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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (15 page)

El archimago oprimió de nuevo el brazo de su presa, que emitió un grito. El dolor que distorsionaba sus facciones era real, su miedo también. Satisfecho de la prueba, el humano la estrechó contra su pecho y se dejó embriagar por la tibieza de su carne, su aroma, el palpito de su corazón y, en definitiva, la vida que emanaba de ella.

—¡Oh, Raistlin! —gimió la sacerdotisa, acurrucada en el cálido nido—. El pánico se apoderó de mí al creerme sola en esta desolación.

La mano del hechicero se enredó en la negra melena. La suavidad y la fragancia de aquella criatura le intoxicaban, le incitaban a una pasión irrefrenable, y su embrujo no hizo sino intensificarse al arquear ella la cintura y echar la cabeza hacia atrás. Sus labios eran sensuales, ansiaban el placer del beso. Raistlin asió su mentón a fin de admirar el exquisito rostro, y se encontró con unas cuencas oculares en las que ardían infernales llamas.

—¡Al fin has venido a casa, mago!

Unas carcajadas estentóreas, acordes con la inflamada mirada, abrasaron sus entrañas, al mismo tiempo que la esbelta figura femenina se contorsionaba y se desvanecía hasta que se halló unido al cuello de un dragón de cinco cabezas. Las comisuras despedían ácidos corrosivos sobre él, el fuego rugía en su derredor, le asfixiaban vapores sulfurosos. Serpenteante, el monstruo puso la cabeza a su altura y se aprestó al ataque.

Desesperado, el archimago invocó su arte. Pero, mientras se ordenaban en su mente los versículos que componían el hechizo defensivo, le fustigó la punzada de la duda. ¡Quizá su magia no surtiría efecto! «Estoy débil, el viaje a través del Portal ha mermado mi energía.» El pavor, cortante cual una daga, penetró en su espíritu, y las frases del sortilegio se diluyeron en la nada. «¡Es la Reina quien me tiende esta emboscada! —comprendió—.
Ast takar ist
… ¡No, he cometido un error!»

Resonaron en sus tímpanos nuevas risotadas. Era el modo con el que la soberana exteriorizaba su victoria. Cegó al cautivo una luz blanca, radiante, y se precipitó en una espiral interminable, que llevaba de la oscuridad al día.

Al abrir los párpados, Raistlin distinguió el rostro de Crysania.

Era, en efecto, su semblante, pero no el que él recordaba. Estaba avejentado, el sello de la muerte había marchitado los últimos vestigios de juventud. Aferraba en su palma el Medallón de Platino de Paladine, cuyos prístinos destellos refulgían en el fantasmagórico ambiente.

El archimago cerró los ojos para ocultar la visión de aquel rostro en pleno ocaso. Y ayudó a su fantasía con ensoñaciones, en las que se lo representaba delicado, hermoso, iluminado por el amor que él le inspiraba y provisto de sus anteriores atributos.

—Poco ha faltado para que te perdiera.

Fue la mujer quien profirió esta frase, con tono frío y sosegado. El nigromante, a tientas porque le aterrorizaba la idea de afrontar unos hechos que intuía, la agarró por los brazos y, zarandeándola, preguntó bruscamente:

—¿Cuál es ahora mi apariencia? Se ha obrado en mí una mutación, ¿no es cierto?

—Eres igual que cuando nos entrevistamos por vez primera en la Gran Biblioteca —repuso Crysania, correcta y mesurada, quizá en demasía, ya que la tensión se hacía aún más ostensible bajo la gélida capa de su aplomo.

«Me lo temía —se dijo Raistlin—. Eso significa que he regresado al presente.»

Tomó conciencia de su antigua fragilidad, del perenne malestar de sus pulmones y, con él, de la ronquera que provocaban los espasmos de la tos, como si unas puntiagudas agujas tejieran una telaraña en sus vías respiratorias. No tenía más que hacer acopio de valor, salir de su voluntaria ceguera y, frente a un espejo, contemplar la tez dorada, el cabello cano, las pupilas en forma de relojes de arena…

Apartando de un empellón a la Hija Venerable, se arrojó al suelo y se revolcó sobre su estómago, sin cesar de propinar puntapiés y abandonado a un delirio en el que los arranques de cólera se sumaban a los plañidos de desaliento.

—¿Qué sucede? —inquirió la sacerdotisa, asustada, sin molestarse ya en fingir—. ¿Dónde hemos venido a parar, Raistlin? ¿Hemos fracasado?

—No, hemos triunfado —rectificó él—. Estamos en el Abismo. Todo se ha cumplido según mis designios —apostilló, aunque su actitud anunciaba perspectivas menos halagüeñas.

Crysania se alarmó, tanto por los resquemores que suscitaba el equívoco comentario como por la forma en que el mago la observaba. Ella ignoraba que la veía en un proceso senil, de degeneración. Tras un momento de balbuceo, no obstante, se impuso la confianza, y la sacerdotisa despegó los labios para manifestarla. Pero antes de que acertara a hablar, el hechicero se le anticipó.

—Mi magia se ha evaporado.

Sobresaltada por tan asombrosa revelación, la sacerdotisa nada dijo. Tuvieron que pasar unos segundos para que, algo recuperada, pidiera a su compañero una aclaración.

—No entiendo a qué te refieres.

—Es muy sencillo. ¡Mis poderes se han desvanecido! ¡Estoy tan indefenso como cualquier mortal! —le espetó el archimago, como si fuera ella la culpable de semejante catástrofe—. Soy un hombrecillo vulnerable, en un reino de gigantes.

Se percató de pronto de que su adversaria podía estar escuchando, espiando, regodeándose, y entonces enmudeció. Sus voces se extinguieron en el esputo que, espumeante y sanguinolento, afloró a su boca.

—Sin embargo —murmuró—, todavía no me ha derrotado.

Cerró los dedos en torno al Bastón de Mago, que yacía a su lado, y se apoyó en él para incorporarse. Crysania corrió a prestarle el soporte de su brazo, ya que el bastón se le antojó insuficiente.

—No me engañarás, no ha de serme difícil averiguar dónde te agazapas —retó Raistlin a Su Oscura Majestad, mientras, con la mirada, recorría la vasta planicie y el no menos inconmensurable cielo—. Ahora adivino tu paradero. Estás en la Morada de los Dioses y, gracias a las errabundas divagaciones del Kender, conozco el terreno en el que me muevo. Las esferas inferiores reflejan cual un espejo los planos de arriba. Así que emprenderé tu búsqueda, aunque el viaje sea prolongado y traicionero.

«Sí —prosiguió, acechante—, noto cómo hurgas en mi cerebro, cómo interpretas mis intenciones y prevés todos mis actos, mis expresiones verbales. Estás convencida de que abatirme será un juego de niños. Pero también yo poseo una cierta dosis de perspicacia, que me permite evaluar tu honda confusión. Me acompaña alguien cuya mente no puedes sondear, alguien que me protegerá de ti. ¿No es verdad, Crysania?

—Así ha de ser —ratificó la mujer, leal a su ídolo.

El nigromante dio un paso al frente, luego otro, respaldado por el cayado y por la sacerdotisa. Cada paso le costaba un gran esfuerzo, cada inhalación quemaba sus órganos y, al contemplar el universo, no hallaba sino vacuidad, una vacuidad que se aposentó en su alma ahora que el arte arcano le había abandonado.

Raistlin tropezó. Para evitar su caída, la sacerdotisa le sujetó con fuerza, anegados los ojos en lágrimas.

Las carcajadas se alejaban en punzantes ecos. Y era tan insufrible oírlas, que Raistlin estuvo tentado de desistir. «Me siento cansado —meditó, deprimido—, exhausto. ¿Qué soy sin mi magia? Nada, un insecto torpe y desvalido.»

Capítulo 3

Maquinaciones al descubierto

Después de que Dalamar condujera los prolegómenos, un largo silencio se estableció en el aposento. Tan sólo lo perturbaba el ágil garabatear de la pluma sobre el pergamino del volumen donde Astinus copiaba las frases del elfo oscuro.

—No nos resta sino encomendarla a la clemencia de Paladine —invocó Elistan—. ¿Está el archimago con ella?

—¡Naturalmente! —le espetó el aprendiz, delatando un nerviosismo que las ardides de su arte no lograron camuflar—. ¿De qué otro modo podría haber alcanzado su propósito? El Portal es inaccesible a todos salvo a las fuerzas combinadas de un Túnica Negra tan dotado como él y una sacerdotisa de blanco hábito, en este caso Crysania, intachable en su fe.

Tanis les miró de hito en hito y, antes de que se enzarzaran en una discusión ininteligible, declaró:

—No entiendo una palabra de lo que aquí se está debatiendo. ¿Qué sucede? ¿Habláis quizá de Raistlin? ¿Qué ha hecho? ¿Qué relación mantiene con Crysania? ¿Por qué nadie alude a Caramon? Al fin y al cabo, también él parece haber sido borrado de la faz de Krynn, al igual que Tas.

—Procura contener los arranques de impaciencia, ese exponente de la mitad humana de tu ser —le aconsejó Astinus sin dejar por ello de escribir con su caligrafía esmerada, puntillosa—. Y tú, elfo, inicia tu relato por el comienzo, en lugar de referirte a un pasaje intermedio.

—O, dadas las circunstancias, al desenlace —apuntó el yaciente en tono quedo.

Humedeciéndose los labios con el vino, Dalamar, prendidas sus pupilas en el fuego, narró las singulares peripecias que, hasta entonces, Tanis sólo conocía en parte. Algunos eventos habría podido deducirlos, otros le sorprendieron, los más le escandalizaron.

—La Hija Venerable fue cautivada por Raistlin y, con franqueza, añadiré que la atracción fue recíproca, aunque, tratándose del archimago, sólo caben conjeturas. El agua de un glaciar en deshielo es demasiado caliente para circular a través de sus venas. Así que sería prolija cualquier tentativa de ahondar en sus emociones. ¿Quién podría determinar cuándo concibió esto o soñó aquello otro? Sea como fuere, ultimó los preparativos y me puso al corriente de sus planes: viajar al pasado en busca de Fistandantilus, su precursor en la saga arcana, y apoderarse de su vasta sapiencia.

«Le tendió una trampa a Crysania, deseoso de embaucarla para que retrocediera en el tiempo junto a él, e hizo algo análogo con su gemelo…

—¿Con Caramon? —preguntó el héroe, perplejo. Dalamar le ignoró y continuó, como si la interrupción no se hubiera producido.

—Pero ocurrió algo imprevisto. Kitiara, hermanastra del
shalafi
y Señora del Dragón…

La sangre se agolpó en las venas de Tanis, enturbiando su vista y su oído. Sintió un palpito similar en los pómulos e intuyó que su tez abrasaba al tacto, tan encendido debía de ser su sonrojo.

¡Kitiara! La figura de la mujer que había amado se dibujó en su memoria con los ojos destellantes, el crespo cabello arremolinado en torno al rostro, los labios separados en aquella hechicera, ambigua sonrisa, y una seductora silueta que resaltaba, más todavía, la ceñida armadura.

La dama de su espejismo le estudió desde la grupa de un reptil azul flanqueada por sus esbirros, altiva, regia, especialmente bella en su crueldad para, sin transición, rendirse a su abrazo con tierna languidez.

El semielfo notó, aunque no puedo percibirla, la expresión de simpatía que había adoptado Elistan al adivinar su zozobra, y eludió la censura que, así lo creyó, contraía los rasgos del omnisciente cronista. Abrumado por el peso de su propia culpa, no reparó en que Dalamar, a su vez, libraba una batalla con sus traicioneras mejillas, las cuales, más que subir de color, habían quedado exangües. No se percató del quiebro que rompió la voz del acólito al pronunciar el nombre de la bella mujer.

Pasados unos segundos, Tanis recuperó la compostura y pudo seguir escuchando. No obstante, le fue imposible sustraerse al dolor que atenazaba su corazón y que estaba persuadido de haber curado definitivamente. Era feliz junto a Laurana, la amaba con más entrega de la que nunca había creído atesorar antes de desposarla. Gozaba de paz interior, su vida discurría enriquecedora, colmada de venturas. Quizá fue ésta la causa de que el mundo se le viniera abajo al descubrir que la negrura aún anidaba en él, un pozo de pasiones inconfesables que en su día creyó haber desterrado para siempre.

—Por orden de Kitiara —reanudó su relato el narrador—, Soth, el Caballero de la Muerte, sumió a Crysania en un encantamiento destinado a matarla. Pero Paladine intercedió. Guió el alma de la sacerdotisa a su morada celestial, a fin de hacerle un lugar entre sus siervos y dejó tendida en el suelo el despojo de su cuerpo. Yo creí que el
shalafi
había sufrido un revés irreversible. Pero grande fue mi sorpresa al comprobar que me había precipitado y que Raistlin, en su infinita astucia, hacía que repercutiera en su beneficio la conjura de sus rivales. Su hermano Caramon y Tasslehoff, el kender, llevaron a la maltrecha sacerdotisa a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, en la confianza de que sus arcanos habitantes la sanarían. Éstos no pudieron ayudarla, como el nigromante bien sabía, y entonces decidieron enviarla al único período de la historia de Krynn en el que vivió un Príncipe de los Sacerdotes lo bastante poderoso para reclamar el concurso de Paladine, para inducirle a devolver a aquella devastada forma terrenal el soplo del espíritu. Era eso, desde luego, lo que quería mi maestro. ¡Previne a los magos! —exclamó, apretando el puño—. Avisé a esos necios de que le estaban allanando el terreno.

—¿Les avisaste? —repitió Tanis, que se había integrado ya a la realidad inmediata—. ¿Actuaste contra tu
shalafi
? —insistió, incrédulo frente a un hecho tan inverosímil.

—Participo en un juego peligroso, semielfo —fue la lacónica respuesta. El aprendiz clavó las pupilas en su interlocutor y éste se estremeció al observar que estaban iluminadas desde dentro, como las ascuas de un fogata. Tras una corta pausa, Dalamar amplió su explicación—: Soy un espía al servicio del cónclave de hechiceros, encargado de vigilar todos los movimientos de Raistlin. ¿Te quedas boquiabierto? No te lo reprocho. Un ser ajeno a la Orden no puede estar al corriente de nuestras intrigas. Mis superiores le temen, y no sólo los defensores del Bien y la Neutralidad, sino, y muy específicamente, los Túnicas Negras, ya que estamos enterados de cuál será nuestro destino si se alza con el predominio de las esferas.

Viendo que había cautivado el interés de su oyente, el oscuro mago levantó la mano y, parsimonioso, abrió el pectoral de su atuendo para mostrarle el pecho desnudo. Cinco heridas purulentas llagaban la que, de otro modo, hubiera sido tersa piel.

—La marca de su mano —dijo con acento anodino—, una recompensa digna de mi insidia.

Tanis imaginó a Raistlin en el acto de depositar sus flexibles dorados dedos sobre el torso de aquel joven, se representó su rostro desapasionado, sin malicia, ensañamiento ni ningún otro resquicio de humanidad mientras infligía el castigo. Casi olfateó el olor de la carne socarrada y, mareado, se hundió en su asiento y permaneció allí cabizbajo, mudo.

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