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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (14 page)

Calló y desvió los ojos hacia la ventana, hacia el espacioso césped, los jardines en floración y, en lontananza, la sombría Torre de la Alta Hechicería.

—Me fue concedido el privilegio de devolver la esperanza al mundo, semielfo —recordó con una mezcla de orgullo y gratitud—. Y se me transmitieron dotes curativas para el cuerpo y el alma. No pretendo alardear, pero ¿quién puede afirmar otro tanto de su propia experiencia? Me voy en el conocimiento de que la Iglesia ha sido firmemente instaurada, de que la configuran clérigos de todas las razas. Sí, incluso kenders. —Sonriente, retiró de su frente un mechón de cabello cano y, suspirando, confesó—: ¡Aquél fue un período de prueba, que hizo que se bamboleara mi fe! Todavía no hemos evaluado la cantidad exacta de objetos desaparecidos, ni su valor, si bien hay que admitir que son criaturas de corazón puro, voluntariosas y amenas, esta última una cualidad apreciable. Siempre que sentía languidecer mi paciencia durante su aprendizaje, me figuraba qué haría Fizban o Paladine según se nos reveló a nosotros y en especial a Tasslehoff, tu pequeño amigo, a quien profesaba una estima muy particular. Así hallaba soluciones a todos los conflictos.

El rostro del héroe se ensombreció cuando el anciano mencionó al entrañable kender. Le pareció que Dalamar levantaba un instante la cabeza desde las profundidades de la butaca, donde, abstraído, contemplaba las candentes brasas. Pero si lo hizo, a Elistan le pasó inadvertido.

—Lo que más me preocupa es no dejar a un sucesor en mi puesto, a alguien que perpetúe mi misión —gimió el moribundo, pero aún sereno, clérigo—. Garad es un hombre bondadoso, quizá demasiado. Posee las virtudes de un Príncipe de los Sacerdotes, pero al igual que nuestros ancestros en el cargo, no comprende que hay que mantener el equilibrio y contar con la aportación de todos para que el mundo no sucumba. ¿No opinas lo mismo, Dalamar? —consultó al elfo oscuro.

Con gran sorpresa de Tanis, el aludido significó su asentimiento mediante una leve inclinación de la barbilla. Se había desprendido del embozo para beber con más comodidad unos sorbos del vino tinto que los servidores le habían ofrecido. Tenía los pómulos sonrosados y las extremidades ya no le temblaban.

—Eres prudente, Elistan —ensalzó al dignatario—. Ojalá otros gozaran de tu clarividencia, de tu erudición.

—Más lo primero que lo segundo —puntualizó el sacerdote—. No se trata de atesorar cultura, sino de juzgar los asuntos desde todos los ángulos, en lugar de ceñirse a prejuicios que estrechan los ángulos de mira. Y tú, Tanis —abordó a su otro oyente—, ¿has aprovechado para explorar tu entorno, para analizar el paisaje y detectar ciertas irregularidades?

Señaló con el índice hacia el ventanal, en cuyo marco se perfilaba, nítida sobre el intenso azul del cielo, la Torre de la Alta Hechicería.

—No estoy seguro de haber captado tu mensaje —se excusó el semielfo, quien, dado su pudoroso talante, detestaba manifestar sus emociones, rehuía compartirlas.

—No te muestres esquivo —le reconvino su interlocutor, con una energía insólita en un enfermo—. Pasaste revista a la estructura de la Torre, luego a la del Templo, y decidiste que era muy adecuado que se irguieran una frente a otro. Fueron muchos los que se opusieron a construir el santuario en este lugar a Garad le pareció un emplazamiento desafortunado y, ¡cómo no!, también a Crysania.

Al oír aquel nombre, Dalamar, parco hasta entonces en palabras y ademanes, se atragantó, sufrió un repentino ataque de tos y se vio obligado a posar la copa en la mesa auxiliar a fin de no derramar su contenido. Tanis, por su parte, comenzó a caminar desazonado de un lado a otro del aposento, según su arraigada costumbre, hasta que cayó en la cuenta de que podía importunar al yaciente y volvió a sentarse, moviéndose luego, inquieto, en tan opresiva postura.

—¿Se han recibido noticias de la Hija Venerable? —inquirió en voz baja.

—Perdóname, Tanis —se disculpó Elistan—, no era mi intención trastornarte. Te aconsejo que deseches esos reproches con los que tú mismo te atormentas. Lo que hizo Crysania fue seguir los dictados de su albedrío y, si te sirve de consuelo, agregaré que ni siquiera yo podría haber influido en su determinación. Nunca la habrías detenido, ni tampoco rescatado de lo que su sino le haya deparado. No, no han llegado hasta mí nuevas acerca de su paradero.

—Pero hasta mí sí —se interpuso el mago, tan contundente e impersonal que, al instante, captó la atención de sus dos contertulios—. Ése es uno de los motivos por los que os he congregado hoy aquí.

—¿Cómo? —vociferó el semielfo, a la vez que se ponía de nuevo en pie—. ¿Eres tú quien nos ha convocado? Estaba persuadido de que la iniciativa fue de Elistan. ¿Se oculta tu
shalafi
detrás de todo esto? ¿Es él el responsable de la desaparición de la dama? —Avanzó un paso, sonrojada la faz detrás de la barba pelirroja. Dalamar se incorporó, mostrando un peligroso centelleo en los iris de sus ojos y deslizando la mano de modo casi imperceptible hacia una de las bolsas que colgaban de su cinto—. Porque, si le ha hecho el menor daño, pongo a los dioses por testigos de que le retorceré su dorado cuello.

—Astinus de Palanthas —anunció un clérigo, muy oportunamente, desde el umbral.

El historiador se situó en el marco de la puerta. Su rostro atemporal no exhibió ninguna expresión mientras sus ojos estudiaban la alcoba y registraban los pormenores de muebles y seres vivos para, después de clasificarlos, registrarlos en el libro que regía su existencia. En sus sensibles retinas se grabaron el semblante enrojecido, iracundo de Tanis, la altivez y el desafío que alteraban las cinceladas facciones del elfo oscuro, los surcos dejados por e! agotamiento en el rostro del moribundo eclesiástico.

—Dejad que adivine —pidió a los presentes al mismo tiempo que, imperturbable, penetraba en la sala.

Una vez en el centro de la estancia, depositó el enorme ejemplar que siempre llevaba consigo sobre una mesa escritorio, tomó asiento, abrió el tomo por una página en blanco, sacó una pluma de un adornado estuche, inspeccionó la punta y, alzando la vista, ordenó al clérigo que le había acompañado que le trajese tinta. Éste, sobresaltado, no atinó a moverse hasta que Elistan le hizo una señal, momento en el que abandonó a toda prisa la habitación.

—Dejad que adivine —repitió el cronista su original preámbulo—. Estabais discutiendo sobre Raistlin Majere.

—Es verdad —proclamó Dalamar— que soy yo quien os ha reunido en el Templo.

El acólito se instaló de nuevo ante la chimenea y Tanis, todavía renegando, lo hizo en la cabecera del paciente. Garad, el sacerdote encargado de proporcionar tinta al historiador, regresó con ella y preguntó si requerían sus servicios, antes de, al obtener una respuesta negativa, recordar a los visitantes que no debían cansar a su superior. Su recomendación fue severa y estaba justificada pero no pareció merecer la atención de los tres invitados. Así que dio media vuelta y se alejó, enfurruñado.

—Mi llamada os habrá acarreado algunos inconvenientes —continuó el nigromante, sin dejar de observar a Tanis— pero serán livianos comparados con lo que a mí me espera. Al igual que todos mis hermanos de credo, el hecho de pisar este recinto sagrado entraña un castigo inenarrable, que habré de aceptar. Sin embargo, era urgente que os hablara a los tres. Elistan no podía acudir hasta mí, y supuse que el semielfo rehusaría hacerlo. En consecuencia, no me quedó otra alternativa.

—¿No podrías entrar en materia? —exigió, más que pedirlo, Astinus—. El universo evoluciona, la vida transcurre mientras estamos aquí encerrados. Ya has explicado que debías reunimos a todos. ¿Por qué razón?

El hechicero guardó un corto silencio, otra vez con las pupilas fijas en las llamas. Cuando hizo su gran revelación, no varió su cabizbaja postura.

—Nuestros temores más acendrados se hacen realidad. Él ha cumplido su propósito.

Capítulo 2

Raistlin y Crysania llegan al abismo

«Ven a casa.»

Aquella voz se dilataba en su memoria. Alguien se había arrodillado junto a la acuosa laguna de su mente y vertía las palabras sobre su tranquila, transparente superficie. Los rizos de la conciencia le perturbaban, le despertaban de un sueño pacífico y reparador.

«Ven a casa, hijo mío, ven a casa.»

Al entreabrir los párpados, Raistlin se topó con la cara de su madre, quien, sonriente, extendió una mano y acarició las finas hebras de cabello que se esparcían indómitas sobre su frente.

—Mi desdichado pequeño —dijo la mujer, ahora con tanta nitidez que su proximidad se hizo tangible—, he visto todo lo que te han hecho. ¡He pasado tanto tiempo a la expectativa! He sollozado —afirmó, y sus pupilas humedecidas confirmaron este aserto—. Sí, hijo mío, los muertos también lloramos y, a qué engañarnos, es el único consuelo que tenemos. Pero la pesadilla ha concluido. Estás a mi lado y puedes descansar.

El archimago forcejeó contra su propia flaqueza para incorporarse. Al examinar su cuerpo, comprobó, horrorizado, que lo cubría un manto de sangre, pero no sentía dolor ni descubrió ninguna herida. Jadeaba y, cuando quiso respirar, apenas pudo inhalar una bocanada de aire.

—Yo te auxiliaré —ofreció su madre.

Comenzó a aflojar el cordón de seda que ceñía la cintura del nigromante, el fajín del que se hallaban suspendidos sus saquillos y los valiosos ingredientes de sus sortilegios. En un impulso reflejo, Raistlin apartó aquella mano intrusa y, mitigando un poco su ahogo, observó el paraje.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy? —indagó.

En medio del caos que le rodeaba, se destacaron los recuerdos de su infancia, ¡de dos infancias distintas! La suya e, inexplicablemente ligada, la de otro. Miró a su progenitura, y se le antojó al mismo tiempo la mujer que le había dado la vida y una perfecta desconocida.

—¿Qué ha ocurrido? —repitió, irritado, luchando con los recuerdos, que amenazaban con arrebatarle el último resquicio de lucidez.

—Has muerto, hijo —le descubrió su fantasmal acompañante—. Has entrado en el seno del más allá. Ahora nadie podrá separarnos.

Raistlin quedó estupefacto, incapaz de reaccionar. Al rato, sucedida la laxitud por el frenesí, rebuscó entre las evocaciones que antes había intentado conjurar y, despacio, ordenó el rompecabezas. Algo falló, y había estado al borde de perecer. ¿En qué pudo equivocarse? Se llevó la mano a las sienes, palpó carne, hueso, calor, y entonces se hizo la luz. ¡El Portal!

—¡No! —se rebeló, clavando en su madre unos ojos que irradiaban chispas—. Es imposible.

—Perdiste el control de la magia —susurró ella, paciente, alargando de nuevo los dedos para tocarlo. El hechicero eludió su contacto y la aparecida, con la triste sonrisa que le era peculiar y que Raistlin tan bien conocía, dejó caer la mano en el regazo—. El campo magnético se deshizo, las fuerzas enfrentadas te despedazaron. Se produjo una terrible explosión, que mudó la faz de las llanuras de Dergoth, y la fortaleza de Zhaman se vino abajo. Fue una agonía tener que presenciar el espectáculo de tu sufrimiento.

—Sí, conservo una vaga noción del dolor —corroboró el nigromante—. Pero hay algo más.

¿Qué era? Revivió en su mente la escena en que, circundado por los brillantes estallidos de luces multicolores, invadió su alma un éxtasis exultante. Más tarde, las cabezas de dragón que guardaban el Portal bramaron enfurecidas y él envolvió a Crysania en un abrazo protector.

Se enderezó, para ampliar su campo de visión. Se encontraba en un terreno liso y regular, una especie de desierto. En lontananza, se insinuaban unas montañas, unas cumbres de aserrado perfil, que creyó identificar. ¡Claro, era el reino de Thorbardin! Ladeó el rostro y divisó las ruinas del alcázar, desfigurado en una calavera que parecía engullir la planicie a través del eterno rictus de su boca. Dedujo que estaba en las llanuras de Dergoth. El paisaje era inconfundible. No obstante, al mismo tiempo que lo reconocía, detectaba algo en él que lo hacía nuevo, diferente, acaso el aura rojiza que lo teñía todo y que le sugirió la idea de estar espiando aquellos rincones familiares con los ojos inyectados en sangre. Así, aunque los objetos conservaban sus formas originarias, el purpúreo tamiz les confería una entidad distinta, opuesta incluso a la que se imprimía en su retina.

Estaba seguro de haber visto la Calavera durante la Guerra de la Lanza, una vez asumida su actual apariencia de montaña, y desde luego no tenía el rictus de obscenidad que había ahora en sus pétreos labios. También la cordillera del fondo marcaba un pronunciado relieve, más sobresaliente del habitual, al definirse sus líneas sobre el cielo. ¡El cielo! Al contemplar el contraste, Raistlin tragó saliva. ¡El firmamento era un inmenso espacio vacío! Giró la cabeza en todas direcciones y comprobó que, pese a la ausencia de sol, no era de noche. No se veían lunas ni estrellas y el color indescriptible de la bóveda celeste, entre rosáceo y carmesí, se asemejaba al reflejo del crepúsculo.

Bajó la mirada hacia la mujer que, frente a él, continuaba arrodillada en el suelo. Endureció los rasgos, indescifrables sus emociones, y declaró en un acento que denotaba firmeza, confianza:

—No he muerto. He vencido. Ésta es una prueba fehaciente de mi triunfo. No he olvidado los relatos del kender cuando, tras salvarse del abismo, se personó en aquel campamento y fue mi prisionero en Zhaman. Dijo que el reino de las tinieblas era una extensión monótona, similar a todos los lugares que había visitado pero igual a ninguno. He traspasado el Portal y accedido al plano de la inmortalidad.

Inclinándose hacia adelante, el mago agarró a la mujer por el brazo y la obligó a ponerse en pie.

—¡Fantasma ilusorio! —la imprecó—. ¿Dónde está Crysania? Confiesa, quienquiera que seas, o haré caer sobre ti la ira de los dioses.

—¡Raistlin, basta ya! Me estás lastimando.

El aludido se inmovilizó. Aquel timbre era el de la sacerdotisa y, al aguzar la vista para cerciorarse, advirtió que era su brazo el que oprimía. Avergonzado, redujo al instante la presión pero recobró la compostura en un santiamén y atrajo aquel cuerpo hacia sí, inconmovible frente a sus intentos de liberarse.

—¿Crysania? —la interrogó, examinándola con suma atención.

—Por supuesto —titubeó la mujer, sin saber a qué atenerse—. Algo anda mal. Te suplico que me expliques de qué se trata. Desde hace unos minutos, no oigo más que desatinos.

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