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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (10 page)

También en el exterior se sucedían los centelleos de los rayos, que cegaron con su brillo a los escasos pobladores de Krynn. Rugió el trueno, las piedras de la Torre se desencajaron desde los cimientos, la ventolera arreció y, en su furia, ahogó los aullidos de Par-Salian.

Ladeando su rostro macilento, el viejo archimago miró las ventanas con expresión de terror.

—Éste es el fin —murmuró, a la vez que arañaba el aire con sus huesudas manos—. La hecatombe ha llegado.

—Sí —corroboró el historiador.

Frunció el ceño, disgustado, porque un repentino bamboleo del edificio le obligó a cometer un error. Sujetó el libro con mayor firmeza y, prendidas sus pupilas del Portal, relató la contienda mientras ocurría.

El conflicto tardó poco en zanjarse. El aura blanca destello en un espectro multicolor, tan hermosa como una aurora boreal, y se extinguió. En el acceso arcano se hizo la negrura.

Par-Salian prorrumpió en llanto. Sus lágrimas cayeron sobre el suelo y, al permear la roca, ésta se estremeció cual un ser vivo. Se diría que la mole presentía su destino y se convulsionaba en un arrebato de terror.

Ignorando el derrumbamiento y el estrépito que le rodeaban, Astinus grabó en el pergamino los últimos trazos.

En el cuarto día del mes quinto, año 358, el mundo expira.

Con una honda inhalación, empezó el atemporal humano a cerrar el volumen. De pronto, una mano se introdujo entre las páginas para evitar que las sellara.

—No, todavía no has terminado —bramó una voz cavernosa.

Pillado por sorpresa, Astinus soltó la pluma y la tinta se desparramó sobre el papel, emborronando algunas palabras.

—¡Caramon Majere! —reconoció Par-Salian al recién llegado, y se inclinó hacia él como si quisiera palparlo—. ¡Fue a ti a quien oí en el Bosque!

—¿Lo dudabas? —rezongó el guerrero.

Aunque impresionado por el espectáculo que presentaba el anciano, por su lamentable estado, no pudo compadecerse de su suerte. Al examinar al reo y el bloque de mármol que encerraba sus miembros inferiores recordó, con punzante claridad, el tormento que sufriera su gemelo en la Torre, el suyo antes de ser enviado a Istar junto a Crysania.

—Adiviné que eras tú —le explicó el archimago—, pero al detectar tu presencia creí haber perdido el último vestigio de cordura. ¿No lo entiendes? Me pareció imposible que hubieras regresado y, sobre todo, que sobrevivieras a las pugnas que obraron esta devastación.

—No lo hizo —comentó Astinus que, recuperada la compostura, depositó el libro abierto en el suelo y se enderezó. Espiando a Caramon, le señaló con dedo acusador y le interrogó—: ¿Qué clase de artimaña es ésta? ¡Sé que has sucumbido! ¿Qué significa…?

Sin despegar los labios, el imprecado arrastró a Tasslehoff a un lugar visible. Privado del refugio que le brindaba la ancha espalda de su amigo, perplejo ante la solemnidad de la ocasión, el kender se acurrucó en el costado del luchador y clavó una mirada de súplica en Par-Salian.

—¿Quieres que intervenga, Caramon? —consultó al humano con la boca pequeña, tan retraído e indeciso que los truenos distorsionaron la pregunta—. Considero un deber informar al dignatario de los motivos que me llevaron a interferir en el hechizo para viajar en el tiempo —añadió, ya más seguro—, y de cómo Raistlin me dio mal las instrucciones hasta hacerme romper el ingenio, aunque supongo que tuve una parte de culpa. Deseo que conozcan mi aventura en el Abismo, mi encuentro con Gnimsh y el abyecto asesinato del nigromante.

—Estoy al corriente de todas esas historias —atajó el cronista al hombrecillo, más interesado en su corpulento compañero—. Has podido llegar hasta aquí gracias al kender —constató—. ¿Qué te propones, Caramon Majere? Nuestro tiempo se agota.

En vez de contestar, el interpelado centró su atención en Par-Salian.

—No te profeso ningún cariño, mago —le espetó—. En ese aspecto, coincido con mi gemelo. Quizá te movieron razones de peso al someterme a mí y a la sacerdotisa a tan dura prueba en Istar. Si es así —alzó la mano para imponer silencio a su interlocutor, que había hecho ademán de hablar—, si es así puedes guardártelas, prefiero ignorarlas. Lo importante ahora es que he adquirido la facultad de alterar los acontecimientos. Raistlin me reveló que, a través de Tasslehoff, existe la posibilidad de que modifiquemos lo sucedido.

»Dime qué circunstancias desencadenaron esta catástrofe y, con el artilugio arcano, viajaré hasta su origen a fin de impedirla.

Desvió los ojos hacia Astinus, pero el historiador meneó la cabeza negativamente.

—No recurras a mí, Caramon Majere. Yo soy neutral en todo cuanto acontece y no puedo ayudarte. Permíteme, sin embargo, que te haga una advertencia: quizá vayas al pasado y no consigas nada. Lo más probable es que tus acciones no sean más eficaces que las de un guijarro al saltar al lecho de un caudaloso río con la pretensión de rectificar su curso.

—En el caso de que aciertes —replicó el otro—, al menos moriré tranquilo por haber tratado de paliar mi fracaso.

El cronista sometió al guerrero a un ávido escrutinio.

—¿A qué fracaso te refieres? —indagó—. Arriesgaste la vida al seguir a tu hermano, hiciste cuanto estuvo en tu mano para convencerle de que la senda que había elegido le conduciría a su propia perdición. ¿Has oído nuestro intercambio? ¿Eres consciente de lo que afronta?

El fornido luchador asintió en silencio, con la angustia reflejada en el rostro.

—Vamos, cuéntame en qué fallaste —le apremió, intrigado, el historiador.

La Torre se tambaleó. El vendaval azotó las paredes, los relámpagos transformaron la languideciente noche del mundo en un día deslumbrador. La desnuda cámara en la que se hallaban tembló, víctima de violentas sacudidas y, aunque estaban solos en el recinto, Caramon creyó percibir sollozos. Dedujo que eran las rocas las que lloraban y observó su entorno.

—Como antes decía, disponemos de poco tiempo —continuó Astinus a la vez que, sentándose, recogía el grueso ejemplar—. No obstante, los minutos que restan serán suficientes. ¿En qué fallaste? —repitió.

El hombretón inhaló aire y, encolerizado, se volvió hacia Par-Salian.

—Fue todo una estratagema, ¿no es verdad? —denunció—. Urdisteis una hábil patraña para que yo hiciera lo que vosotros, los egregios magos, no estabais en situación de lograr: frustrar las ambiciones de Raistlin. Pero no surtió efecto. Mandasteis a Crysania a la muerte porque la temíais, sin intuir que su amor podía alcanzar una magnitud insospechada. La sacerdotisa vivió y, cegada por sus sentimientos y por sus propias aspiraciones, se precipitó en el Abismo tras el nigromante. No comprendo qué impulsó a Paladine a concederle su gracia, a escuchar sus plegarias y ayudarla a traspasar el portentoso umbral.

—No eres quién para poner en tela de juicio las decisiones de los dioses —le reprendió Astinus—. Sus caminos son inescrutables, aunque no descarto que, también ellos, se equivoquen de vez en cuando. O acaso es que arriesgan lo que tienen con la esperanza de mejorarlo.

—Sea como fuere —prosiguió Caramon, preocupado, contraídas sus facciones— los hechiceros dieron a mi gemelo, al entregarle a la sacerdotisa, la llave que había de abrirle el Portal. Todos fracasamos, los magos, los hacedores y yo mismo.

»Creí que disuadiría a Raistlin con palabras, que le incitaría a desechar sus mortíferos proyectos. Fui un estúpido —sonrió, cruel frente a su propia infatuación—. ¿Qué consejos míos le afectaron nunca en lo más mínimo? Cuando se erguía delante del acceso preparándose para entrar en el universo de ultratumba, me hizo partícipe de sus intenciones. ¿Cómo reaccioné? Le abandoné. Era lo más fácil, así que le volví la espalda y me alejé.

—¡Sandeces! —le amonestó el cronista—. ¿Qué otra cosa podías hacer? El archimago se hallaba entonces en la plenitud de sus energías, era más poderoso de lo que nosotros seríamos capaces de imaginar. Mantuvo íntegro el campo magnético con la fuerza sublime de sus dotes, no existía criatura en Krynn capaz de detenerle. Aunque hubieras atentado contra él, de nada te habría servido.

—Cierto —admitió el guerrero, dejando de observar a los presentes para posar la vista en la demoledora tempestad—, pero podría haber corrido en su busca y adentrarme en el reino de las tinieblas. Existía la eventualidad de que este proceder me acarreara el peor de los destinos, aunque algo habría ganado al demostrarle que estaba resuelto a sacrificar en aras de la solidaridad lo que él inmolaba a su arte. Me habría granjeado su respeto —sentenció, y su mirada se prendió de nuevo de sus oyentes—. Quizás así habría accedido a desistir. Y, ahora, quiero enmendar mi conducta, aventurarme en el Abismo y cumplir mi cometido —concluyó, indiferente al espanto que su discurso había inspirado a Tasslehoff.

—Ignoras lo que entrañaría tu misión —se opuso Par-Salian con voz entrecortada, febril.

Un relámpago se introdujo en la estancia y se descompuso en un estallido que, estentóreo a la par que luminoso, arrojó a sus ocupantes contra los muros. Nadie percibió nada mientras el trueno retumbaba sobre sus cabezas, pero, antes de que se mitigase el caos, un alarido se elevó en la asfixiante atmósfera.

Apabullado por aquel gemido, que rebosaba un dolor sin límites, Caramon abrió los párpados y, al instante, deseó que se entornaran para toda la eternidad antes de tener que contemplar una escena tan espeluznante.

Par-Salian, incrustado en su pilar de mármol, veía sumado el fuego a su pétreo patíbulo. ¡Pronto sería una tea humana! Desvalido a causa del sortilegio de Raistlin, no tenía otra opción que vociferar mientras las llamas se encaramaban, despacio, hacia su inmóvil cuerpo.

Apenas consciente, Tas enterró el rostro entre las manos y se aisló en un rincón, presa de incontenibles espasmos. Astinus se levantó de donde le había postrado el ataque de los elementos y estiró el brazo hacia el libro, que todavía sujetaba. Intentó escribir, pero su mano cayó aplomada y la pluma se deslizó de los inertes dedos. Una vez más, empezó a cerrar el libro.

—¡No! —exclamó el luchador y, abalanzándose, interpuso las manos entre las páginas.

El historiador le escrutó. El guerrero vaciló bajo el influjo de aquellos iris, que parecían estar más allá de la muerte. Las manos le temblaban, pero no dejaron de aprisionar el blanco pergamino. Entretanto, el archimago se contorsionaba, al borde del colapso.

Astinus soltó el volumen, sin sellarlo.

—Sostenlo —ordenó Caramon a Tasslehoff, alargándole el valioso manuscrito.

El kender obedeció. Todavía mareado, rodeó con sus brazos la encuadernación de piel de aquella gigantesca obra que era casi de su tamaño y, agazapado en su esquina, aguardó instrucciones del hombretón. En aquel mismo instante, su amigo cruzaba la sala para abordar al moribundo hechicero.

—¡No te acerques a mí! —le imploró Par-Salian.

Su fluctuante cabellera, la luenga barba danzaban y crujían, su piel se abultaba en dolorosas ampollas y, en definitiva, el agridulce olor de la carne quemada se entremezclaba con la nauseabunda fetidez del azufre.

—¡Revélamelo! —le exhortó Caramon, alzado el brazo a modo de escudo contra el calor y tan próximo al mago como le era posible—. ¿Qué tengo que hacer? ¿Cómo evitaré que sobrevenga esta segunda versión del Cataclismo?

Los ojos del anciano se disolvieron, la boca pasó a ser un inmenso agujero en la masa informe que sustituía ahora al semblante. Sin embargo, pese a haber perdido su entidad, las palabras que pronunció atravesaron la mente del guerrero con la virulencia del relámpago, imprimiéndose en su memoria como la marca de un hierro candente.

—¡No permitas que Raistlin abandone el Abismo!

LIBRO II

El Caballero de la Rosa Negra

Soth, el ente espectral, se hallaba sentado en el ruinoso y ennegrecido trono que se erguía cual una pila de escombros en uno de los salones que, en su día, labraran la fama del alcázar de Dargaard. Sus flamígeros ojos ardían en cuencas invisibles, únicos exponentes de la vida que bullía bajo la gastada armadura de Caballero de Solamnia.

Estaba solo. Había despachado a sus sirvientes, caballeros como él que le rindieron pleitesía en vida y fueron condenados a honrarle también después de muerto. Se había desembarazado asimismo de los espíritus femeninos, las mujeres elfas que desempeñaran un papel en su declive y, ahora, permanecían ligadas a su señor por un vínculo irrenunciable. Durante siglos, desde la terrible noche de su fallecimiento, Soth exigía a aquellas desheredadas que revivieran la historia de su destino. Todas las veladas se arrellanaba en el trono y las obligaba a relatar, en una macabra serenata, su desgracia y la de ellas mismas.

Aquel cántico causaba un hondo dolor al caballero, pero se recreaba en el sufrimiento, porque, después de todo, era infinitamente mejor que el vacío que presidía su ingrata existencia en las demás ocasiones. Hoy, sin embargo, en lugar de escuchar la tonada de costumbre, prestaba oídos a otra voz, la del viento que, ululando entre los aleros de la fortaleza, transportaba reminiscencias de un pasado lejano. En primera persona, la brisa pasó revista a los momentos cumbres de su vida real, tanto los felices como los desdichados.

«Una vez, hace ya mucho tiempo, fui un respetable Caballero de Solamnia. Entonces lo tenía todo: apostura, encanto, arrojo y una esposa rica, aunque no hermosa. Mis seguidores me profesaban respeto y fidelidad y los demás me envidiaban. Sentían celos de mi fortuna, de mi condición privilegiada como amo de Dargaard.

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