—Le confieso que sí, señor Monette. Anoche le llamé por propia iniciativa. El doctor Lacasse no estaba en absoluto al corriente de que usted estaría aquí esta tarde. Aunque no había descartado la idea de quedar con usted en algún momento. Sólo que aún no había tomado la decisión.
—¡Ah! Entonces, ¿pensaba hacerlo? Esto ya es interesante…
Su tono es cínico. Yo preciso:
—Pero luego decidí no hacerlo.
—¿De verdad? —replica el periodista.
¡No voy a soportar ese aire fanfarrón toda la velada! Por eso, decido aclarar las cosas enseguida:
—Señor Monette, si mantiene ese juego con demasiada insistencia, me levanto y me voy. ¿Está claro?
—Desde luego, doctor Lacasse, no se ponga nervioso…
Sigue sonriendo, pero mi advertencia ha dado fruto. Monette me tiene por fin sentado frente a él y no piensa dejarme marchar. Jeanne empieza a relajarse.
—Perfecto… Podremos hablar como gente civilizada.
Pido una cerveza al camarero. Jeanne dice con un tono grave:
—Señor Monette, la carta que ha enviado a Paul nos ha dejado muy intrigados, hay que admitirlo…
El tipo se hincha de orgullo. Yo me apresuro a añadir:
—Por otra parte, la manera que ha utilizado para conseguir ese cuaderno de artículos no es muy brillante, señor Monette. ¿Sabe que la señorita Girouard ha sido despedida por su culpa?
—¿De veras? —pregunta el periodista fingiendo un gesto afligido—. ¡Oh!, es una lástima… De haberlo sabido…
—Ahórrenos sus pésimas dotes de comediante. Sé muy bien que no le importa lo más mínimo…
—Juzga demasiado rápido, doctor… Para que haya compradores de información, hacen falta vendedores…
A continuación, nos observa a Jeanne y a mí con aire irónico.
—Además, los dos deberían saberlo, puesto que están aquí…
—¿Eso qué quiere decir?
—¡Señores, vamos, cálmense! —interviene Jeanne desesperada.
El camarero, muy sonriente, vuelve con mi cerveza. Pago y doy un trago largo. Esto me tranquiliza un poco. Monette toma también un buen trago de su vaso. Saca su paquete de cigarrillos, pero le digo con sequedad:
—Hay una mujer embarazada delante de usted, señor Monette, por si no se ha dado cuenta.
Sé perfectamente que Jeanne tolera que se fume en su presencia, pero considero una pequeña victoria privar a Monette de ese placer (aunque eso signifique privarme yo también). El periodista duda; luego guarda el paquete en la chaqueta, contrariado.
—Bueno —empieza Jeanne al tiempo que coloca las dos manos encima de la mesa—, es cierto que el cuaderno de artículos de Roy es interesante. Ahora bien, en su carta, usted parece insinuar que sabe más que nosotros sobre ese cuaderno. Y si ese «más» pudiera ayudarnos a avanzar en el caso Roy, entonces…
Hace un gesto vago.
—En cualquier caso, deben de estar intrigados, puesto que se encuentran aquí —señala el periodista con aires de listo.
—Hay que añadir una matización —corrijo—. Personalmente, no estoy nada convencido de que su supuesta información sea tan interesante.
—Pero tiene una ligera duda; en caso contrario, no habría aceptado sentarse aquí, conmigo… Habría podido dar media vuelta y marcharse…
Soporto en silencio su mirada burlona. Se ha apuntado un tanto y ahora le odio aún más.
—Le escucharé, señor Monette, aunque espero por su propio bien que lo que diga sea pertinente e importante. Si me hace perder el tiempo, si mi sentido de la ética queda en entredicho por nada, nunca se lo perdonaré.
Monette hace una mueca ridícula.
—No sé si mi información puede ayudarle, pero sin duda no puede perjudicarle…
—Le escuchamos.
Levanta la mano izquierda con una risotada.
—¡Bueno, bueno! ¡Un momento, no es tan sencillo! Voy a contarles algo… muy particular. Se trata de una información… ¿cómo decirlo?…, muy extraña…, que podría perjudicar a Roy…
¡Jodido farolero! ¡Diablos, se cree que está en una película policiaca! Pero, en lugar de ponerme nervioso, decido utilizar también la ironía y le digo con una ligera sonrisa:
—¿Por qué no ha ido a contar todo esto a la policía?
Monette esboza un gesto vago, escéptico, y toma su vaso.
—No hay nada lo bastante tangible, suficientemente concreto como para abrir una investigación… Además, la policía no tendría nada interesante que decirme.
A continuación, bebe un trago mientras nos lanza una mirada socarrona. Mi sonrisa se desvanece. De repente, le apunto con el dedo.
—Vamos a aclarar esto enseguida. Usted no obtendrá ninguna información de nuestra parte, ¿entendido?
—El doctor Lacasse tiene razón, señor Monette —insiste Jeanne con más suavidad que yo—. No tenemos ningún derecho a contarle lo que sucede en una clínica psiquiátrica, debe comprenderlo…
Por primera vez en toda la velada, Jeanne dice algo que me agrada. Parece que no ha perdido la cabeza hasta el punto de olvidar su sentido de la responsabilidad.
El periodista apoya ambos codos en la mesa y junta las palmas de las manos con la misma actitud de un político que se prepara para soltar un discurso particularmente brillante. Una vez más, sus ínfulas me dan náuseas.
—Escúchenme bien —comienza con un tono pausado—, estoy escribiendo un libro sobre Roy, creo que ya se lo he dicho. Tenía la intención de entregarlo para su publicación dentro de unas semanas, pero cuando supe que había ingresado en una clínica psiquiátrica, me dije que no podía dejar pasar este hecho, que debía mencionarlo en mi libro. Profundicé sobre el tema y luego me encontré con el cuaderno de artículos…
—Porque pagó por ello —añado con desprecio.
—Poco importa —continúa Monette sin inmutarse lo más mínimo—. El caso es que he tenido ese cuaderno en mis manos… De ese modo, he descubierto cosas…, cosas que no pueden ni imaginarse… Pienso incluirlo todo en mi libro, por supuesto…, pero quiero una conclusión, un informe psiquiátrico, una explicación de lo que pasa con Roy: cómo lo atienden, cómo está viviendo ahora, encerrado entre cuatro paredes…
Nos mira a cada uno y continúa:
—En este momento, en el caso Roy, están atascados. El mero hecho de que se encuentren aquí lo demuestra…
Aprieto los dientes. Otro tanto para este individuo pretencioso.
—Tal vez mi información les ayude a avanzar. Al final…
Sus ojos brillan de orgullo.
—… al final, ustedes me necesitan más a mí que yo a ustedes.
—¡Que presunción! ¡Al oírle, Monette, parece que la suerte de Roy depende de usted!
—Yo no iría tan lejos. Sólo digo que sé cosas que pueden cambiar su punto de vista sobre Roy…
Me mira a los ojos con una cara impasible. Hay que darle algo: sabe ser convincente. Tiene sentido del suspense. Un auténtico periodista manipulador. Echo un vistazo a Jeanne. Ella mira su vaso de zumo de pomelo, pensativa. Al final, levanta los ojos y pregunta:
—Si nos negamos a darle alguna información, señor Monette, ¿qué hará usted?
Él se encoge de hombros con gesto relajado.
—Publicaré mi libro en cualquier caso, incluyendo todo lo que sé, que ya es mucho.
—En esas condiciones, sólo tenemos que esperar a la salida de su libro y leerlo —comento—. De este modo, conoceremos por fin su famosa «información misteriosa».
Monette me mira un instante totalmente estupefacto, aunque se repone enseguida y se echa a reír:
—¡Vamos, eso no es serio!
Me doy cuenta de que he arañado su armadura y esto me da una repentina confianza.
—¿Por qué no? De todas maneras, de aquí a que salga su libro, ¿quién le dice que Roy no se ha curado y ha abandonado el hospital? No sabemos lo que va a pasar dentro de dos días o de una semana… Ni usted ni yo.
Monette arruga el ceño. Cada vez me siento en una posición de mayor fuerza y continúo con seguridad:
—Si usted lo publica en este momento, ¿cuál será su conclusión? ¿Que Roy está en tratamiento psiquiátrico, aunque usted no tiene la menor idea de lo que le pasa? ¿Y si Roy, al salir del hospital, explica a los periodistas lo que ha ocurrido de verdad? ¿Su versión de los hechos coincidirá con los supuestos descubrimientos impactantes de su libro? No, sacar su libro ahora es demasiado arriesgado, usted lo sabe…
Acerco la cabeza al periodista, que no deja de mirarme. Una mirada cada vez más sombría.
—Le voy a decir lo que usted quiere. ¡Quiere decirnos lo que sabe sobre Roy! Nos ha hecho creer que no está obligado a ello, que no nos necesita, pero eso es falso. En realidad, se muere de ganas de divulgar esa información porque desea que Roy salga lo antes posible del hospital. ¡Su recuperación sería un final perfecto para su libro! Eso le permitiría hablar de su colaboración con los médicos de Roy y de su contribución a su restablecimiento gracias a la valiosa información secreta que ha descubierto usted mismo… ¡Cuánta gloria para usted! Y ¿quién sabe? ¡Tal vez sueña rematar toda esta historia con una entrevista de Roy! ¡Su propio testimonio inédito! Pero, para eso, ¡debe recuperarse! ¡Y pronto! Entonces, aunque no le digamos nada sobre Roy, usted nos va a contar lo que sabe, porque lo hace en su propio beneficio.
Me callo, bastante orgulloso de mi pequeño discurso. Por primera vez en toda la velada, Monette está completamente desestabilizado. Me mira boquiabierto y no se le ocurre nada en absoluto que decir. Sólo por ver este gesto aturdido valía la pena encontrarse con él esta tarde. Si no me controlara, me reiría de satisfacción. Sin embargo, me limito a tomar tranquilamente un trago de cerveza, un buen y largo trago, tan placentero como los que se toman junto a la piscina, bajo el sol del verano. Dejo en la mesa mi vaso casi vacío y miro con calma a Monette, cuya expresión atónita no ha cambiado ni un ápice.
Al final, se vuelve hacia Jeanne, como para buscar su ayuda, pero mi compañera no dice ni una palabra. Ella también se limita a beber de su zumo, mientras me lanza una furtiva mirada de admiración. Decido, por puro orgullo, llevar más lejos mi ventaja y le explico señalando mi vaso:
—Dentro de unos treinta segundos, me terminaré la cerveza. Si en ese momento no ha empezado a explicarnos lo que tiene, me levantaré y me iré. Y me da la impresión de que la doctora Marcoux va a hacer lo mismo.
Jeanne asiente con la cabeza. Monette mira mi vaso como si esperara que explotara; luego se dirige a mí, furibundo:
—Pero ¿por quién me toma, Lacasse? ¿De verdad cree que necesito contárselo todo? ¿Que no puedo sacar mi libro si Roy no se cura?
—Es lo que vamos a ver dentro de veinte segundos.
Entorna los ojos. Su estrategia ya no funciona, se ha dado cuenta. ¡Qué satisfacción que se le haya borrado la sonrisa de la cara! Se inclina hacia mí, nervioso de repente.
—Escuche, comprendo que no pueda decirme nada de lo que pasa en este momento, pero… no sé, yo… Bueno, tiene razón, espero conseguir una entrevista en exclusiva de Roy cuando salga, aunque estoy seguro de que la voy a obtener… ¡Pero usted también puede concederme una! ¡En exclusiva! Podría explicarme el tratamiento, cómo se ha desarrollado…
—Eso depende de que Roy esté de acuerdo.
—¡Estará de acuerdo! ¡Roy adora la fama, le encantará que se haya escrito un libro sobre él!
—Lo veremos cuando se encuentre mejor.
Dirijo la cerveza a mis labios. Con un gesto seco, Monette me agarra la muñeca y detiene mi movimiento.
—¡Escúcheme! —chilla en un tono rabioso—. ¡Escúcheme un segundo!
Uno o dos clientes de la terraza nos miran un instante. Monette se calma bastante, aunque no me suelta. Aprieta los dientes; en su mirada, hay cierta desesperación. Desesperación y frustración.
—Si Roy, al salir del hospital, acepta que se hable de su caso, ¡júreme que me concederá una entrevista en exclusiva! ¡Júremelo!
Lo miro unos segundos. Sabía que lo había calado, pero no hasta este punto. La recuperación de Roy no es importante en sí para este periodista sediento de gloria. Todo esto le interesa únicamente en función de su libro. Por un momento, pienso en responderle que no. El mero hecho de concederle una entrevista a esta rata me da un asco tremendo. Pero si Roy está de acuerdo (suponiendo que vuelva a hablar algún día), ¿por qué no? Si la información de Monette nos ayuda de verdad, siempre podría hacerle este pequeño favor.
—Si Roy da su consentimiento, sí.
—¡Júrelo!
Sonrío con condescendencia.
—Se lo juro.
El periodista me mira a los ojos y me suelta la muñeca con un gesto tranquilo y decepcionado a la vez. Comprendo muy bien lo que siente. Las cosas no se han desarrollado en absoluto como él esperaba. Se hace un silencio. Nos llegan los ruidos de las conversaciones de los otros clientes. Acabo mi cerveza de un trago, mientras que Jeanne, menos conciliadora que antes, habla por fin:
—Ya hemos perdido quince largos minutos, señor Monette. Esperemos que valga la pena.
El hombre se relaja. Al decir esto, Jeanne le ha devuelto las riendas y eso le encanta. Hace que se sienta de nuevo importante. Coge un maletín del suelo y lo coloca encima de la mesa.
—Les juro que no les decepcionará…
Se dispone a abrirlo cuando ve al camarero y detiene su gesto con aire suspicaz. Muevo la cabeza, algo cansado. Pero ¿dónde se cree que está? ¿En una película de James Bond? Pido una segunda cerveza y Jeanne otro zumo de pomelo; Monette, irritado, hace una seña de que no quiere nada. Cuando el camarero se ha alejado, el periodista abre por fin su maletín. Jeanne mira con atención, intrigada. Yo tengo mis dudas.
Monette saca un montón de hojas, que deposita sobre la mesa.
—Cuando tuve el cuaderno de Roy en mis manos, se pueden imaginar que me apresuré a fotocopiarlo íntegro. Contiene cuarenta y tres artículos y los he estudiado uno por uno. Esto me ha llevado a confeccionar la siguiente lista: he escrito los títulos de las novelas y los relatos de Roy y los he relacionado con los artículos del cuaderno que le sirvieron de inspiración.
El periodista nos tiende una lista a cada uno.
—Como pueden ver, en ocasiones, varios artículos han sido utilizados para una sola novela o un relato breve.
Leo las primeras líneas de la lista:
FE MORTAL, relato publicado en marzo de 1974.
Artículo relacionado: «Un sacerdote muere en un accidente de circulación», aparecido en diciembre de 1973 (
Le Journal de Québec
).