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Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

El último patriarca (16 page)

BOOK: El último patriarca
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Mimoun regresó a la ciudad capital de comarca pensando que ése era su destino definitivo, que ya no le hacía falta volver atrás nunca más porque era allí donde la vida le dolía más que nunca. De hecho, eso de tener una familia en diferido no era una recompensa que valiera la pena por tantos esfuerzos a lo largo de los años.

Así pues, se aferró aún más a Isabel, e incluso se fue acostumbrando a sus figuritas de porcelana y a los hijos de otro hombre. Él no habla nunca de si todo aquello fue fácil o no. Pero lo que está claro es que a ella no hacía falta domesticarla. Se le ofrecía siempre que él lo necesitaba y eso le era cómodo, pero ella ya había estado antes con otros hombres y Mimoun no tenía que preservar su honor porque consideraba que ya había nacido sin él. Incluso si hubiera hecho falta, la habría compartido con algún amigo que la necesitara, pero el interés de Jaume por las mujeres era nulo. Isabel era como tantas otras, sólo que no tenía que pagarle y le ahorraba los gastos del alquiler y los recibos del piso.

Lo que no podía ofrecerle ella era la emoción de la caza, aquel cosquilleo en el estómago y la certeza-incerteza de saber si la presa sería tuya o no. Eso sólo podía pasar una vez con cada mujer, de modo que Mimoun tuvo que volver a salir por su cuenta a ejercitarse de nuevo para no perder la costumbre. Ella no le había sido nunca fiel, ya había estado con otros hombres antes de él, ¿por qué le tendría entonces que ser él fiel? Además, las necesidades de Isabel quedaban cubiertas, pero a él le hacía falta más, siempre ha sido mucho hombre.

Mimoun dejó hibernando sus funciones de gran patriarca, quería olvidarlo todo, deshacer la maleta definitivamente. Lo intentaba encarnándose con tantas mujeres como podía, salía cada noche y volvía a las tantas. Debió de llegar un punto en que ni siquiera la caza tenía la emoción de cuando era más joven: ya conocía muy bien los mecanismos que hacían caer a las mujeres en sus trampas y cada vez afinaba más la búsqueda. Llegó un momento en que le apetecía más seguir bebiendo que intentar ligar con la camarera. Le era más cómodo intentar alcanzar el coma etílico que pensar dónde la llevaría y si se conformaría con una noche o se querría casar con él. Porque resulta que en la ciudad capital de comarca también había mujeres que se querían casar, que le ofrecían el sexo como un anticipo de la relación estable que esperaban de él, que si les decía que estaba casado ya no lo querían y si les decía que no lo estaba le preguntaban a qué se dedicaba. En eso no diferían mucho de las mujeres de la ciudad capital de provincia.

La pereza por las mujeres le fue a más y el alcohol cada vez ocupaba más espacio en sus noches. O las fresas. Esas fresas que perseguía introduciendo unas monedas por la ranura lateral y pulsando los botoncitos que hacían girar las frutas al son de una música estridente. Las tres fresas solían tardar muchas monedas, billetes grandes de cambio, en ponerse de acuerdo para hacer sonar las campanas de la victoria. Podían tardar una noche entera, una noche en la que Mimoun sólo dejaba de mirar la máquina para pedir un cubata, y otro, y otro.

Jaume lo veía a menudo, a veces incluso lo acompañaba en su ronda de bares. Mimoun solía decirle aquello de que la empresa está empezando y aún no gano lo suficiente. Lo decía sacando el humo por un lado de la boca mientras contaba el cambio que le había dado el camarero. Ya sabes lo que cuesta que se fíen de un moro. Por eso me he puesto este nombre, ¿sabes? Construcciones Manel, S. A No sé qué quieren decir la ese y la a, pero si quieres parecer una empresa de verdad se ve que tienes que ponerlo. O también S. L. Te dejan escoger. Pues mira, hay quien me da trabajo porque ya me conoce y sabe que lo hago bien y a buen precio, pero a veces salgo perdiendo y todo. Es la forma de comenzar, que te vayan conociendo y se vaya extendiendo tu nombre. Sólo por el boca oreja. El problema es que en algunas ocasiones esperan que el Manel de Construcciones Manel sea un poco más desteñido que yo. Y se muestran reticentes a darme el trabajo, hasta que no ven que me como un bocadillo de salchichón no se creen que me llamo Manel. Jaume lo escuchaba, como hacía siempre, y debía de mover la cabeza como hacía el abuelo, Mimoun, que no vas bien,
sahbi
, que no. Si estaba de buen humor, Mimoun podía dejar que su amigo le largara un discurso sobre la vida que debería llevar y no llevaba, pero la mayoría de las veces le soltaba un no empieces y Jaume se callaba para no acabar en ese lugar sin salida en medio del bar donde el otro terminaba bramando que su mujer le había puesto cuernos.

No sabemos si a esas alturas Isabel sabía algo de la existencia de madre, de sus hijos o de mí misma. Lo que sí sabemos es que su existencia fue bastante conocida por todos nosotros. Decían que Mimoun no volvería nunca más, que había «abandonado», «abdicado» del papel que le tocaba tanto como cabeza de nuestra familia como de hijo, hermano o padre.

Pasaron varios años en los que las noticias sobre Mimoun eran sólo que estaba con Isabel y que las cristianas, ya se sabe, cuando pillan a un hombre ya no lo dejan jamás. Que vete tú a saber qué cosas le daba esa mujer para que él se hubiera olvidado de todo y no quisiera saber nada de su familia.

Así fueron sucediéndose los años y parecía que todo iba a seguir igual, hasta que ocurrió aquello de la llamada, aquello que yo siempre digo que no tendría que haber ocurrido nunca y que habría de cambiar el camino de nuestras vidas.

37

LA FAMILIA ES UN RETRATO DE COLOR SEPIA

A pesar de todas las circunstancias, nosotros crecíamos, no tuvimos otro remedio que continuar creciendo.

Sin padre, con madre, con los abuelos y el par de tías que todavía quedaban solteras, con un tío que venía por vacaciones y por el
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grande. Con un repertorio de tristezas que no se sabía de dónde venían pero que no llegaban a tocarnos del todo. Nuestro padre está en el extranjero, nos habíamos acostumbrado a decir, pero no nos enviaba regalos para la fiesta del final del ramadán ni dinero el resto del año; se ve que nos había abandonado, pero eso no lo comentábamos demasiado.

El abuelo nos quería mucho, pero a menudo decía que a su edad él ya no debería mantener a nadie, que ya le tocaba descansar y que lo mantuvieran a él. De esa época es la foto donde aparece más delgado que nunca, con la piel del cuello desprendiéndose de la carne, pues ya no le quedaba demasiada, y con los ojos que se le cerraban tanto que él mismo se los tenía que abrir con los dedos para ver bien. Es esa foto donde salimos con los brazos pegados al cuerpo como si estuviéramos en el ejército y nos dijeran eso de ¡fiiir-mes! Yo ya llevaba la cola que me acompañaría tanto tiempo, bien peinada, con la frente tan ancha que no me gustaba, y mis hermanos con aquellos flequillos tan de niña que a mí no me dejaban llevar. Madre no salía, al parecer esa foto tenía que viajar mucho y no se sabía a qué manos iría a parar, y no se podían arriesgar a exponer su imagen a un público desconocido. Era una foto para enviar a aquel padre que nos había abandonado por si se decidía a dejarnos de abandonar.

El abuelo nos quería de verdad, pero decía que no podía ser, que él ya había vendido otro trozo de tierra para tirar adelante y que su hijo estudiaba bachillerato y aún no le podían dar trabajo, por muy bueno que fuera en clase. Que ese otro hijo suyo no le había dado el divorcio a su esposa, que ella quedaba atada a él para siempre sin poder cambiar ninguna circunstancia de su destino. Abandonada pero atada a él, eso iba contra todas las leyes, tanto las de los árabes como las nuestras.

La abuela hacía lo que podía y me decía pronto podré comprarte unos pendientitos de oro y dejarás de llevar esos hilos en las orejas. A ella la pobreza no le daba vergüenza porque tenía suficiente con trabajar la tierra y con poder comer a mediodía sus cebollas tiernas con pan, que ya saldremos adelante, pero yo prefiero que estéis conmigo y me hagáis compañía. Pero lo que sí le daba vergüenza era que yo, a mi edad, todavía llevara el hilo de coser que madre me había puesto en las orejas en forma de anillo para que los agujeros no se me cerrasen. Decía venderé tantos huevos y tantos conejos jóvenes que pronto le podré encargar a Soumisha unos pendientitos de esos tan pequeños.

Madre trabajaba y eso la mantenía alejada de los males que te hacen enfermar. Trabajaba con nosotros, nos levantaba por la mañana y nos lavaba, bien limpios, y pobres de vosotros que manchéis la ropa. Aún hoy nos dicen que no había ningún otro niño en el pueblo que fuera tan pulido como nosotros. Para ir por los campos a jugar, nos ponía en la cabeza la colonia que le había traído el abuelo segundo en una de sus escasas visitas, nos peinaba hasta que a los niños les quedaba el pelo bien liso, pegado al cráneo, y a mí me hacía aquella trenza que siempre le salía tan redonda. Trabajaba barriendo, fregando, lavando la lana de las alfombras hechas con piel de cordero, encalando las paredes cuando tocaba o limpiando el juego de té que parecía de plata y no lo era con aquel líquido especial tan blanquecino. Trabajaba tanto que tenía que dormir siesta después de comer, el momento del día que yo más odiaba, todo tan silencioso. Y tras la siesta con la puerta de la habitación entreabierta, venga, volvamos otra vez. No se lo pensaba demasiado, se levantaba y se ponía de nuevo el pañuelo, que se le había quedado a media cabeza, salía a buscar agua y hacía sus abluciones en el lavabo de casa. Preparaba té, y cuando había suficiente aceite,
remsemmen
, y cuando había suficiente harina,
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. Muy de vez en cuando conseguía un huevo y nos lo hacía revuelto con aceite de oliva; nos hacía entrar en la parte más oscura de la casa, en la despensa de la cocina, y nos decía coméoslo aquí. A mí me gustaba especialmente el barro más blando de las paredes de aquella habitación de techo bajo, sin pintar, acogedor. Parece ser que nadie tenía que saber que entre los tres nos habíamos partido un huevo revuelto.

Muchas tardes venían vecinas a charlar con la abuela, a veces se encontraban a madre sola y ella contaba más cosas de las que solía contar delante de su suegra. No es que revelara ningún secreto, pero se entretenía explicando detalles de historias que habían pasado antes de que yo naciera, antes de que naciera cualquiera de nosotros, historias que habían sucedido muy lejos de allí.

En algunas de aquellas tardes solía aparecer el nombre de Isabel, a la que pronto descubrí que llamaban cristiana, apestosa o mala pécora. Pocas veces pronunciaban su verdadero nombre, casi siempre se referían a ella con algún adjetivo de esos o con todos juntos a la vez. La mala pécora de la cristiana apestosa, o cosas peores.

Yo ignoraba qué había hecho la tal Isabel, pero aprendí a cogerle manía, y cuando tenía mis peores pesadillas, si no salían serpientes por todas partes aparecía ella para asustarme. La abuela decía esta niña ha heredado los sobresaltos de su padre.

Yo ya no sabía si me acordaba de aquel al que ella llamaba padre, no sabía si me acordaba de él o sólo del recuerdo que de él tenían las mujeres y toda la historia de las abejas y el barro. Mis hermanos decían que sí, que era muy alto y fuerte y que siempre gritaba, pero que un año les había traído aquellos caballos de plástico y hombrecillos que no podían doblar ni codos ni rodillas, con unos sombreros que si se los quitabas les dejaban la cabeza hueca al descubierto.

Creo que fuimos bastante felices, a pesar de tener que partir una manzana entre cuatro para poder comer; qué dulces eran entonces las manzanas… Pero el abuelo movía la cabeza y decía que él ya no podía más y que aquello no podía ser y que no y que no y que no.

38

LA LLAMADA, O DE CÓMO EL DESTINO DA UN VUELCO INESPERADO

Me atribuyen a mí todo el mérito de la llamada, pero yo, por la edad que tenía entonces, no debía de saber demasiado bien qué decía. No quiero ni pensar que con tan pocos años pudiera influir tanto en la decisión que después tomarían todos y que dio un vuelco a nuestros destinos hacia un lugar que nos era desconocido. No. Yo no fui a la ciudad y descolgué el teléfono, ni conseguí hablar con padre.

Todavía no se sabe cómo hicieron para que padre decidiera esperar nuestra llamada en aquel bar al que lo había llevado Jaume. Al parecer el tío había hecho de intermediario. Él, que había traído al pueblo cada nueva noticia sobre Mimoun, se ve que le había dicho a su hermana que no quería echar a perder a esos niños y que cuando volviese trataría de que, como mínimo, Mimoun hablara con ellos por teléfono, si no quería escuchar las cintas que le enviaban sus hijos, su mujer y sus padres. Un barco lleno de besos y abrazos, le dijimos nosotros que le enviábamos mientras nos grababa el aparato que nos había dejado Fatma. Nuestras voces nos hacían reír, pues parecían más graves de lo que eran y más serias de lo que éramos nosotros.

Ya habíamos grabado bastantes cintas como aquélla, y habíamos hecho más fotos de esas de abrir mucho los ojos y cerrar la boca, pero nunca habíamos hablado por teléfono.

La abuela dijo vístete, mujer, que vienes conmigo, y ella que no, que no, que Mimoun me mataría si lo supiera, que no. Mimoun ya te está matando, le respondió el abuelo, y a mí esa frase se me quedó grabada para siempre.

Madre se había vestido de calle y a nosotros nos puso zapatos. No sabíamos qué era un teléfono ni qué le debíamos decir a nuestro padre porque casi no sabíamos qué era un padre. El abuelo le había dicho que no se hiciera demasiadas ilusiones, que el cobarde de mi hijo igual no se presenta y nos quedamos con las ganas de hablar con él. Por suerte era un sobrino del abuelo quien nos llevaba en coche. Durante todo el trayecto madre se miraba los zapatos, por miedo a encontrarse la mirada del conductor en el espejo que colgaba del techo del Mercedes. A nosotros nos divertían las curvas y aquel ir hacia un lado y hacia otro como si no tuviésemos voluntad alguna. Madre no quería hablar y nos mandaba callar mirándonos con ojos de ya veréis cuando estemos solos.

El teléfono estaba en el piso de otro sobrino del abuelo, un piso que no tenía patio y donde las paredes eran rectas y muy lisas, con el techo lleno de dibujos de yeso que formaban relieves. Yo los miraba mientras la abuela, el abuelo y madre iban hablando con el tal Mimoun. A veces lloraban, a veces gritaban y de repente decían, perdona, hijo, no cuelgues, por favor, no cuelgues.

Entonces me llamaron, dicen. Me dijeron, toma, habla con tu padre, y yo no debía de saber qué decir. Venga, habla, que cada minuto que pasa es dinero. Yo no lo recuerdo demasiado bien, pero se ve que Dios me iluminó y usé mi vocecita de niña para arreglar los problemas de toda la familia. O quizá tuve el momento de lucidez más grande que he tenido nunca en la vida. Sé que la frase que le dije fue ésta, porque se habló mucho de ello. Pasé a formar parte del repertorio de leyendas de los Driouch.

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