—Hasta aquel día, Archambeault era normal: un tipo con sentido del humor, sano…
—¿Y Archambeault no da ninguna explicación de su conducta?
—No. Su mujer se encuentra en estado postraumático. Ella nos asegura que todo iba bien. Su marido no tenía ningún problema, nada que pudiera presagiar semejante drama. Él es padre de dos niños pequeños. Todo su entorno comenta que era un padre perfecto, un marido cariñoso… Reina una incredulidad total.
Bélair mueve la cabeza, desconcertado. Lo comprendo. Le debe de parecer inconcebible e indignante que un compañero haya actuado así. Me pregunto si podrá llevar el interrogatorio hasta el final.
—Y tú, Joseph, ¿qué piensas? —le digo a mi antiguo compañero.
—Tiene el perfil de una persona equilibrada, en efecto. Su pasado no encierra ningún signo latente de crisis, ni siquiera ínfimo. Es bastante inquietante.
—Pero no es un caso único —digo con gesto de evidencia.
—No, desde luego. Inquietante, pero no único.
—Y, desde que está aquí, ¿cómo se encuentra?
—Tranquilo como un niño. Tanto que pensamos trasladarlo a un centro de reclusión convencional hasta que se celebre el juicio.
Llegamos a una puerta cerrada. El locutorio.
—Os dejo —anuncia Lucas—. Paul conoce el lugar.
Nos damos la mano y se aleja. Bélair me interroga con la mirada.
Me había jurado que no vería nunca más a un «individuo peligroso» en toda mi vida.
Y estoy a punto de encontrarme con uno. Uno de los de verdad.
—Será la última vez, la última, en serio —digo en un murmullo.
—¿Perdón?
—Nada.
Abro la puerta y entramos.
El locutorio parece un pequeño comedor de colegio, lo que resulta más tranquilizador para los visitantes. Está amueblado con varias mesas, rodeadas de bancos. En un rincón, hay incluso máquinas de refrescos y de aperitivos. En uno de los lados, se encuentran unos ventanales que dan a un patio interior y que dejan pasar ampliamente la luz del día. En resumen, un sitio normal, donde se espera ver a alumnos en lugar de a psicópatas.
Guío a Bélair hasta una de las mesas bajas y nos instalamos en un banco, uno al lado del otro. El policía mira alrededor, como si buscara algo.
—No debería tardar —le digo.
Bélair saca del bolsillo de la camisa un bolígrafo y un bloc de notas, y se pone a hacer garabatos, nervioso. Yo contemplo la puerta, al fondo de la habitación. No por la que hemos entrado nosotros. Otra. La que comunica con el otro mundo.
Por fin, se abre y aguanto la respiración.
Entra Archambeault, escoltado por dos guardias armados. Va vestido con un pantalón de algodón negro y una camisa blanca. Limpio. Peinado y afeitado. Es idéntico a las fotos de los periódicos: cara redonda, ojos pequeños y marrones, mentón con hoyuelo, nariz chata… Un tipo corriente. Excepto que en las fotos sonreía. Aquí, todo lo contrario. Las fotos fueron tomadas cuando él formaba parte de otra vida…
Lleva esposas en las muñecas y en los tobillos, lo que le obliga a caminar con pasos cortos. Cojea ligeramente, y eso me recuerda que su compañero tuvo que dispararle una bala en la pierna.
Se detiene delante de la mesa. Nos mira con aire impasible y se sienta enfrente de nosotros. Los dos guardias se instalan en otra mesa, un poco más lejos. Bélair hace un ligero movimiento de retroceso, pero Archambeault no mira al policía. Me observa a mí. Intensamente. Examino sus ojos. Indiferentes. Cansados. Tal vez, un poco tristes. Tal vez.
Además, percibo en su mirada ese reflejo impreciso, esa sombra misteriosa con la que me he enfrentado algunas veces en veinticinco años y que nunca he conseguido definir ni comprender.
También la vi en los ojos de Boisvert justo antes de que se los reventara.
«¿Qué ve usted?».
Ahuyento este horrible recuerdo de la mente y presto atención a Archambeault, sentado frente a mí.
Este hombre ha matado a sangre fría a once niños.
Mi estómago se contrae con más fuerza. En silencio, respiro profundamente varias veces. Me calmo.
Bélair carraspea. Cuando empieza a hablar, su voz es un poco más aguda de lo que debería, pero, después de todo, se defiende muy bien. Aunque hay algo en su tono, una emoción discreta, que aún no logro identificar.
—Señor Archambeault, soy el sargento detective Bélair. Me ocupo de la investigación. Le presento al doctor Paul Lacasse, psiquiatra. Está aquí para ayudarme.
Archambeault sigue concentrado en mí y no ha mirado a Bélair ni un solo instante.
—Estaba seguro de que no era policía —dice.
En el cine, los psicópatas internados siempre tienen una voz dulce, inteligente, tranquila y educada. La voz de Archambeault no es nada de eso. Resulta más bien lánguida, un poco campesina y ligeramente nasal. Pero tranquila, sí. Muy tranquila.
—¿Y eso por qué?
Sonríe. En un bar, parecería un tipo simpático. Con esta sonrisa, se habrá granjeado muchos amigos, habrá tranquilizado a los criminales que detenía. Es la misma sonrisa de las fotos de los periódicos. Sin embargo, hoy sólo es una apariencia. Un reflejo social. Un mecanismo vacío. Sonríe sin sonreír.
—He sido policía durante diez años. Entre nosotros, nos reconocemos.
A mi vez, esbozo una sonrisa educada. Aunque, al mismo tiempo, lo imagino apuntando con sus dos revólveres hacia los niños. Cuando se ha tratado con estos pacientes durante cierto tiempo, nuestras reacciones frente a ellos resultan complejas. Ya no podemos limitarnos a sentir sencillamente aprensión u odio, como todo el mundo. También experimentamos curiosidad… y fascinación. Esto es lo que más me repugna. Que el horror fascina. Y ya no quiero que este sentimiento me fascine. Lo comprendí cuando Boisvert vació el contenido de sus ojos sobre mi rostro.
Hoy, delante de Archambeault, a quien no comprendo y a quien nadie comprenderá jamás, vuelvo a sentir fascinación, a mi pesar. Como un viejo reflejo que se ha limitado a dormir durante años, cuando yo creía haberlo aniquilado para siempre. Una fascinación repugnante.
—Señor Archambeault, tengo que hacerle algunas preguntas —interviene Bélair.
Mi acompañante no está fascinado. Por fin, capto cuál es el sentimiento que el sargento intenta ocultar desde la entrada de Archambeault. El odio. El simple y humano odio. Aunque es inútil y caduco, envidio este sentimiento que me permitiría desligarme por completo de Archambeault.
El asesino mira por fin al sargento. Bélair, de repente turbado por esta mirada, se inclina sobre su bloc y empieza a escribir mientras pregunta:
—¿Conoce usted a Thomas Roy?
La pregunta es directa. El sargento espera provocar alguna reacción en Archambeault. Pero éste se limita a fruncir ligeramente el ceño. Sólo duda un segundo.
—Sabe que él estaba allí cuando maté a los niños, ¿verdad?
La frialdad con la que ha evocado la masacre… Si la respuesta ha pillado a Bélair de improviso, no lo aparenta:
—Puede ser… ¿Estaba?
—Sabe muy bien que sí, en caso contrario, no lo habría mencionado…
—¿Lo conocía?
—Por su fama, como todo el mundo.
—¿Personalmente?
—No.
Ninguna vacilación en este «no». Categórico y seguro. Bélair levanta la nariz de su bloc, glacial.
—Entonces, ¿qué hacía él allí?
—Ni idea.
—¿Pasaba por casualidad?
Esta vez, Archambeault no responde. Sus manos esposadas se cruzan sobre la mesa y sostiene la mirada de su interlocutor, impasible. Los dos guardias, sentados un poco más lejos, se desinteresan de nuestra conversación por completo.
Bélair adelanta la cabeza. Ha recuperado la seguridad, ya no siente miedo. Sólo le queda el odio, que no consigue controlar del todo.
—Archambeault, si Roy está metido en este asunto, no hay razón para que usted sea el único que pague por ello…
Para mi sorpresa, el asesino suelta una risa nasal, francamente divertida y, al mismo tiempo, desprovista de alegría.
—Pero ¿qué me está contando? ¿Piensa que Roy y yo hemos organizado la matanza juntos?
Bélair no se deja desconcertar.
—Pero sabía que él estaba allí, lo ha dicho usted mismo…
—Sí, lo vi.
—¿En qué momento?
Archambeault levanta la mano derecha para rascarse la mejilla; la izquierda sigue la misma trayectoria, unida por las esposas.
—Justo antes de realizar el primer disparo. Cuando levanté el arma para disparar, lo vi al otro lado de la calle. Lo reconocí y me puse a pegar tiros.
—¿Eso es todo?
—Es todo.
Un corto silencio. Bélair estudia al asesino, que sostiene su mirada con la misma indiferencia.
—¿Era la primera vez en su vida que lo veía?
—En persona, sí.
—¿Nunca había hablado con él?
—No.
—Entonces, estaba allí por casualidad, ¿no?
De nuevo, Archambeault no responde a esta cuestión. Este detalle me intriga.
—Le he hecho una pregunta, señor Archambeault…
—¿Por qué piensa que Roy tiene algo que ver con esto? —pregunta el ex policía.
Bélair vacila y me mira con aire interrogativo. Comprendo a dónde quiere ir a parar y, después de una corta reflexión, decido que podemos contárselo. Entonces empiezo:
—El día de la matanza, por la noche, encontraron a Thomas Roy en su casa, atravesado en la ventana…
Le cuento brevemente el estado del escritor. Es curioso, pero hablar me hace bien y, aunque el dolor de estómago sigue ahí, ahora resulta soportable. Archambeault me escucha con atención. No llegaré a afirmar que mi relato le apasiona, pero su máscara impasible se tiñe de una ligera curiosidad. Al final, reflexiona unos instantes y pregunta:
—Cuando lo encontraron, ¿había empezado una novela que narraba mi historia?
—No exactamente su historia, pero se parece mucho. Se trata de un policía que se prepara para matar a unos niños, según me han dicho…
—Pero yo no preparé nada. Fue un arrebato, eso es todo.
Esta sangre fría, esta terrible sangre fría…
—Poco importa: el señor Roy asistió a la escena y eso le habría… inspirado.
—A menos que entre los dos prepararan la matanza —añade Bélair.
El ex policía lo mira, incrédulo.
—Si hay que ser claro, lo seré: Thomas Roy y yo no nos conocemos. No hemos preparado nada juntos y nunca en mi vida lo había visto antes de aquel día. ¿De acuerdo?
—Entonces, ¿usted insiste en que él estaba allí por casualidad? —se empeña en preguntar Bélair.
Silencio de Archambeault. Este silencio obstinado frente a esta cuestión me inquieta cada vez más. Le interrogo con más amabilidad que Bélair:
—Señor Archambeault, ¿piensa que Thomas Roy estaba allí por casualidad?
Me había jurado no intervenir directamente, pero qué se le va a hacer… Archambeault duda. Por primera vez, parece atormentado. Examina sus manos unos instantes, se humedece los labios…
Y yo aguardo. Tan nervioso como un paciente que espera un diagnóstico importante del médico. Con todo mi corazón, con toda mi alma, deseo que responda «sí». ¡Por supuesto que va a responder «sí»! ¿Qué otra cosa podría contestar? ¿Acaso necesito la respuesta de este maniaco para convencerme de la inutilidad de este encuentro?
Archambeault contesta al fin:
—No.
Una descarga eléctrica me recorre la columna vertebral. Bélair levanta el bolígrafo, dispuesto a escribir. El dolor de estómago aumenta un grado. Estupefacto, no se me ocurre nada que replicar. El sargento toma el relevo:
—Entonces, ¿qué hacía él allí?
Archambeault se vuelve hacia Bélair y reflexiona, como si él mismo se hiciera esa pregunta. Al final, explica con voz neutra:
—Aquel día, todo iba bien. Me sentía animado, tenía ganas de ver a mi mujer y a mis hijos después del trabajo. Cuando Boisclair salió del coche para pedir los papeles del tipo que acabábamos de parar, esperé tranquilo dentro del vehículo. Luego vi a los niños que se ponían en fila delante del jardín botánico. A continuación, me dije: mátalos.
Se gira hacia mí. Su cara es como el mármol y su mirada, vacía.
—Mátalos. Así. Sin motivo.
Se me seca la boca.
—Entonces salí con mi revólver y con el que llevábamos en el coche. Caminé hacia el parque y luego me quedé parado. En ese momento, tuve un instante de confusión: ¿qué estaba haciendo allí? A continuación, vi a Roy. Y comprendí que tenía que hacerlo. Que yo estaba allí para eso. Acto seguido, apunté a los niños… y disparé… Todas las balas…
Se impone un largo silencio. No veo a Bélair, pero lo siento paralizado junto a mí. Mi mirada está soldada a la de Archambeault. No se mueve ningún rasgo de su rostro. Sólo una vaga tristeza asoma en sus ojos. Pero ¿es realmente tristeza?
Y ese reflejo, ese maldito reflejo que no consigo comprender…, que nunca he comprendido…
Ya no me duele el estómago. Ahora me duele todo el cuerpo.
Bélair se aclara la voz y pregunta:
—¿Está… está diciendo que Roy lo animó con la mirada a… a disparar?
—No —responde Archambeault volviéndose hacia el sargento—, no digo eso. Roy no me incitó a nada. Sólo digo que salí del coche con la idea de matar a esos niños, sin motivo…, que vacilé en el sitio… y que al ver a Roy sentí cómo mis dudas desaparecían…
—Porque leyó un mensaje de ánimo en su mirada —insiste Bélair.
—¡No, no! —irritado, Archambeault hace un signo violento con la mano—. ¡No vi nada en sus ojos, ni aliento, ni aprobación! ¡Ni siquiera sé si me miraba directamente!
—Pero, entonces, ¿por qué afirma que su presencia despejó sus dudas? —pregunta el policía, nervioso—. ¿Por qué dice que no estaba allí por casualidad?
Archambeault entorna los ojos, pensativo.
—Reflexioné sobre esto después… Cuando me encontré aquí. Pensé en Roy y… me dije que él estaba allí para ser…
Se calla, reflexiona un momento y completa la frase:
—… para ser testigo.
Acuso el impacto. A mi pesar, el eco del encuentro con Monette resuena en mi cabeza.
—¿Testigo de su matanza? —pregunta Bélair, perplejo.
—No lo sé. Testigo, nada más.
Se calla y su mirada se pierde de pronto en el vacío.
¿Por qué estoy tan impresionado? Este hombre es un demente, lo que acaba de contar debe considerarse como puro delirio, como las declaraciones de los asesinos que afirman haber recibido una orden del mismo Dios. Me repongo de la impresión: es el término «testigo» lo que me ha alterado un instante. Recupero con rapidez mi autocontrol y pregunto: