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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (12 page)

Monette me mira con aire de decirme: «¿Lo ve?»… Y luego añade:

—En cualquier caso, es probable que algunas personas lo pararan en la calle para pedirle un autógrafo. En todas partes hay gente así. Sin embargo, una multitud reunida en torno a un asesinato, una muerte violenta, un incendio o cualquier drama de este tipo está mucho más interesada en la tragedia en cuestión que en Thomas Roy. Aunque algunas de las personas de la muchedumbre lo hubieran reconocido, quizá se sorprendieron un instante, pero sin duda el escenario del drama recuperó su atención enseguida. Ni siquiera los periodistas que lo identificaron hablaron de ello. Excepto uno, el de la colisión múltiple de vehículos.

Me muerdo los labios. Aún no estoy convencido, pero en el fondo sé que Monette tiene razón. Jeanne parece más impresionada que yo. El periodista saca una hoja de papel de su maletín y me la alarga.

—Como temía que usted se mostrara escéptico, aquí tiene los nombres de los periodistas en cuestión. Llámeles, dígales que yo le he dado su número de teléfono…

Rechazo la hoja con aire gruñón. Monette se la tiende a Jeanne, que la coge, un poco azorada, y la mira sin más.

—¡Cinco veces en el lugar de dramas violentos y mortales! —repite Monette con complacencia.

Jeanne parece por fin recuperarse de la sorpresa.

—¿Cómo es posible que la policía no lo haya interrogado nunca si ha sido testigo de tantas catástrofes?

Monette separa las manos; no parece que la pregunta le haya pillado de improviso.

—¡Puede que la policía lo haya interrogado! ¡Tal vez sí, tal vez no! Admitamos que le hayan tomado declaración en dos o tres de los casos. ¿Esto cambia las cosas? ¿Cómo encontrar una relación? Miren los artículos de los periódicos, las tragedias ocurrieron en diferentes lugares de Montreal, ¡incluso una tuvo lugar en Sherbrooke! Si la policía de Montreal lo interrogó en 1976 como testigo; luego la de Anjou en 1983 y, más tarde, la de Sherbrooke en 1992, ¿cómo establecer una conexión? ¡Demasiada dispersión en el tiempo y en el espacio! ¡Y eso si admitimos que lo han interrogado, algo que estamos lejos de poder asegurar!

Monette posa su mano de nuevo sobre la pila de papeles.

—El cuaderno de Roy ha reunido todos esos dramas, los ha colocado unos al lado de los otros. Esto me ha ayudado.

Nos mira. No sonríe, pero su rostro rebosa de orgullo. Me muerdo los labios una vez más.

—De acuerdo. Ya habíamos descubierto que Roy se inspiraba en todos esos artículos para escribir sus libros. La única información que usted añade es que se encontraba en el lugar donde ocurrieron cinco de esos dramas. Bueno. ¿Adónde nos conduce esto?

Monette abre unos ojos como platos.

—Pero ¿no le sorprende? Cinco veces testigo de muertes violentas…

—¡No sabemos si ha sido realmente testigo! Quizá llegó justo después de la tragedia…

—Bueno, antes, durante, después, ¿qué cambia eso? —insiste el periodista nervioso—. ¡Él estaba allí! ¡Cinco veces en veinte años! ¡Cinco! ¿No le parece… extraordinario?

Me enfurruño y no despego los ojos de la cerveza. Por fin, concedo:

—Es cierto que la casualidad es sorprendente.

—¡Casualidad! —repite el periodista riendo con sarcasmo—. ¡Su mala fe me contraría, doctor Lacasse! ¿Conoce a muchas personas que puedan presumir de haberse encontrado en el lugar de un drama mortal cinco veces en su vida? ¡Sobre todo cuando sabemos que Roy se gana su pan escribiendo historias de ese tipo! ¡Que se inspira en ello!

Levanto los brazos al cielo, exasperado:

—Pero ¿a dónde quiere llegar, Monette? ¡Sea claro, por Dios! Usted no piensa que sea una casualidad, ¿verdad? ¿Roy se las habría arreglado para asistir a estas tragedias? ¡Por favor, seamos serios!

Jeanne bebe un trago de zumo. Está impresionada con estas revelaciones, es evidente, pero consigue mantener la objetividad.

—Señor Monette, el doctor Lacasse tiene razón. Es cierto que todas esas coincidencias son extrañas, pero de ahí a imaginar que…

Ella no completa su idea y hace un gesto vago, desconcertado. El periodista se defiende.

—Yo no imagino nada. Nada en absoluto. Sólo les enumero los hechos.

Suelto un ruidoso suspiro. Bebo un trago de cerveza mientras echo un vistazo alrededor. Algunos clientes nos observan furtivamente. Tendré que ser más discreto si no quiero llamar la atención.

Monette se encoge de hombros, pero se ve que está muy satisfecho con el efecto de sus palabras.

—Yo sólo he pensado que todas esas… curiosidades podrían interesar a los doctores que tratan a Roy…

—¡Por eso no ha acudido a la policía! ¡Porque no tiene material para acusar a Roy!

—¡No he acudido a la policía porque no quiero acusar a Roy de nada! —se impacienta el periodista recalcando sus palabras—. ¡Sólo pretendo informarles de cosas reales! ¡Reales! ¡Tengo el cuaderno para probarlo, los testimonios de los periodistas, todo! ¡He descubierto dos puntos en común: la influencia de estos artículos en la obra de Roy y el hecho de que ha presenciado estas tragedias!

—¡Va un poco deprisa! ¡Sólo se encontraba en el lugar en cinco casos!

—Cinco que nosotros sepamos —precisa Monette.

Arrugo la frente, sin estar muy seguro de comprender con claridad. De repente, Jeanne abre mucho los ojos y murmura, estupefacta:

—Vamos, señor Monette, no creerá que…

Ahora consigo entenderlo. La indignación me golpea con tal fuerza que, a mi pesar, me levanto de un salto, como si el periodista tuviera una enfermedad contagiosa. Lo miro pasmado y suelto en un susurro:

—¡Está loco, Monette!

—Cuidado con lo que dice, doctor…

—¡Pero hay que estar loco para creer que Roy habría asistido a cada uno de los dramas! Porque es lo que usted cree, ¿verdad? ¡Que habría sido testigo de todos los sucesos! ¡Que se encontraba en el lugar todas las veces! ¡Las cuarenta y tres veces!

—Escúcheme… —protesta el periodista con suavidad.

—Pero, señor Monette —interviene Jeanne más tranquila—, usted ha dicho que conocía a nueve de los periodistas que habían escrito estos artículos. Les ha llamado y sólo dos le han confirmado que vieron a Roy en el lugar de los hechos…

—¿Y qué? ¡Tal vez los otros siete sencillamente no se fijaron! ¡Tal vez Roy ya no estaba cuando ellos llegaron!

—¡Está realmente loco!

—¡Escúcheme! —repite el periodista con autoridad—. ¡Siéntese! ¡Está llamando la atención!

Me siento a regañadientes. Monette se explica, muy serio de repente, mirándonos a los ojos.

—¡Sabemos que Roy ha sido testigo de cinco de esos dramas! Cinco. ¿Estamos de acuerdo? ¡Ya es mucho! ¡Pero imaginemos que yo soy Roy! Colecciono todos los artículos en los que me inspiro y los pego en un cuaderno. Este cuaderno es lo que los reúne, lo que demuestra que tienen un punto en común, un nexo. ¿Vale? Bueno. Ahora bien, además de inspirarme en estas tragedias, he presenciado, por casualidad, cinco de ellas. ¿Qué hago? ¿Qué sería lo normal que yo hiciese? ¿Que las dejara entre el resto de artículos, sencillamente pegadas, sin nada que las identifique?

Monette se calla un segundo, a la espera de nuestra reacción. Yo no digo nada y lo miro de frente, como si lo desafiara.

—No —continúa él—. No, los rodearía con un lápiz rojo, haría una pequeña marca en el margen o escribiría un signo en un lado, no sé, cualquier cosa, pero ¡los distinguiría del resto! ¡Porque estos cinco artículos tienen una particularidad! ¡No sólo me han servido de inspiración, como los otros, sino que, además, yo me encontraba en el lugar de los hechos cuando ocurrieron, al contrario de los otros! ¡Yo indicaría, de alguna manera, que estos cinco artículos tienen un segundo punto en común que los relaciona entre ellos y los distingue de los demás!

Señala los artículos que tiene delante de él.

—¡Pero aquí, nada! ¡Ni un signo, ni lápiz rojo, nada! ¡Estos cinco sucesos que Roy ha presenciado no parecen distinguirse en absoluto de los otros! ¿Por qué? ¡Precisamente porque no son diferentes de los demás! Lo que podría indicar…

—¡Eso no se sostiene!

—… que Roy ha sido testigo de todos esos sucesos…

—¡Su razonamiento es absurdo!

—… y si se encuentran todos en el mismo cuaderno, sin distinción, se debe a que ¡todos tienen esos dos puntos en común!

—¡Sólo es una suposición, Monette! —replico indignado—. ¡Usted habría marcado esos artículos con un signo distintivo, pero eso no quiere decir que Roy lo habría hecho!

—¡Habría sido lo lógico!

—¡En absoluto! ¡Roy era capaz de recordar los sucesos que había presenciado sin necesidad de rodearlos o subrayarlos! ¿Cómo puede insinuar que… que…?

—¡Paul, cálmate!

Ha sido Jeanne quien me lo ha suplicado. Me callo, un poco aturdido. Varios clientes me miran con aire reprobador. Incluso mi compañera se encuentra algo incómoda. En realidad, no es mi estilo comportarme así. Es la segunda vez que pierdo mi sangre fría por culpa de Monette. Y él, por increíble que parezca, está radiante. No le violenta ni lo más mínimo.

—¡Doctor Lacasse, le repito que no insinúo nada! ¡He comprobado una serie de hechos que, debe reconocerlo, son inquietantes! ¡A partir de ahí, se pueden imaginar muchas cosas! Incluso, se puede creer que se trata de la casualidad. Pero…

Su sonrisa se alarga y un destello de pura excitación cruza su mirada.

—Pero reconozca que todo esto es bastante insólito…, bastante increíble…, que hay motivos para pensar toda clase de cosas…

Consigo dominar mi indignación y, de repente, lo comprendo: ¡Monette se divierte! ¡Eso es! Ha hecho toda esta investigación, pero encuentra esta historia emocionante, ¡como un juego! ¡Este descubridor de cotilleos está a punto de escribir la historia más grande jamás publicada sobre una estrella!

¡Aunque no se da cuenta, no percibe la magnitud de lo que aventura! En última instancia, le resulta del todo indiferente que esto sea verdad o no. ¡Lo único importante es el potencial mediático de su historia!

Después de mirarle un buen rato en silencio, me levanto despacio y le apunto con un dedo tembloroso de rabia contenida. Mi voz es baja. Apenas la reconozco.

—No intente nunca… nunca ponerse en contacto conmigo.

No reacciona, sólo me mira a los ojos. Yo me doy la vuelta, a punto de marcharme, pero Monette me espeta, con una seguridad desarmante:

—No debería irse tan deprisa, doctor. Tengo cosas aún más increíbles que contarle… sobre ese último artículo, que parece ser el único que no ha servido de inspiración a Roy… Pero para saber más, deberá venir a mi casa…

Lo miro una última vez.

—Si piensa que voy a seguirlo hasta su casa, está aún más loco de lo que imaginaba.

Y, después de lanzar una mirada sombría a Jeanne, me marcho de la terraza con un andar erguido. Oigo que mi compañera me sigue y me llama:

—¡Paul! Paul, escúchame…

En la acera, me vuelvo y le indico con la mano que se detenga.

—Ni una palabra más, Jeanne… Podría ser muy… muy maleducado.

Ella entorna los ojos, aterrada. Le doy la espalda y continúo con paso rápido. Soy incapaz de hablar más. Estoy demasiado enfadado.

Contra ella. Y contra mí.

En casa, Hélène ya está arriba, leyendo en la habitación, imagino. Me sirvo un gran vaso de agua en la cocina y lo bebo de un trago. Esto me calma ligeramente.

Me lo he buscado. Cuando lo he reconocido en la terraza, debería haberme marchado en el acto. ¡Pero me he quedado, lo he escuchado y he perdido el tiempo!
Veni, vidi… stupidi
! ¡Espero que me sirva de lección!

Que Roy haya presenciado cinco de esas tragedias es bastante increíble, lo admito. La casualidad es impresionante. Pero cómo… cómo deducir que…

Con la espalda apoyada contra el fregadero, suelto entre dientes:

—¡Miserable y estúpido Monette!

¡Y Jeanne! ¡Ella no pierde nada por esperar!

Subo por fin a la habitación. Al ver que me desnudo con gestos bruscos, Hélène levanta la vista del libro y me pregunta sorprendida:

—¿Qué te pasa?

—Nada. Acabo de perder toda una noche.

Cojo un libro a mi vez y me deslizo entre las sábanas.

—¿Y eso?

—Nada importante.

Hélène no insiste y vuelve a su lectura, aunque yo percibo su decepción, la amargura de su silencio. Debería contárselo, lo sé, pero no me apetece.

Los dos leemos, sin decir una palabra.

La iglesia se alza ante ti. Es gris y amenazante. Los gemidos que salen de ella te dan escalofríos. Experimentas el gran sentimiento, la gran emoción del Horror.

El Mal está muy cerca.

Abres la puerta y entras. Está oscuro, pero, a lo lejos, distingues el altar; delante, hay alguien. Que espera.

Caminas. Mientras avanzas, adivinas presencias a los lados, entre los bancos. Algo se mueve. Algo gesticula. Y, sobre todo, algo sufre. Gemidos, gritos, ruidos inmundos. Como siempre, miras hacia delante, te niegas a volver los ojos hacia los bancos. Pero con el rabillo del ojo percibes pequeños detalles. Chorros rojos; miembros retorcidos; bocas abiertas, agonizantes; instrumentos que brillan…

Una vez, miraste. Sólo una vez. Y fue suficiente.

Sigues avanzando, en medio de estos gritos y estos espasmos de dolor. La silueta que está delante del altar se perfila con precisión. Es alguien alto. Delgado. Vestido de oscuro. Con alzacuellos. Por supuesto, sabes de quién se trata. Es el cura calvo. No distingues su rostro con claridad. Sólo divisas sus ojos verdes; clavados en ti, te miran con un brillo inquietante.

Y, a pesar de tu malestar, te acercas, rodeado de ese clamor. Avanzas bajo la mirada fulgurante del cura calvo.

Capítulo 5

M
E siento furioso. Por suerte, estoy solo en el ascensor: debo de dar miedo. Como todos los martes, Jeanne me espera frente al mostrador de Jacqueline, pero no tengo ganas de verla. No tan pronto. Ha intentado ponerse en contacto conmigo este fin de semana, pero le dije a Hélène que no quería hablar con ella. Evidentemente, Hélène me preguntó la razón y yo le conté que Jeanne había permitido la intervención de un periodista en el caso Roy sin mi consentimiento. A mi mujer no le pareció tan grave como a mí y le repliqué que ella no podía entenderlo. A continuación, ella contestó que era difícil que lo comprendiera si yo no le explicaba nada. Y así seguimos hasta la discusión inevitable.

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