Jeanne arruga el ceño.
—Antes de la llegada de Roy, yo estaba seguro de que nada tenía explicación. Al menos, tenía esa certeza. Ahora, ni siquiera la tengo, porque quizás haya una respuesta…, una respuesta que se encontraría más allá de la lógica y de la ciencia… Entonces tengo que buscar, indagar, si no…, si no me repetiré hasta el fin de mis días que me he equivocado, que a veces puede haber alguna explicación…
Adelanto la silla. No sólo le hablo a Jeanne, sino que me hablo a mí mismo, a mi conciencia.
—Si en el caso Roy descubrimos en efecto algo… irracional, entonces sabré que me he equivocado y podré ver todo desde una nueva perspectiva. Pero si descubro que es un simple loco que delira, como los demás…, entonces confirmaré que todos estos años tenía razón.
Jeanne acusa el significado de mis palabras. Hacía tiempo que nadie me escuchaba tan atentamente. Con voz pausada, dice:
—Pero, en ambos supuestos, se trata de una perspectiva sombría… En uno, te das cuenta de que llevas años equivocado, lo que es un fracaso. En el otro, compruebas que estabas en lo cierto al no creer en ninguna explicación, ¡y es deprimente!
Esbozo una pobre sonrisa.
—La serenidad de espíritu es un lujo que, evidentemente, no podré permitirme en mi jubilación…
Mi compañera se entristece.
—Lo que dices es terrible, Paul…
—Prefiero deprimirme con certezas que con dudas, Jeanne… Por eso, no puedo soltar a Roy, aunque, en el fondo, sería la solución más sencilla… Debo buscar, indagar, llegar hasta el final…
Me callo de nuevo. Recuerdo cuando estaba en la consulta y recibí la llamada de teléfono que me comunicó el despertar de Roy. Tuve la certeza de que eso lo cambiaría todo. Creo que, desde aquel instante, la duda se instaló en mí. De un modo inconsciente y solapado. Por fin, me lo confieso después de la noche pasada.
Me siento de pronto mortalmente triste. Me tiemblan un poco los dedos y tengo un nudo en la garganta.
—Te encuentras mal, ¿eh, Paul? —me pregunta Jeanne con dulzura, conciliadora.
De repente, me echo a llorar. Ni siquiera creo en mí mismo. La última vez que lloré fue cuando Arianne tuvo a su hijo, hace tres años.
—¡Joder, Jeanne, en unos años lo he perdido todo! Mis ideales, mis esperanzas, mi optimismo… ¡Incluso estoy a punto de perder a Hélène por no creer en nada! Y Roy… ¡Roy es como el último combate! ¡Un combate que me permitirá saber si yo tenía razón o no!
Sollozo, incómodo. No me atrevo a mirar a Jeanne, pero sé que me observa intensamente. Murmuro mientras me seco los ojos:
—Aunque en ambos casos me sienta infeliz, al menos, sabré por qué…
Al fin, levanto la cabeza. Jeanne está triste, lo noto, pero sonríe. Sólo por este gesto, comprendo que me quiere. Mucho. Una amistad fuerte y real. Me siento emocionado.
—No te condenes tan rápido a la desgracia, Paul —me aconseja con cariño—. Poco importan las conclusiones sobre Roy, al menos, habrás llegado hasta el final, algo que llevabas mucho tiempo sin hacer. Esto puede aportarte mucho.
Hago un ligero gesto de cansancio.
—No lo sé, Jeanne. No estamos en una película de Hollywood, donde las simples virtudes del héroe le permiten recuperarse… La realidad es bastante más ingrata…
Mi compañera esboza una mueca.
—Una respuesta, Jeanne… No pretendo la felicidad. Sólo saber si tengo motivos para perder la fe o no. Esto sería ya… extraordinario.
De nuevo, nos miramos. Hemos recuperado la complicidad, la complicidad y el respeto. Pero queda algo más. Una especie de miedo latente, tímido, como si no supiera si debe manifestarse abiertamente o no.
—Entonces, ¿nos ponemos a trabajar a fondo? —propone Jeanne.
Y añade con una sonrisa melancólica:
—¿Tu último caso?
Intento sonreír también. No estoy seguro de conseguirlo.
—Mi último caso.
Decidimos comer juntos. Mientras cruzamos el Núcleo, nos encontramos con Nicole. Le pregunto:
—¿Cómo va el señor Roy?
—En este momento, está acostado. Se ha levantado sobre las ocho, ha desayunado, pero cuando he pasado hace media hora, estaba durmiendo. Incluso había corrido las cortinas de la ventana.
—¿Novedades desde ayer?
—Desde ayer a mediodía le hacemos comer en el comedor, con los otros pacientes.
—¿Ofrece resistencia?
—En absoluto. Ayer comió y cenó con los demás, tranquilamente. Aunque se sienta solo, en un rincón, con la enfermera que le da de comer. No habla con los otros pacientes.
—Y ellos, ¿cómo reaccionan?
—Ponen cara de curiosidad, es evidente. Creo que algunos lo reconocen, pero nadie se atreve a hablar con él…
—Es extraño… Normalmente, son más curiosos…
Cuando estamos a punto de separarnos, oímos unos gritos. Los tres intentamos localizar su procedencia: vienen de la habitación de Roy.
Dos enfermeras se dirigen allí cuando les indico que se detengan.
—Dejen, yo me ocupo.
Hago una seña a Jeanne. Los dos nos lanzamos a paso rápido por el pasillo uno.
Los gritos de Roy son aterradores y están mezclados con sollozos. Por el camino, nos cruzamos con Édouard Villeneuve, asustado por todo este trajín.
—¿Qué pasa, doctor? —me pregunta con su voz insegura—. Parece que alguien grita…
—Todo va bien, señor Villeneuve.
—¿Vendrá a verme después?
Esta vez, no respondo. Jeanne y yo entramos en la habitación número nueve y cerramos la puerta detrás de nosotros.
La estancia se encuentra a oscuras. Roy está en la cama, con las sábanas por las caderas y el torso erguido, apoyado en los codos. Tiene el pelo desordenado y grita sin parar, al tiempo que echa miradas enloquecidas a todo lo que le rodea.
—¡Ha venido otra vez! —balbucea entre dos gritos—. ¡Ha venido otra vez!
—Yo me ocupo, Jeanne…
Ella asiente y se queda al margen, curiosa, mientras me acerco a la cama. Me inclino sobre el escritor y le rozo los hombros. Le tranquilizo despacio con una voz apacible:
—Todo va bien, señor Roy… Todo va bien, cálmese… Escuche…
Le hablo de ese modo durante un minuto. Por fin, se recuesta. Ya no grita, pero continúa en estado de choque. Mira alrededor mientras emite ligeros gemidos. Da pena verlo. Me da la impresión de que tengo delante a un hombre distinto al de ayer.
Creo que no me ve. Sabe que hay alguien, pero no se da cuenta de que soy yo. Como si estuviera medio dormido y soñara todavía. Me digo que debo aprovechar este estado para hacerle hablar lo más posible.
Me vuelvo hacia Jeanne. Inmóvil, me dirige una mirada de comprensión. Sin hacer ruido, acerco una silla a la cama y me siento. Pregunto en voz baja, como si hablara a un niño:
—¿Quién ha venido otra vez, señor Roy?
No responde. Sigue mirando alrededor, asustado.
—¿El sacerdote, verdad? ¿Habla del sacerdote?
Gime y asiente con la cabeza. Perfecto. Sobre todo, no forzar.
—¿Cuándo ha venido a verlo? ¿Hace un momento? ¿En sueños, mientras usted dormía?
—Siempre se manifiesta en sueños —replica Roy sin mirarme.
Responde sin tener conciencia de que soy yo. Perfecto, todo es perfecto…
—¿Reconoce entonces que sueña con ese sacerdote…, que no es real?
Su mirada, clavada en el techo, se ensombrece de inmediato.
—No hace falta ser de carne y hueso para ser real…
Asiento despacio. Mientras continúe en este estado semionírico, me hablará…
—¿Cómo es?
Sus pupilas se dilatan. No ve el techo ni la habitación. Le ve a él.
—Alto…, calvo…, de unos cuarenta años…, con ojos verdes…, pero brillantes…, muy brillantes…
—¿Y cuándo se le ha aparecido?
Gime cerrando los ojos. Respira agitado.
—Cada vez que tengo una…, una…
—¿Una idea? —completa, detrás de mí, la voz excitada de Jeanne—. ¿Una idea para una novela?
Me vuelvo y la fulmino con la mirada. Ella lo comprende y me hace un gesto desolado. Inquieto, vuelvo con Roy. Él solloza en voz baja. Jeanne ha dado en el clavo. Pero no puedo perderlo, ahora no. Acerco la cara y bajo el tono:
—¿Por qué se le aparece cuando tiene una idea, Thomas?
Abre los ojos. Su rostro cubierto de lágrimas parece encontrarse en otra parte, muy lejos… En un lugar terrible… Su voz suena etérea:
—Para guiarme. Para ayudarme. Cuando se me ocurre una escena horrible, cuando empiezo a escribir una nueva novela…, sueño con él poco después y…, y él me guía…
—¿Cómo lo hace?
Sus ojos desorbitados siguen fijos en el techo. Su pecho sube y baja con rapidez.
—No…, no sé… La mañana siguiente al sueño, salgo de mi casa… Camino sin rumbo… A veces, cojo incluso el coche para salir de la ciudad… No sé adónde voy, como si alguien me guiara… Camino o conduzco hasta que…, hasta que veo lo que tenía…, lo que tenía…
De repente, se pone el brazo sobre la cara y gime. No termina la frase, pero lo he comprendido perfectamente.
—¿Qué hace usted después?
Mi voz es tan baja que me pregunto si Jeanne me oye.
—Después vuelvo a mi casa… y… escribo… ¡Escribo!
Pronuncia esas dos últimas palabras con un odio terrible y se echa a llorar.
—¿Así ha sucedido cada vez? —susurro.
—¡Yo no quería continuar! —responde de repente, liberando la cara del brazo, con unos ojos enloquecidos—. ¡Cuando tuve la idea del policía que mata a los niños, quise…, quise que todo parara! ¡Era demasiado! ¡Me resistí, no salí de casa, no escribí, pero… la idea estaba allí y no quería marcharse! ¡Así que acabé por escribir! ¡A mi pesar!… Entonces, él volvió a visitarme…
Se lleva las manos vendadas al rostro y llora como un niño.
—¡Y salí a la calle! —solloza—. ¡Dios mío, salí, no puede impedírmelo! Me dejé guiar hasta…, hasta…
El resto desaparece entre las lágrimas. Decido desviar la conversación.
—Pero ¿por qué un sacerdote?
—¡No lo sé, no lo sé! —gimotea con la cara entre las manos.
En su voz, hay un tono de desesperada sinceridad.
Estoy conmovido. Si me lo hubiera contado ayer por la mañana, me habría limitado a escucharlo con oído profesional, sin que me afectara. Pero hoy…
Giro ligeramente la cabeza hacia Jeanne. Al verla con la mano en la boca y una mirada de desconcierto, comprendo que no se ha perdido ni una sílaba. Vuelvo con Roy.
—Y cuando le atacaron los dos punks, ¿el sacerdote le había… guiado también hasta aquel lugar?
Roy murmura algo. Creo reconocer un sí.
—¿Sabía que le atacarían?
Separa los brazos. Mantiene los ojos cerrados, como si se obligara a no abrirlos.
—No…, pero sabía que iba a sufrir.
Un escalofrío me recorre la columna vertebral.
—Pero ¿por qué?
Vacila. Su mandíbula se crispa. Por fin, balbucea:
—El sacerdote… Me decía… Me decía que, gracias a él, ahora sabía escribir buenas escenas de terror…, pero que faltaba un pequeño…, un pequeño detalle…
—¿Cuál?
—¡La experiencia del sufrimiento! No podría reflejar a la perfección el sufrimiento hasta que…, hasta que no lo hubiera experimentado…
—¿Usted aceptó?
—¡No tenía elección! —suelta en un largo grito de angustia.
Un profundo malestar se apodera de mí; de nuevo, me vuelvo hacia mi compañera. Ella está exactamente en la misma posición, petrificada por completo. Debería parar, pero tengo tantas cuestiones que plantearle… Debo aprovechar este estado secundario todo lo que pueda. Me humedezco los labios y pregunto:
—Y…, y los dos punks, cuando se… apuñalaron entre ellos…, cuando se volvieron como locos… ¿Quién los puso en…, quién hizo que perdieran la cabeza de ese modo?
De repente, Roy deja de llorar. Sus ojos siguen cerrados, pero adivino su perplejidad. Repito:
—¿Quién los volvió locos? ¿El sacerdote?
Por fin, abre los párpados y mira en torno a él con los ojos guiñados, como si se acabara de despertar. Ha vuelto, lo veo claramente. Le ruego, con una voz llena de consideración:
—Respóndame, Thomas.
Por primera vez, él me ve de verdad. Me reconoce y frunce el ceño, desconfiado.
—¿Cómo sabe… lo de los dos punks?
Discurro en mi interior a toda velocidad y decido cambiar de tema. Mi voz suena un poco aguda:
—¿Desde cuándo se le aparece ese sacerdote, señor Roy? ¿Desde sus comienzos? ¿Desde el primer día en que empezó a escribir?
—¿Cómo sabe lo de los dos jóvenes? —reitera, apoyado en los codos.
Retiro mi cara. Se ha terminado, no sacaré nada más de él. Busco algo que decir.
—¿Se lo he dicho yo? —insiste el escritor con una cara torcida por la cólera y el miedo—. ¿He sido yo?
—Cálmese, señor Roy…
—Pero ¿qué le he contado? ¿Qué le he dicho desde que he empezado a hablar?
Cada vez se pone más nervioso. Me pilla desprevenido. Jeanne lo comprende, se acerca y le susurra:
—Pero tiene que hablar, señor Roy. Es preciso, si quiere que le ayudemos…
—¡Desde luego, no comprenden nada en absoluto! —se pone a gritar, incorporándose de golpe—. ¡No pueden ayudarme! ¡Nadie puede ayudarme!
—¡Claro que sí, confíe en nosotros! ¡Nosotros podemos!
No sé si pienso o no lo que digo. Desde hace varios años, no creo ser de ninguna ayuda para estos desgraciados…
Pero ¿para Roy…?
«¿A menos que sea a mí a quien pretendo ayudar?».
El escritor me mira unos instantes. Al cabo de dos segundos, ha recuperado la calma. En su mirada, veo una mezcla de desprecio, lástima y tristeza. Con suavidad, pero en un tono sombrío, articula:
—Se acabó, doctor… No le diré nada más…
—Señor Roy, por favor…
—Déjeme a solas, si es tan amable.
Se tumba de espaldas y gira su rostro neutro hacia el techo.
—Escuche, señor Roy. Debe confiar en nosotros si…
—¿Me dice la hora?
Su pregunta me desconcierta. Jeanne se ve obligada a responder:
—Sí… Sí, son las doce menos cuarto…
—Debo vestirme para comer. Llame a una enfermera para que me ayude…
—Señor Roy…
—Se acabó, doctor —repite mientras vuelve la cabeza hacia mí.
Y, en sus ojos, hay una resolución tan inquebrantable como desesperada.
Como ese reflejo sombrío…, familiar…, insondable…
Suspiro y consulto a Jeanne con la mirada. Ella asiente despacio. Por fin salimos y, en el pasillo, me propone: