería divertido. Pero, de repente, me acuerdo de la bronca del sábado pasado, en el comedor del hospital. A mi pesar, pregunto:
—¿Y Roy?
—¿Roy, qué?
—Durante la pelea, ¿estaba allí?
—No lo sé… ¿Por qué?
En la cama, me froto los ojos, inquieto. Estoy desvariando: veo a Roy en todas partes. Sin embargo, aunque no puedo explicarlo, estoy convencido de que la pelea tiene alguna relación con él. Ante mi silencio, Jeanne me comunica:
—He llamado a Monette. Está entusiasmado. Creo que ha apreciado mucho que por fin le pidamos ayuda…
—Me lo imagino…
—Me ha hecho muchas preguntas, por supuesto… Quería saber quién era ese padre Boudrault sobre el que le pedimos que investigue… Y si está relacionado con Roy.
—¿Qué le has respondido?
—Le he dicho que sí, desde luego… He añadido que sabrá más cosas si encuentra algo… Está de acuerdo. Se pone con ello hoy mismo.
—Perfecto.
Después de colgar, intento dormir un poco más, pero es imposible. En cuanto me adormezco, sueño con ojos. Con los de Archambeault… Con los de Boisvert, reventados… Con los de Roy… Con todos esos ojos que han visto…
Que han visto…
Miércoles. Me quedo en casa y preparo los expedientes para el coloquio de Quebec. Me marcho dentro de dos días y regreso el martes, 17. ¿Cómo voy a poder pasar allí casi cinco días, con lo preocupado que estoy? Pero pienso en la idea de ir a Mont-Mathieu y eso me devuelve el interés.
Suena el teléfono. Es Nicole, la enfermera jefe.
—Ha pasado algo grave con el señor Roy. He creído que le gustaría estar informado.
La escucho con el alma en vilo.
—Ha intentado suicidarse hace un momento.
Desde que despertó, temía que hiciera algo así. Al salir del estado catatónico, Roy lamentó no estar muerto. Imagino que un nuevo intento de suicidio era inevitable… Eso no impide que la noticia me impresione.
—¿Está fuera de peligro?
—Sí, no tema… Ha intentado cortarse las venas con un cuchillo del comedor.
—¿Cortarse las venas? ¿Sin dedos?
—Ha sostenido el cuchillo con los dientes, creo. Lo ha hecho en su habitación. Cuando lo han descubierto, se acababa de cortar las muñecas y había perdido poca sangre. Le hemos vendado las heridas y le vigilamos de cerca.
Me imagino a Roy llevando un cuchillo del comedor entre las palmas y luego, en su habitación, poniéndoselo en la boca y, con mucha dificultad, cortándose las venas… Se me pone la carne de gallina.
—¿Ha explicado su acto?
—El doctor Levasseur está aquí; ha intentado hablar con él…
—Pásemelo…
Unos instantes más tarde, escucho una nueva voz.
—Buenos días, Paul.
—Buenos días, Louis… Te agradezco que te hayas ocupado de Roy…
—No es nada. De todas maneras, se niega a hablar, o casi. Se limita a decir que no quiere vivir, que le dejemos en paz… Y se encierra en sí mismo…
Asiento con la cabeza. Louise pregunta:
—¿Cómo lo has diagnosticado, Paul? ¿Maniaco-depresivo?
Mi pobre Louis, si fuera tan simple… Respondo vagamente:
—Sí, algo así…
—Dime, nuestros pacientes están alterados últimamente, ¿no? Dos peleas en una semana…
—En efecto, en efecto…
Tengo ganas de colgar con rapidez. Me apresuro a darle las gracias una vez más y corto la comunicación.
Llamo a Jeanne de inmediato. No responde. Dejo un mensaje. Me llama al final de la tarde y le cuento el suicidio frustrado de Roy. Ella tampoco se sorprende.
—Entonces, ¿estás trabajando? —me pregunta.
—Hago los últimos preparativos para el simposio, aunque no tengo el ánimo para esto, te lo juro…
—Marc opina que no parezco estar muy en forma últimamente…
—¿Le tienes al corriente de… de todo esto?
—Sí, bastante, pero… te confieso que no me atrevo a contarle todas mis dudas…
Nos callamos. Los dos estamos cansados.
—Monette me ha llamado —dice ella por fin.
Me pongo tenso, siento un súbito interés.
—Dice que no ha encontrado nada especial sobre el accidente ni sobre el padre Boudrault; al menos, nada que añadir a lo que el artículo contaba. En último extremo, le he sugerido que busque en los años anteriores y que anote cualquier detalle insólito que tenga que ver con ese pueblo, Mont-Mathieu… Le he dicho que conceda especial atención a cualquier incidente relacionado con la religión… Ignoro si es una buena idea, pero no sabía muy bien hacia qué pista dirigirlo… Mont-Mathieu debe ser un pueblo pequeño donde nunca pasa nada… Si ha ocurrido algo particular en ese sitio, Monette lo encontrará sin duda.
—Sí… Sí, has hecho bien…
—Ha dicho que nos llamará mañana.
—Es rápido.
—¡Está muy excitado, deberías haberlo oído! Lleva dos días con esto. Pero tiene un montón de preguntas para nosotros, ya te imaginas…, y habrá que responderle, Paul.
Me callo, un poco enfurruñado; luego lo admito:
—Lo sé.
Quedamos al día siguiente en el Maussade y cuelgo.
Vuelvo a mis papeles. Durante unos instantes, examino los resultados relativos a la esquizofrenia que voy a presentar en el simposio.
«Sin duda, el esquizofrénico se hunde cada vez más profundamente en la enfermedad y no podemos hacer nada para que remonte, al margen de los esfuerzos que despleguemos para ello».
Leo esta frase varias veces.
De repente, tengo la impresión de que resume exactamente la situación que vivimos Jeanne y yo…
E
N el hospital hay un ambiente extraño. Mis pacientes están encerrados en ellos mismos, sombríos y taciturnos. Es evidente que ninguno se encuentra preparado para salir del centro. Hasta la joven Julie Marchand, que iba tan bien la semana pasada, amenaza con sumirse de nuevo en la depresión.
El señor Simoneau se niega a hablar de la pelea del martes. No confía en mí. La señora Paquette se limita a decir que debía participar, sencillamente.
En cuanto a Édouard, no sólo percibo inquietud en él, sino una especie de oscuro tormento.
—Usted nunca se pelea, Édouard… ¿Qué le ocurrió el sábado pasado?
Sentado en una silla, mi paciente se muerde las uñas y responde con una voz infantil:
—Fue Dagenais quien me provocó…
—Pero yo nunca lo había visto agresivo, Édouard. Nunca.
No responde, está ligeramente incómodo. Cambio de tema.
—¿Cómo se encuentra? ¿Sigue pensando que no saldrá de aquí?
Me mira con tristeza.
—No saldré… porque otra cosa entra…
—¿Qué quiere decir? ¿Qué entra?
—Entra…
No añade nada más. Al final, me despido, perplejo.
Paso por la habitación de Roy. Está acurrucado en la cama, con las manos bajo el mentón. Observo los vendajes recientes de sus muñecas. Cuando me ve, me lanza un improperio y se vuelve hacia el otro lado.
Sin decir una palabra, me siento a su lado. Después de un corto silencio, me dirijo a él con voz neutra:
—Sé que ayer intentó suicidarse otra vez, señor Roy. Honestamente, no me ha sorprendido.
No reacciona. Continúo:
—Aunque usted se niegue a hablar, nosotros estamos descubriendo cosas. Sabemos, por ejemplo, que el padre Boudrault fue a verlo cuando usted era adolescente y que quiso convencerlo de que dejara de escribir. La historia que le publicaron lo perturbó mucho, al parecer…
Esta vez, creo que se ha sobresaltado, pero nada más. Me inclino sobre él y prosigo:
—Escúcheme, Roy… ¡No le habla el psiquiatra…, sino el hombre que quiere comprender! ¡Sé que suceden cosas extraordinarias, no lo niego! Pero ¡ayúdeme, se lo suplico! ¡Debe decirnos quién es ese sacerdote calvo con el que sueña! ¡Debe hacerlo!
De espaldas, Roy habla al fin con una voz tan débil, tan rota, tan llena de angustia, que me cuesta entenderlo:
—¡No lo sé! ¡No lo sé! ¿Lo comprende? ¡Nunca he querido soñar con él ni con su secta! ¡Nunca le he pedido que me guiara, nunca, nunca!
Lo miro, incrédulo; entonces se tumba boca arriba, contempla el techo y gime:
—No ha terminado… Nada ha terminado…
—¿Qué quiere decir?
Con una brusquedad fulgurante, se incorpora y coloca sus palmas a ambos lados de mi cabeza. El contacto de sus manos sin dedos me produce una sensación de horror indefinible. Me quedo sobrecogido y petrificado.
—¡He vuelto a tener ideas! —me grita a la cara, con los rasgos deformados por el terror y la cólera—. Tengo nuevas ideas. ¿Sabe lo que eso significa?
En este momento, oigo que alguien entra en la habitación y, a pesar de las manos de Roy, vuelvo la cabeza. La señora Chagnon está de pie junto al marco de la puerta. Lleva el mismo moño de siempre, el mismo vestido gris demasiado grande, pero su mirada, habitualmente triste, está inyectada de un odio demencial. En la mano derecha, sostiene un largo cuchillo que seguramente procede del comedor y, entre sus dientes apretados, creo percibir el brillo de la espuma.
—¿Madame Chagnon? —balbuceo como un estúpido.
No me mira a mí. Sus ojos enloquecidos están clavados en Roy.
De repente, ella suelta un grito terrible y se precipita hacia nosotros. Quiero detenerla, pero entonces hace la última cosa de la que la creería capaz: me pega un puñetazo. Me caigo literalmente al suelo y veo las estrellas. Aún tumbado de espaldas, una sola idea da vueltas en mi cabeza dolorida: ¿cómo esta cincuentona menuda, que tiene la estatura de la madre Teresa, ha podido noquearme con esa fuerza?