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Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

El último patriarca (18 page)

BOOK: El último patriarca
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Ella se levantaba para hacerle la comida o para prepararle la cena, pero muchas veces él se lo dejaba todo en el plato y decía que no podía, que no podía, que no podía continuar viviendo y que la mataría primero a ella y después se mataría él mismo. ¿Y qué más?, decía madre en voz muy baja desde su cama. Sólo yo podía oírla y puede que fuera entonces cuando comenzó a explicarme las cosas como si yo fuese ella y ella yo y no se supiese dónde acababa una y comenzaba la otra. Creo que había hecho el desayuno, o la comida, y había lavado platos mientras ella dormía y decía que no se levantaría nunca más. ¿Cómo lo hicimos para ir a la escuela como si no pasase nada? Ya nos empezábamos a defender con la lengua, pero ninguno de nosotros explicó nada a los maestros. Nada. De vez en cuando padre se preocupaba de darnos dinero para comprar el almuerzo y era mucho mejor que los bocadillos.

Comprábamos unos brioches enormes rellenos de nata que después te hacían tener dolor de barriga, porque nosotros no habíamos comido nunca nata. En aquellos momentos era feliz y conseguía olvidarme del
poltergeist
.

Madre se fue empequeñeciendo cada vez más y yo ya no sabía qué hacer con su dolor. Sobre todo cuando padre comenzó a llamar a aquella tienda de la ciudad capital de provincia donde le esperaban los abuelos y les hablaba horas y horas. Regresaba a casa y decía ahora ya lo saben todo de ti, los que te querían tanto, ya saben qué clase de mujer eres, ya no quieren verte ni arrastrándote por el suelo. Eso de traer noticias de éstas lo había hecho varias veces. Hasta que nos hizo ir a nosotros y madre dijo que no. A ellos no los metas en todo esto, a ellos no. Y le había girado la cara de una bofetada para recordarle que en su condición no tenía derecho a decir nada y que sus propios hijos explicarían lo que su madre había hecho y la odiarían para siempre.

Yo, por mucho que me esforcé, nunca pude odiarla y no tenía ningunas ganas de hablar con mis abuelos, que de repente me daban tanto miedo.

Era domingo, una cabina al final de aquella calle tan larga, junto a un descampado donde más tarde construirían un parque. Padre decía, habla, cojones, habla de una vez o recibirás igual que tu madre. Yo no sabía qué tenía que decir y a estas alturas aún no recuerdo si repetí lo que él me dictaba. Madre ha follado con el hermano de padre. Me costaba decirlo, no por nada, pero es que me habían enseñado que follar era una palabra muy fea, la peor de todas, y todo aquello no tenía ningún sentido. Repite a tu abuela lo que yo digo para que sepa qué clase de nuera tiene. Madre ha follado con el hermano de padre, aquel criminal a quien nunca más llamaré tío.

Yo no quería imaginarme la cara de la abuela a tantos kilómetros, no podía saber si lloraba o si movía la cabeza y decía no está bien, este hijo mío no está bien, o si era a mí a quien culpaba de decir cosas tan feas. Fuera como fuese, yo sentía vergüenza por todo ello.

Hasta que padre dijo a Mila sin Ánima, vamos, y la cogió por el brazo. No, no, no, tú ya se lo has contado todo, por qué no me dejas en paz. Quiero que les repitas lo que me dijiste a mí la otra noche, palabra por palabra, dicen que a mí no me creen. Venga, levántate.

A madre le debían de flaquear las piernas y mientras se ponía la falda que él le había regalado, ésta le había caído a los pies porque no tenía dónde aguantarse. Cuando la vio en el suelo me miró, pálida toda ella, y debía de estar muy delgada porque yo me probé la misma falda un par de años después y me iba bien. Salió a la calle y la luz le hacía daño en los ojos; era invierno en la capital de comarca. Era otro domingo al mediodía y susurró junto al aparato lo que le había dicho a padre aquella noche del curioso incidente del cuchillo a medianoche. Sólo aquello, pegada al teléfono, y no supimos nunca si su familia de adopción se había creído una mentira tan grande, nunca.

Llegaron cintas con mensajes grabados que decían si es verdad esto, nosotros la condenamos, pero nos parece que ambos deberíais recapacitar y tratar de solucionarlo, que no puede ser todo este sufrimiento, hijo, que ya sabes que tú no estás bien, ya lo sabes. A la abuela se le cortaba la voz ronca de la casete de vez en cuando y podíamos intuir que lloraba. A pesar de todo, nos enviaban un barco lleno de besos y abrazos.

Hasta que padre dijo grabaremos una cinta para los abuelos. A ninguno de nosotros nos gustaba eso de grabar la voz hablando con alguien que no está y a quien te has deimaginar, hacer presente y después decirle cuánto lo echas de menos. Pero aún fue peor tener que repetir lo que padre quería que dijésemos. Yo no digo eso, había dicho el mayor, yo no lo digo. Y había recibido un tortazo y un golpe en alguna parte de la cabeza; por eso todos hicimos caso y pedimos a los abuelos que expulsaran de la familia al tío. Os he dicho que no es vuestro tío, que es el criminal más grande que ha podido existir, el pecador que arderá en los infiernos por siempre jamás. Y debíamos maldecido también, con cantidad de fórmulas que parecían sortilegios. Madre decía, hacedlo, vuestros abuelos ya saben que es él quien os obliga.

Dicen que destruyeron las cintas para no escucharnos decir tantas barbaridades y para que nadie pudiese tener prueba alguna de todo aquel infierno. Pero alguien debió de creer a padre, porque dicen que de tanto que nos llegaron a odiar las tías quemaron muchas de las fotos que tenían de nosotros en casa de los abuelos.

Madre se hacía más y más pequeña, hasta que un día ya no pudo ni levantarse ge la cama y padre tuvo un momento de lucidez. Parecía asustado y se la llevó en brazos hasta el taxi que le esperaba en la puerta. No os mováis de aquí, nos dijo, y no hagáis nada que no debáis hacer. Ya hacía tiempo que era como si nosotros estuviésemos solos y aprovechamos para poner la tele más alta que cuando ellos estaban.

Madre me dijo aquello de que tenía los intestinos a punto de cerrarse y que el médico le había dicho que si no comía ya no habría marcha atrás y que ya no se le volverían a abrir nunca más. Que a quien se le cierran los intestinos ya no puede vivir porque no puede comer. O eso es lo que ella entendió de la traducción de padre.

Yo, que no sabía cuándo acabaría todo aquello, comencé a leer el diccionario.

4

DICCIONARIO DE LA LENGUA CATALANA

Para escapar del
poltergeist
, si no tienes una señora chillona y bajita como Tangina Barrons, debes reír mucho, hasta sentirte las costillas a punto de estallar, o debes llorar mucho, hasta sentir que te has vaciado, o debes tener un orgasmo, que, según como se mire, también es vaciarse. Yo todavía no sabía de eso, de tener orgasmos, a padre no le gustaba que nadie llorara y a madre no le gustaba que nadie riese. De manera que comencé a leer, palabra por palabra, aquel diccionario de la lengua catalana. Todos decían qué niña más inteligente, qué niña más estudiosa, pero sólo era para buscar una de las tres cosas.

Se estableció un tiempo de tregua. Haremos como si no hubiesen existido nunca mis padres, ni él, ni nada de nada. Ni los tuyos. Nadie. No quiero ni oír pronunciar sus nombres. Cualquiera que los mencione; que se prepare. Aquélla era nuestra tregua. No hablar de los abuelos ni de las tías ni del tío. Sobre todo madre, ella no podía ni decir tu padre, tu madre. Chsss, decía con los ojos saliéndole de las órbitas tanto como podían. Chsss, yo no tengo padres, y tú no deberías hablar de ello. Y todo porque ellos no habían condenado a su hermano por el gran pecado cometido. No debía existir nada anterior a nuestro viaje. Nada. En aquello debíamos ver que padre quizá era capaz de amar, fue el cierre progresivo de los intestinos de madre lo que ayudó a firmar el tratado de paz. Tú comes y yo me olvido de todo. No recuerdo que madre tuviera tan mala cara para que él se asustase de aquella manera, pero es que yo ya debía de ir por la B.
Baador
era un adjetivo y
baare
otro adjetivo, mientras que
baba
ya era un término infantil para abuela, y no lo que te resbala por la comisura de los labios cuando duermes ni lo que te cae. Yo todo esto no lo entendía, pero lo leía igualmente, para ver cómo sonaba.

Yo era su preferida, la niña de sus ojos, era a mí a quien quería más que a nadie en el mundo, más incluso que amadre, más incluso que a los hermanos mayores, más incluso que a las mujeres que había tenido antes de llegar nosotros. No era un amor cómodo, pero me permitía ir con él a todas partes. Un margen de libertad que no acostumbran a tener las mujeres y del que yo gozaba, algo sin precedentes en la sucesión de patriarcados.

Hacía crucigramas en el bar de la calle. Las tortillas eran de esponja y el camarero era calvo y barrigudo, con unas manchas en la frente que ya no es frente. Había pájaros enjaulados por todas partes y olor de farias o roslies, que yo no sabía distinguir. Padre prefería ducados y se fumabun paquete tras otro mientras se tomaba el cortado con el peso del cuerpo apoyado sobre una pierna, el codo sobre la barra de mármol. Se lo bebía de un trago con la cucharilla que aún no había dejado de serpentear y decía cámbiame esto, Ramón. Y Ramón le daba un buen puñado de monedas que él se dedicaba a meter dentro de la máquina de las fresas. Las fresas se hacen de rogar, siempre. Sólo de cuando en cuando se ponían de acuerdo para alinearse y comenzaban a hacer sonar la musiquilla de premio. Yo me aburría, pero padre decía quédate conmigo, que me haces compañía y todas esas cosas. Así aprovechaba para intentar rellenar casillas donde iban letras de palabras que yo no sabía ni que existiesen. El amo del bar, Manel, decía, ¡tu hija está haciendo los pasatiempos del periódico! Y él debía de decir ¿y qué? o ¿es que no sabéis que ella es muy lista? Todo dependía de las fresas o de si después del tercer cortado había dicho una cerveza o un cubata. Cuando ya había pasado una cerveza, otra, otra y un cubata, y otro, venga, el último, a mí me decía vete a casa que es tarde, anda, ve a ayudar a madre. Mis hermanos corrían por la calle haciendo globos con el chicle. Madre siempre preguntaba qué hace y yo le respondía: lo mismo de siempre. Que está en el bar, que aún no ha ganado nada y que no se marchará hasta que cierren y tenga que decir, un rato más, Ramón, que casi lo tengo y que esta mala puta no puede tardar en soltar todo lo que me ha robado.

Era una tregua. Madre volvía a transformar lo que la rodeaba e iba engordando. Únicamente salía de casa el sábado por la tarde. Quítate eso de la cabeza, que me haces pasar vergüenza. Y ella que no, que me sentiré desnuda, que no. Mira que aquí las cosas son diferentes y que a mí me conoce mucha gente y tengo una empresa y no hay ninguna necesidad de llevar estos harapos. Le había comprado faldas, a ella, tan alta que le costaba encontrarlas lo suficientemente largas. Camisas, zapatos con algo de tacón que brillaban si les pasabas un trapo. Todo para salir el sábado por la tarde a comprar. Aquí son las mujeres las que van a comprar, no los hombres. Yo no sé qué necesitas o sea que hemos de salir.

Yo lo esperaba, el sábado por la tarde. Era divertido ver a madre con el carrito, cargando cosas que no acababa de saber qué eran y pidiéndome los precios. ¿Qué pone aquí? Yo tenía que leer los números y después traducirlos. Pero no traducirlos para decir el equivalente en un idioma o en otro, tenía que convertir las pesetas en duros porque ella calculaba así el dinero. No había alternativa. Y después traducir. ¿Cuántos sábados de la vida lo hice, producto tras producto? Ya no recuerdo si era más complicado eso que los crucigramas. No. Al final era tan fácil que ya no tenía que decir no lo sé, me cuesta mucho, es un número demasiado alto. Era el tiempo en que los yogures eran un artículo de lujo.

Yo recordaba el día que en el pueblo cercano a la ciudad capital de provincia había encontrado un yogur junto a la carretera. Vacío. Rodeado de moscas, pero parecía bien lleno. Bajé salivando hasta donde estaba y llamando a mis hermanos, he encontrado un yogur, un yogur. Al abrir la tapa tuve que tirarlo de golpe, lleno de hormigas como estaba. Qué malnacidos. No lo habían abierto; de un mordisco con los incisivos habían hecho un agujero y lo habían sorbido hasta el final. Después habían lanzado el envase allá en los campos. Qué decepción.

Pero ahora tomábamos yogures cada sábado por la noche, cuando ya habíamos colocado la compra en los compartimentos del armario del comedor, la nevera y el dormitorio de madre. De plátano, de limón, de macedonia, de coco. Un día descubrimos que los había también con trozos de fruta, los que eran «con» y no «de». El mundo se abría ante nosotros.

Yo ya debía de ir por la C del diccionario cuando padre nos llevó a conocer a Isabel.
Ca
, que significa perro. O
ca
, que es la letra K. O
ca
, que es la contracción de casa, por ejemplo ca l'Albert, que quiere decir la casa de Albert.

5

CONFITES

Yo quería ir a ver a Isabel. Era un lugar nuevo, tan sólo al final de la calle, y así podría saber qué cara tenía una mujer como aquélla. Fea, seguro. Debía de ser fea y maloliente, como había dicho madre tantas veces que eran las mujeres que comen cerdo. Pero tenía una casa muy bonita. Una casa, y no una planta baja llena de humedad. La puerta de cristal reluciente, las escaleras de mármol, todo muy limpio y con aquel brillo que aparecía en el anuncio de los limpiadores de muebles. Me imaginaba cogiendo un trapo y patinando sobre la mesa de su comedor. Si no fuese porque tenía uno de esos tapetes hechos de puntillas y encima un jarrón de cristal con relieves. Si no fuese porque en aquel comedor todo amenazaba con romperse, tantas figuras por todas partes, de muchachas medio adormecidas, de bailarinas, de elefantes de todos los tamaños con las sillas de piedrecitas de colores, árboles de cristal pequeños, pequeños o zapatitos de porcelana.

Isabel nos daba confites, y eso era suficiente para pensar que no se trataba de una persona tan mala. Ella siempre ha dicho que piensa en mis hijos, me había dicho padre, y yo no sabía demasiado bien qué quería decir con todo eso. Sí, ella misma decía que pensase más en nosotros que en ella cuando se enteró de todo, claro. Ya lo veréis, que es que ella sin saberlo ya os quiere, os quiere tanto como yo.

¿Y qué necesidad tenía ella de querernos tanto?

El perro de la entrada me daba miedo. Repelús. Un perro manchado de negro, que no ladraba ni lamía ni se movía. Que no estaba atado porque no hacía falta y no podía morder a nadie. Sin una pizca de polvo. Completamente inmóvil. Justo allí en el rellano, bajo el espejo que te daba la bienvenida, y a ti te venían ganas de largarte corriendo hacia casa y parar de traicionar a tu madre. Pero estaba lo de los confites, y no podías negarte a tanta dulzura.

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