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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (9 page)

—De acuerdo, Tas —se rindió Caramon sonriente, mirando al gruñón enano—. No seré yo quien perturbe el reposo de nuestro viejo amigo. Su reprimenda sería interminable, no la resistiría.

—Y, por otra parte —argumentó el hombrecillo—, carece de sentido que el Bosque nos haya guiado hasta aquí para arrojarnos a la nada.

—Cierto.

Sin pensarlo dos veces, el valeroso humano se armó con la muleta y empezó a avanzar hacia el oscuro panorama que se desplegaba frente a ellos.

—A menos —concluyó e] kender tragando saliva— que Par-Salian pretenda castigarme así por mi osadía.

Capítulo 7

Las Crónicas y el fin del mundo

La Torre de la Alta Hechicería se perfilaba a la luz de las lunas y las estrellas, convertida en un objeto de negrura que parecía haber sido creado a partir de la noche. Durante siglos, se erigió en estandarte de la magia, en depositaría de los libros y artilugios del arte arcano que se habían ido recopilando a través de los años.

Aquí se refugiaron los magos cuando fueron expulsados de la mole hermana de Palanthas por el Príncipe de los Sacerdotes. Entre sus muros salvaron las más valiosas pertenencias de la Orden de las turbas enardecidas. Los hechiceros vivieron en paz en su inexpugnable recinto, merced al escudo protector que les brindaba el Bosque de Wayreth. En sus cámaras se sometían los jóvenes aprendices a la Prueba que entrañaba la muerte para quien fracasara.

Raistlin cruzó las tapias y, antes de investirse la túnica negra, vendió el alma a Fistandantilus. Caramon, en una de sus lóbregas dependencias, hubo de presenciar cómo el aspirante asesinaba a una ilusoria réplica de su gemelo, de él mismo.

También a este edificio regresaron el guerrero y Tas junto a Bupu, la enana gully, transportando el comatoso cuerpo de Crysania, y asistieron a un cónclave de los exponentes de las tres Túnicas, la Blanca, la Roja y la Negra. En la asamblea, descubrieron la ambición de Raistlin de desafiar a la Reina, conocieron a Dalamar, acólito del nigromante y espía de sus rivales.

En otra de sus habitaciones, Par-Salian, el gran archimago, formuló el hechizo que había de trasladar a Caramon y la sacerdotisa a Istar, a una época previa al Cataclismo. Y, por último, en aquella misma sala había irrumpido Tasslehoff mientras se desarrollaba el encantamiento. Así fue como la presencia de un kender, prohibida explícitamente en las leyes que regían a la comunidad, posibilitó que el tiempo se alterase.

Ahora, el hombretón y su pequeño amigo habían regresado. ¿Qué encontrarían en su interior?

Con el corazón encogido, el humano contempló la Torre, víctima de unas aprensiones que enturbiaban su coraje. No hallaba ánimos para entrar, no en tanto perdurase aquella sórdida resonancia en su oído. Era preferible recular, enfrentarse a un destino más rápido en el Bosque. Además, había olvidado las puertas que, imponentes, de oro y de plata, solían obstruir el acceso. Se presentaban delgadas, quebradizas cual una telaraña, cual un entramado de hebras pintado sobre el fondo del cielo que fuera a desmoronarse bajo el más leve contacto sin embargo, los esotéricos sortilegios que las sellaban habrían detenido a un ejército de ogros provistos de arietes. Su fragilidad era una falacia.

Los alaridos resonaban muy cerca, tanto que resultaba obvia su procedencia. El guerrero dio un paso al frente, unido el entrecejo en una rugosa línea, y las puertas se expusieron a su vista. Le fue entonces revelada la fuente de aquellos gritos que se le antojaran los de un agonizante.

Las hojas ya no estaban atrancadas, ni siquiera cerradas. Una permanecía ajustada, sujeta a la magia, pero la otra se había resquebrajado y ahora colgaba de un gozne, meciéndose en el tórrido viento. En el incesante vaivén, chirriaba estrepitosamente, como si la brisa le arrancara plañidos de dolor.

—No hay candado —dijo Tas con honda decepción.

Sus manos ya habían emprendido la infructuosa búsqueda de las herramientas que tanto le gustaba manipular, y que le fueron arrebatadas junto a sus saquillos.

—No —corroboró su compañero, prendida la mirada del crujiente gozne—. Ésa es la voz que escuchamos, la de un metal oxidado —declaró y aunque este hecho debería haberle tranquilizado, sólo contribuyó a magnificar el misterio—. Si no fue Par-Salian ni otro morador de la Torre quien nos ayudó a salir ilesos del Bosque —recapacitó—, ¿qué ente enigmático obró el prodigio?

—Quizá nadie —sugirió Tasslehoff—. ¿Por qué no nos vamos? Es evidente que el lugar está deshabitado.

—Discrepo —se obstinó el luchador—. Alguien, o algo, ordenó a los árboles que nos dejaran pasar.

El kender suspiró, ladeando la cabeza. Caramon advirtió, en el claro de luna, que tenía la tez pálida y demacrada. Unos cercos negruzcos ceñían sus ojos, le temblaba el labio inferior y una lágrima discurría por su achatada nariz.

—Espera un poco más —le rogó con amabilidad—. ¿Podrás aguantar, mi querido amigo?

Alzando la vista, tragando aquellas traidoras lágrimas, que goteaban sobre la cuarteada boca, Tas ensayó una sonrisa jovial.

—¡Naturalmente! —aseguró y ni siquiera la sequedad de su garganta, la imperiosa necesidad de saciar la sed, le impidieron agregar—: Me conoces bien, siempre estoy a punto para la aventura. La mole debe de encerrar innumerables artilugios mágicos, maravillas que nunca renunciaría a examinar. Es posible que algunas de ellas no sean echadas en falta si me las llevo, ¿no opinas tú igual? Prometo no tocar las sortijas. He acabado con ellas después de que una me catapultase a un castillo donde anidaba un demonio cruel, perverso, y otra me transformara en ratón. He decidido que…

El hombretón dejó que su acompañante continuara con su parloteo, satisfecho de que hubiera vuelto a la normalidad, y puso una mano sobre la puerta oscilante para empujarla. Recibió una sorpresa mayúscula cuando la hoja se rompió, al ceder el gozne a su liviana presión. La puerta se derrumbó sobre el adoquinado, cayendo de manera tan estruendosa que ambos se sobresaltaron. El estampido retumbó en las lisas paredes de la Torre, se propagó en la calurosa atmósfera y rasgó el silencio.

—Ahora ya están informados de nuestra presencia —comentó Tasslehoff.

Una vez más, Caramon aferró la empuñadura de su espada. Pero no tuvo que desenvainarla. Los ecos se diluyeron y reinó de nuevo la quietud. Nada ocurrió, nadie vino, ninguna voz les habló.

—Por lo menos ya no nos molestará más ese estridente crujido —se alegró el kender, que acudió presto a auxiliar al guerrero—. Admito que empezaba a desequilibrar mis nervios, ya que en ningún momento lo asocié con una puerta. Más se asemejaba, o así me lo pareció, a…

—A un aullido articulado, como éste —susurró el hercúleo humano.

Un lamento surcó el aire, lo hendió, haciendo añicos las cristalinas capas que fluctuaban en la noche. Había palabras en aquel quiebro, frases que se adivinaban pese a la imposibilidad de descifrarlas.

Caramon, en un gesto involuntario, desvió su atención hacia la hoja. Como intuía, yacía sobre la roca muda, inmóvil.

—Ha surgido de dentro —indicó Tas, atemorizado—, de alguna de las estancias del edificio.

—Ya es suficiente —se quejó Par-Salian—. Acabemos con este tormento. No me fuerces a soportarlo.

—¿Cuánto me forzaste tú a soportar, gran mandatario de los Túnicas Blancas? —parafraseó una voz socarrona y sibilina en la mente del mago. El anciano se convulsionó, pero su oponente persistió tenaz, inflexible, azotando su alma como una plaga—. Me convocaste en la Torre para entregarme a Fistandantilus, te regodeaste mientras mi antecesor succionaba mi energía vital, me vaciaba de mis esencias a fin de reencarnarse y descender a este plano.

—Tú pactaste con él —recriminó el hechicero a su verdugo, y su agudo timbre se derramó por las vacías estancias—. Pudiste rechazar su ofrecimiento.

—¿Y qué suerte habría corrido? ¿Morir honorablemente? —se burló el invisible adversario—. No me quedó otra opción que aceptar el trato. Quería vivir y crecer en mi arte. Lo logré, superé la Prueba y tú, en tu actitud, incorporaste a mis pupilas unos relojes de arena que sólo atisbaban podredumbre. Mira a tu alrededor, Par-Salian. ¿Qué se graba en tu retina? Destrucción, decadencia. Ahora estamos en paz.

El aludido gimió pero prosiguió inclemente, despiadado:

—Sí, en paz. Voy a pulverizarte, Par-Salian, y el mejor modo de hacerlo es que seas testigo de mi triunfo. Mi constelación ocupa su lugar en el firmamento, la Reina parpadea y no tardará en difuminarse. Mi último enemigo, Paladine, me espía. Siento que se acerca, pero no constituye una amenaza, pues se ha transformado en un viejo decrépito, su rostro se ha teñido de una pesadumbre que le hace vulnerable. Está debilitado, herido más allá de lo que puede sanarse, como Crysania, su desdichada sacerdotisa, que murió en las arremolinadas esferas del Abismo. Dejaré que te revuelques en el sufrimiento que ha de infligirte su derrota y, cuando concluya la contienda, cuando el Dragón de Platino se precipite desde el cielo y se extinga la luz de Solinari, cuando te hayas doblegado al poder de la luna negra y homenajeado al nuevo único dios, a mí, te concederé la libertad para que busques en la muerte el solaz que haya de brindarte.

Astinus de Palanthas registró esta alocución con el mismo celo con el que reprodujo los gritos de Par-Salian, escribiendo los caracteres de manera pausada en letra gótica, negra y primorosa al igual que el resto de las Crónicas. Se hallaba sentado frente al gran Portal en la Torre de la Alta Hechicería, observando sus profundidades y, en ellas, a una figura más sombría que el ambiente que la circundaba. Lo único que distinguía el historiador eran un par de ojos dorados, moldeados como sendos relojes de arena, que le devolvían la mirada y, atrapado en su proximidad, al mago de Túnica Blanca.

Par-Salian era, así, un cautivo en su antiguo hogar. De cintura para arriba, conservaba sus atributos humanos, su cabello cano caía en cascada en torno a los hombros y su atuendo cubría un cuerpo flaco y descarnado. Las escenas que se desplegaban ante él eran escalofriantes, tanto que en más de una ocasión habían nublado su lucidez y, temeroso de que aquellas alucinaciones acabasen de aniquilarle, intentó apartar la vista. No pudo hacerlo porque, aunque una mitad de su persona estaba viva, la inferior se había metamorfoseado en un pilar de mármol. Bajo el maleficio de Raistlin, hubo de quedar petrificado en la sala más alta de la Torre y asistir al ocaso del mundo.

A pocos metros estaba Astinus, historiador de Krynn, afanado en redactar el último capítulo de su breve y esplendoroso devenir. La hermosa Palanthas, donde residiera el cronista y se erigiera la Gran Biblioteca, se había reducido a un montón de cenizas y cadáveres chamuscados. Se había personado el narrador en este postrer reducto de vida a fin de dar testimonio de las terroríficas horas de un universo condenado. Una vez concluida su labor, partiría con el libro cerrado y lo depositaría en el altar de Gilean, dios de la Neutralidad. Ése sería el desenlace definitivo, inapelable.

Sintiendo que desde el Portal, restituido a su primitivo emplazamiento por una serie de azares, la enlutada figura le escrutaba sin un parpadeo, Astinus anotó la sentencia que había escuchado y se enfrentó a sus encendidos iris.

—Fuiste el primero, Astinus —declaró el ente de las tinieblas—, y te corresponde también ser el último. Cuando hayas relatado mi victoria incontestable, el epílogo, quedará clausurada tu minuciosa recapitulación y gobernaré a mi antojo.

—Cierto, a tu antojo —repuso el escriba—, pero ejercerás tu poder sobre un mundo muerto, arrasado por la misma magia que te otorgara la supremacía. Reinarás solo y solo estarás en un vacío eterno.

Par-Salian, a su lado, masculló un gemido y se mesó la alba melena, pero Astinus, imperturbable, apuntó sus propias frases fiel a su misión de no omitir ningún detalle. Estaba tan concentrado en su oscuro interlocutor, que apretó los puños al exclamar:

—¡Eso es mentira, viejo amigo! Crearé, concebiré nuevas existencias que me pertenecerán. Inventaré pueblos enteros, razas ahora ignotas que me venerarán como su hacedor.

—El Mal no puede crear —persistió el cronista—, únicamente destruir. Se vuelve contra sí mismo y se despedaza. En este instante, mientras platicamos, eres consciente de su mordedura y del efecto que produce en tu alma. Estudia la faz de Paladine, Raistlin, examínala a fondo como hiciste una vez en las llanuras de Dergoth, después de que te hiriese mortalmente la daga del enano y Crysania posara en ti su mano curativa. Entonces supiste interpretar el infinito abatimiento de la divinidad, parangonable con el que hoy trasluce. Supiste, y sigues sabiéndolo aunque te niegues a admitirlo, que la consternación de Paladine no es por él mismo, sino por ti.

»Para nosotros será fácil acogernos a un letargo sin sueños. Tú, en cambio, no dormirás. Vivirás en un interminable duermevela, aguzarás sin descanso tu oído en busca de sonidos que nunca han de vibrar, te asomarás a un vacío infinito que no contiene luz ni penumbra y proferirás órdenes, quejas, que nadie recibirá, tejiendo planes que no darán fruto mientras, como un carrusel, giras en un círculo del que no has de salir. Al fin, enloquecido, asirás la cola de tu propia entidad y, como una serpiente hambrienta, te devorarás en un esfuerzo por hallar alimento espiritual.

»Será vano tu empeño, te toparás con la nada absoluta. Continuarás para toda la eternidad suspendido de esos hilos intangibles y te consumirás sin perecer, como un punto ingrávido que, al succionar su entorno, jamás logrará saciar su apetito.

El Portal comenzó a oscilar y Astinus, que escribía a la par que vaticinaba tan terrible futuro, levantó los ojos al notar que flaqueaba la voluntad sintetizada en los radiantes relojes. Penetrando los espejos de su superficie, vio confirmados, en una fracción de segundo, el suplicio y la tortura que había descrito. Discernió un alma asustada, prisionera en su propia trampa, ansiosa por escapar, y entonces nació en sus entrañas un sentimiento que nunca antes había experimentado: la piedad. Conmovido, hizo ademán de incorporarse con una mano apoyada en el vetusto ejemplar y la otra extendida hacia el Portal.

Interrumpió su movimiento una risa fantasmal, escarnecedora y acerba, unas carcajadas que no iban dirigidas a él, sino a quien inició la burla, a su fuente. La figura del acceso se desvaneció.

El cronista se acomodó de nuevo en su asiento. Al mismo tiempo, un relámpago convocado por la magia surcó el umbral y dio un respingo que le desestabilizó. Respondió a la descarga un haz fulminante, blanco, y Astinus comprendió que se había desencadenado la batalla decisiva entre Paladine y el joven que, tras vencer a la Reina de la Oscuridad, había ocupado su puesto.

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